El palacio de la noche tenebrosa |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
El palacio de la noche tenebrosa |
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En alas de un afectuoso celo por la dicha enamorada pareja, Fray Lorenzo había llevado a cabo con toda la actividad y toda la prontitud de que era capaz, la ejecución de su proyecto; pero a causa de un fatal error las cartas no llegaron a manos del destinatario: el fraile a quien el las confiara, fuese primero a casa de un compañero de religión de quien deseaba acompañarse para hacer el viaje a Mantua. La peste hacia, en aquel entonces, grandes estragos en Verona, y el fraile empleaba el tiempo en visitar a los atacados: sucedió que hallando los oficiales de la Sanidad a los dos frailes en una casa que ellos creían invadida por el contagio, hicieron cerrar las puertas e impidiéronles la salida; por lo cual fue imposible a Fray Juan llegar a Mantua, y tan grande era el pánico que cundía con la peste, que ni pudo hacer llegar las cartas a Romeo, ni devolverlas a Fray Lorenzo. Recobrada la libertad dos días después, volvió presuroso a la celda del fraile, enterándose éste, consternado, del fracaso de su proyecto. No le quedaba, pues, otra solución que acudir solo a la tumba de Julieta y aguardar su despertar, el cual había de tener lugar tres horas después, o sea cuando hubiese cesado el narcótico de producir su efecto. Pero no solo había Romeo dejado de recibir el mensaje de Fray Lorenzo, sino que además habían llegado a sus oídos las más desconsoladoras nuevas. Al partir para Mantua había dejado atrás a Baltasar, su paje, quien deba juntarse después con él y traerle noticias. Como todos los habitantes de Verona, Baltasar supo el trágico acontecimiento del palacio de los Capuletos creyendo, como todo el mundo, muerta a Julieta. Al llegar Baltasar a Mantua, hallábase Romeo de muy buen humor, pues sentíase el corazón ligero y lleno de inusitada alegría y mientras recorría las calles de la ciudad aguardando la llegada de su paje, revolvía en su mente el proceso de un sueño que tuviera la noche anterior y que le parecía de feliz augurio. —Mi sueño—se decía—es presagio de alguna alegre nueva: he soñado que la señora de mis pensamientos llegaba y me hallaba muerto (extraño sueño el que representa a un muerto con facultad de pensar) y que sus besos derramaban en mis labios, raudales de vida y que yo volvía a la vida hecho emperador. ¡Oh y cuán grande debe ser la dulzura de este amor cuya sola sombra tan rica es de delicias! Entretenido en estos pensamientos vió Romeo comparecer a Baltasar, y a su vista el corazón le dió un salto. —¡Por fin noticias de Verona!—exclama.—Vamos a ver Baltasar, ¿que no me traes carta alguna de Fray Lorenzo? ¿Cómo esta mi señora? y mi padre ¿cómo va de salud? ¿Y Julieta? Te pregunto por ella por segunda vez, porque nada malo puede suceder, si ella está bien. Baja Baltasar la cabeza y responde con voz triste y solemne: —Pues ya nada malo puede suceder porque su cuerpo reposa en la tumba de los Capuletos, y la parte inmortal de su ser vive con los ángeles en el Cielo. Yo mismo con estos ojos que me alumbran la he visto depositar en el panteón de la familiar sin pérdida de momento vine a participároslo. Perdonadme que tan pronto haya venido a traeros esa infausta nueva: pero vos mismo, señor, me encargasteis que os avisara de todo. Romeo, anonadado, no tiene ánimo, ni aun para exhalar un gemido. Cuando un golpe llega verdaderamente al fondo del alma, no hay valor para lamentar el infortunio. — ¿Sera verdad? ¡Destino cruel, yo desafío tu poder!—exclama no mas, al oír tan fatal noticia. La impetuosidad juvenil los violentos accesos de dolor y la ruidosa desesperación que siguieran a sus primeros infortunios, desaparecen ante la desgracia presente. Tiene la calma y el sosiego del que comprende que no hay esperanza para él. —Ya sabes, Baltasar, en donde me hospedo—dice;—tráeme papel y tinta, y procúrame caballos, que parto para Verona esta misma noche. —Señor, os conjuro, no partáis solo; dejad que os acompañe, pues vuestro semblante pálido y desencajado me anuncia algún mal suceso. —Nada de eso—replica Romeo;—te engañas. Déjame en paz y haz lo que te ordeno. Dime ¿no te ha dado Fray Lorenzo carta alguna para mí? —No, señor mío y amo mío —responde Baltasar. —Lo mismo da. Ea, ve y alquila caballos: vuelve en seguida. La resolución estaba ya tomada. Muerta Julieta, ya no debía el vivir. Acordóse que muy cerca de allí había uh boticario, viejo, macilento, consumido por la miseria y el hambre, en cuya desmedrada botica veíanse algunas rancias drogas y artículos de desecho, dispuestos en algo que tenia apariencia de mostrador. Al pasar Romeo por primera vez ante aquella oficina, habíale llamado la atención aquel aspecto de miseria y pensado para sí: «He aquí un pobre infeliz que por unas cuantas monedas vendería, a quien lo necesitase, alguno de estos venenos, cosa que tiene pena de muerte en Mantua.» Tal reflexión no había sido más que el presentimiento de la necesidad que actualmente tenia. En efecto entró Romeo, y el miserable boticario, seducido por la considerable suma que el desconocido le ofrecía, entrególe el activo veneno, cuyos efectos habían de ser mortales para el desdichado joven. La hora del despertar de Julieta no había aun llegado: seguía sumida en un apacible sueño, en su extraña y fúnebre mansión. Llegada la noche, fue el noble conde Paris al cementerio, con un ramillete de flores para depositarlo en la tumba de la esposa que tan prematuramente le arrebatara la Parca. Dejando a su paje a cierta distancia y al acecho, adelantóse hasta el umbral del sepulcro y dejo alii su ofrenda murmurando estas palabras de amor: ¡Oh dulce flor!, con flores olorosas Un silbido de su paje da a entender a Paris que alguien anda por allí, y ocúltase en la sombra al oír ruido de pasos. Es Romeo, acompañado de Baltasar, que lleva una antorcha y herramientas para abrir la tumba. Acércanse Romeo y Baltasar, y Paris oye las instrucciones que da el primero: —Ea, tráeme el azadón y la alzaprima: toma esta carta, y mañana, muy de mañana, ten buen cuidado de llevarla a mi padre. Dame la antorcha. Ahora por tu vida te mando que, sea lo que fuese lo que vieres u oyeres, no te acerques a mí y que te guardes de interrumpirme en mi tarea. Si bajo a esa morada funeraria, es, en parte, para contemplar los perfiles del rostro de la señora de mis pensamientos y para arrancarle de su yerto dedo una preciosa sortija que yo le di. Vete, pues, y no te acerques: no caigas en la tentación de espiar lo que hago, si no quieres que vayan tus miembros desgarrados por los rincones de este cementerio. —Retírome, señor; no voy a estorbaros—responde Baltasar.— A pesar de esto (dice para si) voy a ocultarme por aquí y observar lo que hace, pues su mirada me espanta y desconfío de sus intenciones. Lejos ya su paje, toma Romeo las herramientas y empieza a forzar la puerta del sepulcro, pero adelántase hacia el Paris para impedírselo. —Es el proscrito—dice para sus adentros;—es el insolente Montesco, el matador del primo de mi adorada esposa, muerta, según dicen, de la pena que le causara tamaño infortunio. Viene a profanar los cadáveres: voy a atajarle en su diabólico intento: ea prendámosle. —Cesa, infame Montesco; ¿no basta acaso la muerte a detener tu venganza? Criminal, yo te detengo. Sígueme, que has de morir. —Si, a morir vengo—responde Romeo.—Ahora, noble y bizarro joven, no tientes a quien viene ciego y desesperado. Huye de mi: déjame; acuérdate de los que fueron y ya no son, de los que aquí reposan. Por Dios te lo pido: no quieras añadir un nuevo crimen a los que abruman ya mi cabeza. Te quiero más que lo que tu mismo puedes quererte y más que a mí mismo. Huye. —Desprecio todos tus ruegos y los desoigo—exclama Paris con violencia—y te detengo como a un criminal. —¿De modo que te empeñas en provocarme? A las armas, pues, bribón—replica Romeo, obligado a tirar de la espada para defenderse. Pelean. Paris cae herido. —¡Muerto soy!...—dice exhalando un suspiro.—Si te queda un resto de piedad, abre la tumba y ponme al lado de Julieta. —A fe mía que lo voy a hacer—responde Romeo. E inclinándose sobre el cadáver, examínalo a la luz de la antorcha. —¡Cielos!—exclama:—es el pariente de Mercutio, el noble conde Paris. ¡Tate!, ¿será verdad lo que me decía mi escudero, por el camino, y que yo en mi aturdimiento y confusión no acabé de entender? Si mal no recuerdo, decíame el villano que Julieta estaba prometida a Paris. ¿Será esto lo que me decía y tendrá relación lo uno con lo otro? Es que lo soñé o que estaba loco y creí que me hablaban de Julieta? Sea como fuere, dame la mano, tú cuyo nombre, como el mío, fue inscrito en el sangriento libro del destino. Voy a darte sepultura triunfal. Dicho esto, levanta el cadáver del noble hidalgo, y lo coloca suavemente en la tumba. Entonces desaparece de su alma todo otro pensamiento, pues allí tendida en su féretro descansa la joven esposa, su amor, con la cara destapada, vestida con su traje de boda, radiante de belleza. —¡Esposa mía, amor mío!—suspira Romeo.—La muerte que libó sin piedad el néctar de tu aliento, no ha podido ajar la flor de tu hermosura. ¡Oh adorada Julieta!, ¿por qué eres aun tan hermosa?... Aquí me quedo contigo y a tu lado; no he de salir jamás de este palacio de la tenebrosa noche. Este será el lugar de mi eterno reposo; aquí mi cuerpo, cansado ya del mundo y de la vida, sacudirá el yugo de su triste destino ¡Ojos queridos, recibid mi última mirada! ¡Dulces brazos, tomad mi postrer abrazo!... Brindo por mi adorada. ¡Oh sabio alquimista que supiste preparar un tan activo veneno, gracias!... Así con este beso..., muero. Al otro lado del cementerio, Fray Lorenzo, con una linterna en la mano y provisto de una palanca y un azadón, buscaba, tropezando acá y allá, el camino, a lo largo de las avenidas orladas de sepulcros. Al llegar cerca de la tumba de los Capuletos, vió a Baltasar y preguntóle asombrado a qué andaba por allí. Refirióle este lo que sucedía y que Romeo acababa de entrar en el panteón de los Capuletos. El pobre Fray Lorenzo, temblando de espanto ante la perspectiva de una nueva desgracia, encamínase a la tumba solo, pues Baltasar se niega a acompañarle por temor de contravenir a las órdenes de su amo. Espántase el fraile al ver huellas de sangre a la entrada de la tumba; a pesar de ésto, avanza, entra y ve horrorizado el cadáver de Romeo al lado de Julieta y a Paris asesinado. No le queda al fraile tiempo para vanas lamentaciones, pues al mismo instante despierta Julieta y se incorpora lentamente. —¡Padre mío y apoyo mío!—murmura, abriendo los ojos y paseando a su alrededor la inquieta mirada.—Ya recuerdo que este es el lugar en donde debia hallarme, y en él me hallo verdaderamente; pero mi Romeo ¿dónde está? Oyese en aquel momento ruido de gente que se acerca. Es el paje de Paris que viene con los vigilantes de noche a quienes fue a llamar. —Señora— dícele el buen fraile;—salid inmediatamente de este lugar. Nuestros planes han sido frustrados por un poder muy superior al nuestro. Aquí tenéis a vuestro esposo muerto a vuestro lado. Paris yace aquí muerto también. Seguidme, que os llevare a un convento de santas religiosas: lo único que os pido, es que os deis prisa; no me atrevo a permanecer aquí por más tiempo. —Idos vos, si queréis, que yo, aquí me quedo—replica resueltamente Julieta. Fray Lorenzo, convencido de lo inutil de su insistencia, se aleja. Sola ya Julieta, da a su alrededor una mirada de espanto; pero al ver el cadáver de su esposo, ya no duda un momento. —¿Qué es esto? ¿Una copa que mi amor aprieta aún con la mano?—dice inclinándose tiernamente hacia Romeo. ¡Ah! ya comprendo: es que ha querido poner fin a su vida con el veneno. ¡Oh cruel amigo, que lo has terminado todo, sin dejar para mí una gota que me diese el consuelo de seguirte! Besaré tus labios, a ver si encuentro en ellos algún resto del veneno para morir contigo. Y bajándose, da un tierno beso a su esposo. —Tus labios no se han enfriado aún—murmura. Oyese afuera la voz de un guarda que dice: —Ea, muchacho, guíanos; ¿por qué camino hay que ir? —¡Chitón! oyese ruido—dice para sí Julieta:—voy a acabar pronto. Toma el puñal de Romeo. —¡Dichoso puñal!, aquí tienes tu vaina—dice hundiéndolo en su seno. —Oxídate aquí dentro, mientras yo muero. Y cae muerta sobre el cadáver de Romeo. Al entrar los guardas en la tumba, seguidos, muy pronto, del príncipe de Verona y de los allegados de los desdichados consortes, ya todo estaba terminado. Pasado había alegrías y dolores, extinguidos estaban los odios, cesado habían las luchas. El resentimiento habla cedido su puesto al silencio, y en adelante había de quedar apagada y muda la voz de la discordia. A la vista de aquellos inanimados testigos reconciliáronse los implacables enemigos, y en el palacio de la tenebrosa noche, en la obscura mansión de la muerte, ya no reinó más que la paz hermanada con el imperecedero recuerdo de un amor inmortal. |
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