William Shakespeare

William Shakesperare

Romeo y Julieta

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Consuelos y consejos

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

Consuelos y consejos
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Muy diferente fue la segunda despedida de Romeo y Julieta en el balcón que daba al jardín de los Capuletos, de lo que había sido la primera. En aquella habíase, es verdad, arrancado Romeo, con pena, de aquel lugar; pero era feliz con la esperanza de volver a ver a Julieta al día siguiente; mientras que en esta, todo era incertidumbre y obscuridad. ¿Cuando iban a verse de nuevo los dos amantes?... La alondra, mensajera de la aurora, alegrando con sus trinos la soledad del parque; los rayos de dorada luz, rasgando las brumas del oriente, no infundían sino tristeza en el corazón de los jóvenes esposos, pues les anunciaban la hora fatal de su separación. Embriagada del deseo de retener a Romeo a su lado, loca de terror ante la idea del peligro que corría permaneciendo allí, Julieta, ya le conjuraba a que se quedara, ya a que se diese prisa a partir.

—Vete, vete—suspira por fin,—el día va creciendo por momentos.

Y Romeo añade desesperado:

—¡A medida que crece el día, crece nuestra desdicha!

Mientras esto dice Romeo, llega precipitadamente la nodriza y avisa a Julieta que viene su madre. Romeo no puede ya aplazar por más tiempo el último adiós. Al dirigirle Julieta, desde lo alto del balcón, su postrera mirada, parecióle que a la tenue luz del crepúsculo matutino, el rostro de Romeo tenia la palidez del cadáver tendido bajo la losa sepulcral; y las palabras de esperanza y de temporal despido que parecía oír aún de labios de su amante, no aportaban consuelo alguno a su destrozado corazón.

Julieta empero, no tuvo tiempo para encerrarse en su dolor: aguardábale otra prueba, más cruel aún que la primera.

La señora Capuleto venia entonces a ver a su hija a darle una noticia interesantísima. El conde Paris habla pedido de nuevo su mano, Capuleto se la había concedido, y la boda había de celebrarse tres días después. A los padres no les habla ni siquiera ocurrido consultar el parecer de la hija, pues la señora Capuleto creía que el partido era a pedir de boca y que por lo mismo la noticia de su desposorio serla para ella el mejor lenitivo a la pena que experimentaba por la muerte de su primo Teobaldo.

—Hija mía—díjole;—un apuesto y gentil hidalgo, el noble Paris, te llevará a la iglesia de San Pedro y hará de ti su feliz esposa.

¡Cual no fue la extrañeza de la madre al oir a su hija rechazar enérgicamente tal propuesta de matrimonio!

—¡Por la iglesia de San Pedro y por San Pedro mismo os juro que no va a hacer Paris de mi su feliz esposa! ¿A qué obedece tal precipitación? Por ahora, mi voluntad no es contraer matrimonio, y en todo caso antes me casaré con Romeo nuestro enemigo, que con el conde Paris.

—Aquí está tu padre—replicó la señora Capuleto;—dale la respuesta que quieras.

La negativa de la hija irritó profundamente a Capuleto. Fuera de sí de coraje y sin prestar oído a las súplicas y reflexiones de su hija, acabó por jurar que la obligaría a enlazar con Paris.

—De lo contrario—dijo despechado al separarse de ella, — prepárate para mendigar tu sustento, y te morirás de hambre en la calle; no te reconozco ya por hija mía.

En vano fue que Julieta implorase la ayuda de su madre: ésta, ya fuese por la ira que concibiera, ya por no querer contrariar al marido, rehusó duramente escuchar a su hija, limitándose a decirle:

—Haz lo que quieras; pero no cuentes conmigo.

Dichas estas crueles palabras apartóse la madre para seguir a Capuleto. Herida Julieta en lo más vivo de su amor y aplastada bajo la losa de plomo de su infortunio, ya no le quedaba otro consuelo que su nodriza. Aquella por lo menos comprendía lo injusto y lo imposible de las pretensiones de los padres, pues le constaba el enlace de Julieta con Romeo. «Quizás, pensaba Julieta, hallará una salida.» Fue, pues, a ella, diciendo:

—¿Querida mía, consuélame, dame un consejo en mi aflicción; ayúdame y sácame de este atolladero.

—Ya sabéis —díjole la nodriza,—que Romeo está proscrito, lo cual equivale a decir que no será ya capaz de exigiros fidelidad, y si lo hiciere, será solo con carácter privado. En estas circunstancias, no dudo en aconsejaros como solución muy favorable, que concedáis la mano al conde Paris. Además, ¿que caballero más amable podíais vos escoger por marido?, ¿qué comparación tiene Romeo con él? A decir verdad, creo que será para vos una ventura tomar este segundo marido, ya que aventaja en gran manera al primero. Además, el primero está muerto o como si lo estuviese, ya que esta desterrado tan lejos de vos.

 Así discurría aquella mujer egoísta y vulgar: tales eran los consejos que daba y los consuelos que prodigaba. Julieta la miraba sin pestañear, y no pudo menos de preguntarle en tono solemne:

—¿Me hablas acaso con el corazón en la mano?

—Sí, con el corazón en la mano y del fondo del alma—respondió la anciana;— ¡si no fuese así, malditos sean!

— ¡Así sea!—dijo Julieta.

—¿Qué quieres decir?—pregúntale.

—Nada; que me has consolado maravillosamente, — responde Julieta, con un aplomo inexplicable. Ahora ve a mi madre y dile que habiendo ofendido a mi padre, me voy a la celda de Fray Lorenzo a confesar mi culpa y recibir la absolución.

—Me parece muy bien y que obras con cordura; voy allá — dice la nodriza. Y se aleja, paso a pasito, para llevar el recado.

Julieta no pudo ya contenerse por más tiempo.

—¡Infame vieja!—exclama en un arrebato de justa indignación.—¿Cual es mayor crimen en ti, quererme hacer perjura o mancillar con tu lengua al mismo a quien tantas veces pusiste por las nubes? ¡Mal haya yo, si volviere a consejarme de ti! Sólo el fraile me dará amparo y consuelo o, a lo menos, fuerzas para morir.

No vió Julieta fallidas sus esperanzas con el buen fraile, como las viera con la egoísta nodriza. Pero, la combinación que aquel la sugirió era tan atrevida, que menester fue todo el valor de un alma del temple de Julieta para aceptarla y para llevarla a cabo. Sin embargo, era tan desesperada la situación de Julieta y tan inquebrantable su voluntad de permanecer fiel a Romeo, que la muerte misma escogía antes que consentir en casarse con el conde Paris. Mostróse, pues, pronta a arrostrar los horrores de la muerte a trueque de seguir siendo la esposa legal de Romeo.

Viéndola, pues, Fray Lorenzo en esta actitud tan resuelta, no dudó de exponerle su proyecto. La boda habla de celebrarse dos días después, o sea el jueves próximo. Entregó el fraile una redoma a Julieta, indicándole que bebiese lo que había dentro, al día siguiente al acostarse. Era un enérgico narcótico, que había de obrar en ella dejándola como muerta por espacio de cuarenta y dos horas: había de quedar fría, rígida y pálida como la ceniza y después despertar como de un dulce sueño: así, llegado el día fijado para la boda, al ir a despertarla creerían que estaba exánime, y corno tal y teniéndola por muerta la llevarían, como de costumbre, con la cara descubierta y vestida de sus más ricos atavíos a la antigua tumba de los Capuletos. Romeo, sabedor de todo lo que sucedía, por medio de Fray Lorenzo, iría a Verona, espiarían entrambos el momento en que Julieta volviese en sí y aquella misma noche Romeo se la llevaría a Mantua.

Tal era el plan desesperado que concibiera Fray Lorenzo.

—¡Amor, dame fuerzas!—exclama Julieta.

Y llevando la redoma, se va, con el corazón animado de un valor a toda prueba, mientras Fray Lorenzo se prepara a enviar a Mantua un propio con cartas para Romeo.

Desde la víspera del día señalado para la boda notábase extraordinaria actividad y movimiento en el palacio de los Capuletos. El mismo señor de la casa paso la noche en vela, dando prisa a los preparativos de la fiesta y distribuyendo a cada uno de los indvíduos de la servidumbre su respectiva tarea. Cuanto más se acercaba la hora de aquel solemne acto, mayor era la agitación, y al comparecer los músicos que habla traído el conde Paris para tocar una alborada a su prometida, Capuleto en alta voz dió orden a la nodriza de Julieta que fuese a despertarla y ayudarla a vestir sin pérdida de tiempo.

—¡Ea, date prisa!—le dijo;—entretanto yo hablaré con Paris. Ve aprisa pues, y tráeme al punto a la novia.

Obedeció la nodriza. Va a la habitación de Julieta y entra en ella. ¡Qué silencio y que apacible quietud en todo el recinto! No se oye ni el menor ruido, ni el mas leve movimiento revela la presencia alii de un ser humano. Detrás de las corridas cortinas yace la novia sumida en profundo sueño...

¡Ah solicita y amante nodriza!, exhala ayes de dolor y retuércete las manos de desesperación: llama con voz más fuerte, que la novia no te oye. ¡Oh amante madre!, llora a la hija que abandonaste cuando ella imploraba tu valimiento. ¡Ah desconsolado padre! Muere de dolor por la hija que rechazaste y de la que renegaste.

Vestida con su traje de boda, yace Julieta tendida sobre su lecho, rígida y fría, pálida como la ceniza. Sus blancos vestidos nupciales no aventajan en blancura a su semblante, sus cerrados ojos no sonríen ya al sol que sale radiante por el Oriente. La diminuta redoma ha hecho ya su efecto. A la puerta está de pie el futuro esposo; a los que lloran y sollozan en este fúnebre aposento, paréceles como que haya entrado otro con preferencia y antes que él para reivindicar la novia, y éste es la muerte.

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