William Shakespeare

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La tempestad

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El hijo del rey

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

El hijo del rey
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Próspero, deseando llevar adelante sus planes, mostrábase duro y severo con el joven príncipe de Nápoles e impúsole una pesada tarea, que fue recoger una porción de leños que allí había, y apilarlos. Hízolo así Fernando, y aunque tan duro trabajo le venía muy cuesta arriba, sufríalo todo con paciencia y sumisión por el amor que profesaba a Miranda, y le suavizaba no poco su trabajo el ver cuan afligida se hallaba la hermosa joven al ver la fatiga de su amante.

— ¡Gallardo mancebo, no trabajéis tanto! — decíale Miranda al verle cargado con un enorme leño. — ¿Por qué no ha de caer un rayo y reducir a cenizas todos esos leños? Ea, dejadlos y des cansad; mi padre está ocupado ahora en sus estudios, y es seguro que no vendrá hasta de aquí a tres horas: descansad pues.

— ¡Ah, querida joven! — replica Fernando; — es tan larga la tarea que se me ha impuesto, que, aun trabajando sin des cansar, apenas podré terminarla antes de la puesta del sol.

— Si queréis sentaros — dice Miranda, — llevaré yo entretanto los leños a su sitio; dádmelos que cuidaré de apilarlos.

— Eso no, señora mía; primero se romperán mis nervios y mi espalda cederá, que yo consienta que os ocupéis en tan vil trabajo, estando yo ocioso.

— No me estaría peor a mí que os está a vos, — replica Mi randa;— es más, yo lo liaría aún mejor porque mi corazón me invita a ello, mientras que el vuestro lo repugna. Paréceme que estáis cansado.

— No, amable joven; a vuestro lado las tinieblas mismas de la noche me parecen claro día, — replica Fernando. — Ahora bien, necesito saber vuestro nombre para citarlo en mis plegarias; ¿cómo os llamáis?

— Miranda.

— ¡Encantadora Miranda!.. — exclama Fernando — ¡nombre el más dulce del mundo! Muchas son las mujeres que he visto y tratado, y en muchas de ellas he hallado buenas cualidades, pero ninguna he visto hasta ahora libre de defectos; vos, sin embargo ¡oh amable joven! sois la única perfecta e intachable criatura que salió de manos del Criador.

— Yo no conozco otra mujer en el mundo — dice ingenua mente Miranda. — No he visto otra cara de mujer que la que veo cuando me miro en el espejo; y de estos que se llaman hom bres, no he visto tampoco en mi vida mas que a vos, mi que rido amigo, y a mi padre. No sé a qué deben parecerse los hombres, pero, a decir verdad, no quisiera tener en la vida otro compañero que vos, ni concibo que haya en el mundo otro hombre cuyo semblante me sea tan agradable como el vuestro. Pero ¡ay! ¡que me parece que charlo demasiado y que olvido los preceptos y máximas de mi padre!..

— Pues yo, Miranda, por mi calidad, soy príncipe,— dice Femado, — y a la hora de ésta creo que ya soy rey (¡ojalá no fuera así!). ¡Esto decía suponiendo que su padre había perecido en el naufragio! —Si no fuese por vos — continúa, — no so portaría ni por un momento más esta esclavitud; pero desde que mis ojos os vieron, mi corazón quedó cautivo y rendido a vuestro servicio; sólo por vos me conformo con llevar a cuestas estos leños.

— ¿Es que me amáis?

— Por los cielos y la tierra; os amo, os aprecio y os adoro sobre cuanto se puede amar una cosa en este mundo.

Inúndanse de lágrimas los ojos de Miranda al oír tales palabras, y murmura:

— ¡Pero qué loca soy de llorar por lo que tanta alegría me causa!

— ¿Por qué lloráis? — pregúntale Fernando.

— Porque soy indigna de ofrecer el amor que quisiera daros — responde Miranda, — y menos digna aun de aceptar aquello, que, de no tenerlo, me causará la muerte. Si vos me queréis por esposa, desde luego soy vuestra; de lo contrario, moriré doncella. Podréis renunciar a tenerme por compañera, pero seré vuestra sierva, que queráis que no.

— ¡No será asi! — exclama Fernando postrándose a sus pies; — reina mía, yo seré siempre vuestro esclavo.

— Mi marido, ¿no es así?

— Sí y con un corazón tan ansioso como lo está el del esclavo, por recobrar su libertad; tomad mi mano — dícele Fernando.

— Y vos la mía, y con ella mi corazón. Adiós pues..., hasta dentro de media hora.

— ¡Que me parecerán mil! — exclama Fernando, y se des piden.

Oyendo había estado Próspero desde su habitación el diá logo de la enamorada pareja, y con no menor fruición que ellos al ver lo bien que le salían sus planes. Pero tenía aún mucho que hacer antes de cenar, y así volvió a sus libros.

 

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