Mercutio |
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Biografía de William Shakespeare en Wikipedia |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Mercutio |
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Terminado el baile, Mercutio y Benvolio, amigos de Romeo, fueron en busca de este para irse juntos, pero no lograron dar con él. No pudiendo apartarse de aquella mujer que tan poderosamente le cautivara el corazón, Romeo había escalado la tapia del jardín de los Capuletos. No bien había llegado cerca de la casa, cuando se abrió una ventana y la misma Julieta se asomo a ella. La figura de Romeo medio se ocultaba entre las sombras de los árboles, pero los plateados rayos de una luna estival daban de lleno en Julieta, iluminando su dulce y fresco semblante y sus blancos vestidos con tornasolados reflejos. Julieta, lo mismo que Romeo, sentíase oprimida por la aflicción. Todos sus pensamientos se cifraban en el joven y apuesto extranjero, doliéndole empero en el alma que fuese hijo del enemigo de su padre. Creyéndose sola en el silencio de la noche, escapáronse de sus labios confesiones que, el céfiro nocturno se encargó de llevar a oídos de su invisible oyente percibiéndolas éste con toda claridad. —¡Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo?—suspiraba Julieta.—Reniega ¡ah! reniega del nombre de tu padre y abdica de tu nombre; y si no tuvieres valor para tanto, jura que me amas y no me tendré por Capuleto. —¿Qué hago?, ¿seguiré oyéndola o hablaré yo?—murmura Romeo en un transporte de alegría al oír la voz de su amada. —No eres tú mi enemigo— prosigue Julieta:—es el nombre de Montesco que llevas. Y que quiere decir Montesco? No es pie, ni mano ni brazo, ni semblante, ni miembro alguno del compuesto humano ¡Ah! ¿Por qué no tomas otro nombre? La rosa no dejaría de ser rosa y de esparcir su aroma, aunque se llamase de otro modo. Despójate, pues, Romeo, del que llevas, y en cambio de tu nombre, que no es cosa alguna sustancial, tómame a mí por entero. —Te tomo la palabra—exclama Romeo, no pudiendo ya guardar silencio por más tiempo. —Llámame tu amante, y creeré que me he bautizado de nuevo y en adelante ya no seré Romeo. —Y, ¿quién eres tú que, en medio de las sombras de la noche, vienes a sorprender mis secretos?—exclamó Julieta sobresaltada; pero pronto reconoce la voz de Romeo y se horroriza del peligro que corre su amante. —Este lugar será, para ti de muerte, si alguno de mi familia te viere—observa Julieta. Pero ¿qué importaban a Romeo las espadas de los Capuletos, si lograba conquistar el amor de Julieta? Ni aun ella misma podía negar lo que tan claramente confesara; por otra parte, la obscuridad de la noche velaba el rubor de sus mejillas; cobra pues ánimo y le dice Julieta: —Romeo, si me amas, dímelo claramente, y aunque te parezca que he pecado de ligera al darte tan fácilmente mi corazón, ten por cierto que me hallarás más fiel que muchas otras, mas hábiles que yo para fingir la indiferencia. Ebrio de pasión, iba Romeo a jurarle inviolable fidelidad, pero detúvole Julieta. Su alma estaba inquieta, y a pesar de la dicha que cifraba en el amor de Romeo, no se atrevía a entregarse de lleno a la alegría que le causara tanto bien; su decisión era demasiado brusca, poco meditada, sobrado repentina. Sin embargo, suplicó a Romeo que, si estaba firme en su propósito, si deseaba de veras obtener su mano, se lo comunicase el dia siguiente valiéndose de un mensajero de su confianza, fijándole el lugar y la hora en que deseaba celebrar la boda; pues ella estaba dispuesta a pisotear su fortuna y a seguirle, como esposa suya, en pos de él por el mundo. Muy bien sabía Romeo a quien acudir como amigo dispuesto a servirle en circunstancias como la presente. Era Fray Lorenzo, un buen anciano tan amigo de los Capuletos como de los Montescos, que sentía vivamente que existiesen aquellos rencores encarnizados y que había intentado varias veces extinguirlos, reconciliando a aquellas dos familias. A menudo habla también reprendido a Romeo por la loca pasión que sentía por Rosalina y por el desmesurado disgusto que le causaba la indiferencia de aquella dama. Al tener noticia del acontecimiento que acababa de cambiar tan súbitamente el curso de las cosas, sorprendióse algo Fray Lorenzo: presentía que una naturaleza tan apasionada y fogosa como era la de Romeo, no había de entrar jamás en posesión de la dicha. El impetuoso mancebo tomaba todas las cosas por los extremos, pasando sucesivamente del éxtasis del amor a la desesperación; no prestaba oídos a los consejos y no daba jamás tiempo a la reflexión. Sin embargo, al ver lo que le pedía Romeo, no quiso, ni le pasó siquiera por las mientes negarle su ayuda. «¿Quien sabe—decíase,—si esta unión será tan dichosa, que pueda acabar con todas estas fratricidas discordias y cambiar la enemistad de dos familias rivales, en una relación pacífica y afectuosa?» Pasó, pues, aviso a Julieta, y a la mañana siguiente, en connivencia con su ama a quien la amorosa pareja había confiado su secreto, dirigióse la joven furtivamente a la celda de Fray Lorenzo, en donde con el mayor sigilo y rodeada del más grande misterio, se celebró la unión de los dos amantes. Aquella misma mañana, Mercutio y Benvolio, los dos amigos de Romeo, recorrían las calles de Verona: el día era muy caluroso. —Retirémonos—dice Benvolio:—los Capuletos han salido, y si los encentráramos, sería inevitable una pelea, pues andan muy encalabrinados y en verano hierve mucho la sangre. La cordura de Benvolio excitó la jovialidad de Mercutio. —Eres uno de los más temibles espadachines de Italia— dícele Mercutio;—si hubiera otro como tú, pronto desaparecería uno de los dos: capaz eres de reñir por un solo pelo de la barba. Te pelearías con cualquiera que cascara avellanas, con el solo pretexto que tienes ojos color avellana. Donde nadie vena ocasión de camorra, la ves tú. Llena está de riña tu cabeza, como de yema un huevo. Reñir te he visto con uno porque al pasar por la calle despertó, tosiendo, a tu perro que estaba durmiendo al sol; y con un sastre porque estreno un vestido antes de Pascua y con un transeúnte porque llevaba los zapatos atados con cintas viejas. ¿Y vienes tu a ensenarme moderación y cordura? —Si yo fuera tan camorrista como tú—replica Benvolio,— ¿quién me aseguraría la vida ni siquiera por un cuarto de hora? Claramente se ve que ninguno de los dos estaba en actitud demasiado pacífica. Por desgracia aparecieron en aquel momento algunos partidarios de los Capuletos y entre ellos el irascible sobrino de Donna Capuleto. El incidente de la víspera, como caliente rescoldo había de encender el fuego de la venganza de Teobaldo, pronto a desfogarla en el primero de los amigos de Romeo que se le pusiese delante; pero Mercutio no era hombre que pudiese tolerar un insulto, y devolvió con creces a Teobaldo insolencia por insolencia. —Buenos días, hidalgos; tengo que decir dos palabras a uno de los dos- dice Teobaldo, acercándoseles en actitud amenazante. —¿Dos palabras, no más, a uno de los dos?—responde Mercutio en tono zumbón.—¿Palabras solas? Valiera mas acompañarlas de algo, una estocada, por ejemplo. —Dispuesto estoy a ello, hidalgo- replica Teobaldo, con furiosa mirada;—falta que me deis ocasión para ello. —¿No podéis tomarla acaso, sin que se os de?— pregunta Mercutio riendo bruscamente. —Mercutio, tú estás de acuerdo con Romeo... —¿De acuerdo?—repite Mercutio, con cierto retintín.— «¿Has creído que somos músicos? Pues, aunque así lo creas, no dudes que en esta ocasión vamos a desafinar. Mira, con este arco de violín (dice enseñándole la espada), te hare bailar como una peonza. —Moderaos, pues estamos en un lugar público—interrumpe Benvolio, al observar que aquellos comienzos de altercado, llamaban ya la atención y habían hecho ya parar alii a varios transeúntes.—Id a algún paraje apartado, y alii podréis dirimir vuestras diferencias; o por lo menos apartaos un poco, pues los ojos de todos se fijan en vosotros. —Para eso tiene todo el mundo ojos; dejadles, pues, que miren—responde fríamente Mercutio.—Yo no me voy de aquí por dar gusto a nadie. —Adiós, señores; aquí esta mi contrincante—exclama Teobaldo, viendo venir a Romeo. Satisfecho y regocijado llegaba Romeo, no imaginando que pudiese ser recibido de nadie sino con benevolencia. Acababa de celebrar su enlace con Julieta, y ni aun la insultante actitud de Teobaldo era capaz de excitar su cólera en aquellos momentos. Además, Teobaldo era pariente de Julieta, y Romeo sentía por ella un amor demasiado vehemente para airarse contra cualquiera de los allegados de ella o que a su afecto pudiesen ser acreedores. —Romeo—incrépale Teobaldo; —sólo con una palabra puedo expresarte el odio que te profeso: Eres un infame. —Teobaldo—responde Romeo con mesura;—tales razones tengo para quererte, que me hacen perdonar hasta la barbara grosería de ese saludo. No soy un infame, ni nunca lo he sido: no me conoces. Adiós. —Mozuelo imberbe; no basta esto para excusar los agravios que me has hecho. No huyas, y defiéndete. —Protesto que nunca te agravié; al contrario, hoy te amo más que nunca, y quizás sepas pronto la razón de este mayor cariño. Así, pues, buen Capuleto (¡oh nombre tan querido como el mío!), date por satisfecho. Pasmado quedó Mercutio al ver la moderación con que respondía Romeo a los insultos de Teobaldo; pero, al oír sus últimas palabras, subiósele la sangre a la cabeza y sin poder contenerse: —¡Qué extraña cobardía!—exclama rugiendo de cólera y tirando de la espada, —decídanlo las estocadas. Teobaldo, matador de ratones (1), ¿me sigues? —¿Qué me quieres? —Rey de los gatos; solo quiero una de tus nueve vidas (2). ¿Vas a tirar de las orejas a tu espada y sacarla de la vaina? Date prisa, pues de lo contrario, la mia te calentara tus orejas sin darte tiempo para desenvainar. —Soy contigo—dice Teobaldo desenvainando. —Detente, amigo Mercutio, vuelve tu espada a la vaina — dícele suplicando Romeo. —Adelante, hidalgo; enseñadme ese quite—dice por toda respuesta Mercutio. — Saca la espada, Benvolio; separémoslos — dice implorando Romeo.—¡Oíd, Teobaldo!, ¡oye, Mercutio! No sabéis acaso que el príncipe ha prohibido sacar la espada en las calles de Verona. ¡Deteneos, Teobaldo! ¡Mercutio, amigo, detente! En su empeño por separar a los combatientes, hace Romeo un quite, y Teobaldo aprovecha esta coyuntura para dar un golpe mortal a Mercutio, pasando la espada por debajo del brazo levantado de Romeo. Vacila Mercutio y cae en brazos de Benvolio. Teobaldo entonces huye acompañado de sus colegas. —Me han malherido— dice Mercutio.— ¡Mal hayan Capuletos y Montescos! Estoy muerto. Lo peor es que ni siquiera le herí. —¿Te han herido?—exclama Benvolio. —Si; un arañazo, nada más, un arañazo—responde Mercutio, esforzándose en conservar el tono de burla que le es habitual;— pero a fe mía que ya es algo: ¿dónde está mi paje? Ea, patán, tráeme acá un cirujano. —¡Ánimo y no temas, amigo!—dícele cariñosamente Romeo;— la herida no es grave. —No, no es tan honda como un pozo, ni tan ancha como el pórtico de una iglesia—responde Mercutio chanceándose como de costumbre, aunque cada palabra le cuesta un esfuerzo-- pero ya es bastante: si mañana preguntas por mi, verásme tan callado como un muerto: ya estoy escabechado para el otro —Fue buena intención—responde el desgraciado Romeo. —Llévame de aquí, Benvolio, que me voy a desmayar— dice con voz entrecortada Mercutio.—¡Mala landre devore a entrambas casas! Ya soy una gusanera... ¡Mal hayan Capuletos y Montescos! Benvolio ayuda a Mercutio en sus vacilantes pasos y lo saca de allí; al poco rato vuelve. El alma del intrépido y noble Mercutio había ya salido de este mundo. Aquel héroe, aquel jovial y noble camarada había sucumbido víctima de los odios entre Montescos y Capuletos. Celoso de su honor tanto como del de su amigo, habíalo arriesgado todo para defenderle, y presentó cara a la muerte, levantada la frente y con la sonrisa en los labios. Recibida apenas por Romeo la fatal noticia de boca de Benvolio, vieron venir a Teobaldo. Despojándose entonces Romeo de todo sentimiento de piedad, no teniendo otra idea que vengar al amigo, lanzóse furioso sobre el matador. Corta fue la lucha y sucumbió Teobaldo. —Huye, Romeo, no te detengas- exclamó Benvolio;—ya viene el pueblo. ¡Teobaldo es muerto! Si te pillan, el príncipe te condenara a muerte. Espantado, anonadado por el cúmulo de desdichas que le amagaban, alejóse Romeo y desapareció. Llenóse de gente en un instante aquel lugar: a él acudieron el príncipe de Verona, Capuleto y Montesco y otros muchos. A las preguntas del príncipe respondió Benvolio haciendo un relato de todo lo que había sucedido, favoreciendo cuanto pudo a Romeo, cuya falta en realidad de verdad era imperdonable. Refirió Benvolio como Teobaldo había sido el provocador y como Romeo había procurado exhortarle a la concordia trayendo a la memoria del camorrista hidalgo las ordenanzas del príncipe; como Teobaldo había herido a Mercutio al intentar Romeo atajar el desafío y, finalmente, como, muerto Mercutio, había Teobaldo retrocedido y luchado con Romeo, y sin dar tiempo a Benvolio de interponerse para separarlos, Teobaldo había sucumbido y Romeo echado a huir. A pesar de lo cual los Capuletos pedían a voz en cuello venganza. —Benvolio es pariente de los Montescos,—clamaban;—no es pues imparcial; su afecto le impide decir la verdad. Hágase justicia. Romeo mató a Teobaldo; que muera pues Romeo. —Romeo ha muerto a Teobaldo... Es cierto; pero Teobaldo había muerto antes a Mercutio;—responde el príncipe, afligido por la muerte de su sobrino. ¿Quién me indemnizara de la perdida de una existencia para mi tan cara? —¡Oh príncipe!, cualquiera menos Romeo—exclama Montesco;— su falta no ha hecho mas que ejecutar lo que la ley habia de ordenar: la muerte de Teobaldo. —En castigo, pues, queda Romeo condenado a un inmediato destierro—pronuncia el príncipe, resuelto a hacer desaparecer, con aquella medida de rigor, las continuas luchas que sumían tan a menudo en el luto a aquellas dos nobles familias. También a mi me han atormentado vuestros odios; sangre mía han hecho correr vuestras crueles discordias, y así voy a daros un tan severo y ejemplar castigo, que todos llorareis esta muerte. Seré inaccesible a lagrimas y ruegos: no me digáis palabra. Huya Romeo, porque si no huyere, le alcanzará la muerte. No sería clemencia perdonar al homicida. (1) En el antiguo poema francés Roman de Renart, Teobaldo es el nombre del gato. (2) Por un acto de fidelidad al texto ingles ponemos «nueve» y no «siete,» que es el número de vidas que en España y demás países latinos atribuimos al gato, mientras que en los países del N. de Europa se le atribuyen nueve — ( N. del T.). |
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