William Shakespeare

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La tempestad

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La isla del mago

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

La isla del mago
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Erase una isla perdida allá a lo lejos en la inmensidad del Océano y tan solitaria que no vivían en ella más que cuatro seres: un hombre de edad avanzada, de noble porte y maneras distinguidas, llamado Próspero; su hija Miranda y dos criados, uno de ellos el retozón silfo Ariel y el otro el feroz monstruo Calíbanor.Próspero, además de la ciencia humana, poseía otra más elevada, pues conocía el arte de la magia, pudiendo, con sus sortilegios dominar no sólo a los espíritus de la luz y de las tinieblas, sino también las fuerzas de la naturaleza.

Ningún navegante abordaba a aquellas inhospitalarias pla yas, y desde que a ellas fuera llevada Miranda, no había visto otro semblante humano que el de su padre. Deslizáronse apa ciblemente los días y los años, y Miranda hízose una hermosa mujer, cuando un día desencadenóse una furiosa tempestad en la isla, con grandes rayos y truenos. En lo más recio de la tor menta vióse, en lontananza, una majestuosa nave luchando con tra el furor de las olas y en inminente peligro de zozobrar, pol lo cual Miranda fue; corriendo a decir a su padre que, si había puesto en juego los recursos de la magia para levantar aquella tormenta, la apaciguase cuanto antes.

— Está tranquila, hija mía, — dijo Próspero;-no correrán peligro alguno: todo lo he ordenado en provecho tuyo y he trabajado con tanto tino al provocar este naufragio, que nin guno de los que van en el barco sufrirá el menor quebranto. Hasta ahora hemos llevado una vida monótona y sin inciden tes en este apartado islote, y no sabes aún ni quién eres tú ni si este Próspero con quien hablas, tu padre, es algo más que •el dueño de una mísera y destartalada choza.

— Cosa es ésta que nunca me he parado a averiguar— contestó Miranda.

— Tiempo es ya, hija mía — repuso Próspero, — que sepas todo lo que ignoras. — Y quitándose la mágica capa, hizo sen tar a su hija a su lado y le contó la historia de su vida.

— No creo que tu memoria alcance a los tiempos que pre cedieron a nuestra venida a estas playas: eras muy niña y no puedes acordarte de ello.

— Sí que me parece recordarlo — replicó Miranda; — aun que, habiendo transcurrido tanto tiempo, parece más bien que recuerdo un vago sueño. ¿No es verdad que tenía yo entonces•cuatro ó cinco mujeres a mi servicio?

—Sí, y aun en mayor número — contestó Próspero; — por que has de saber que, doce años atrás, tu padre que te está hablando, era duque de Milán y todo un poderoso príncipe.

— ¡Cielos! — exclama Miranda: — y ¿qué perfidia nos trajo al estado en que nos hallamos? ¿o fue; acaso favorable designio de la Providencia el sacarnos de allí?

— Ambas cosas, hija mía. Perfidia fue; el echarnos de Mi lán, pero obra providencial el ser lanzados a esta isla. Era en tonces Milán el Estado más importante de Italia, y la fama de sus riquezas y esplendor estaba extendida por todo el mundo. Tenía yo tal pasión por el arte y tan grande afición a la ciencia, que me pasaba el tiempo estudiando. Del gobierno y administración del Estado Cuidaba mi hermano Antonio, a quien yo amaba sobre todo lo de este mundo y a quien me entregué en cuerpo y alma; pero ¡ay! en mala hora deposité en él mi confianza: ensoberbecióse y pronto llegó a tenerse por verda dero Duque de Milán. Trabó relación con un mi antiguo ene migo, Alfonso, rey de Nápoles, y por medio del soborno obtuvo su valimiento en contra mía: alistaron un ejército de traidores y, a media noche en la fecha convenida, abrió Antonio las puertas de Milán al rey de Nápoles. En medio de la obscuridad de la noche, se apoderaron de nosotros, arrojándonos precipitadamente. Era tal el amor que me tenía el pueblo, que aquellos villanos no se atrevieron a matarnos, pero nos metie ron en un carcomido barco, sin vela, sin mástil y desprovisto de todo equipo. A la buena voluntad del noble napolitano Gonzalo debimos que pusieran en el barco algunas ricas telas, provisiones de boca, lo indispensablemente necesario para no perecer de miseria, además de algunos libros de valor que yo tenía en mi biblioteca y los que estimaba más que el mismo ducado. En brazos de las olas fuimos traídos a esta isla y en ella hemos vivido hasta ahora: yo he procurado instruirte con tal asiduidad, que me enorgullezco al pensar que sabes más que muchas de las princesas que han tenido doctos precepto res y toda clase de facilidades para su educación.

— ¡Dios te lo premie abundantemente, querido padre! — dijo Miranda. — Ahora, dime, te suplico, ¿cuál ha sido tu intento al provocar esta tempestad?

Respondióle Próspero que en virtud de sus conocimientos de magia había sabido que, por una casualidad, anclaban sus enemigos navegando cerca de la isla, y que si no procuraba con sus artes aprovechar aquel momento favorable, peligraba para siempre su fortuna.

— Y no me preguntes ya más, Miranda, — añadió: — veo que estás cansada; reposa un poco y duerme.

Tan pronto como estuvo dormida Miranda, llamó Próspero al gracioso y retozón trasgo Ariel preguntándole cómo había cumplido el encargo que le confiara.

— Al pie de la letra, señor — respondió el silfo. Y refirió a su amo cómo había estado danzando en forma de errante llama por encima del barco azotado por la tormenta hasta que todo él pareció estar ardiendo y todos los que en él iban, excepto los tripulantes, se hubieron arrojado al mar.

— Pero, dime, Ariel, ¿se salvaron?

— Ni uno solo pereció; sanos y salvos están. Yo me encar gué, según vuestras órdenes, de esparcirlos en grupos por la isla. En cuanto a Fernando, el hijo del rey de Nápoles, yo tomé tierra en su compañía, y ahora se halla, triste y abandonado de todos, en un rincón dé la isla.

—¿Y el barco del rey?— preguntóle Próspero.

—A salvo en el puerto y al abrigo de una profunda cala; los marinos cansados de bregar con la tormenta, duermen en brazos del sueño que yo con un sortilegio les infundí. Las de más unidades de la escuadra, que yo dispersé, han logrado ya reunirse y están navegando en el Mediterráneo. El pasaje regresa a Napoles triste y apesadumbrado creyendo que el barco real naufragó y que toda su tripulación pereció en el mar.

Muy satisfecho quedó Próspero de lo bien que había cum plido Ariel su cometido; pero díjole que había adn mucho más que hacer. Prometióle quesillo iba bien, quedaría dentro de dos días libre del servicio y que de allí en adelante sería dueño de su vida y acciones. Suplicóla Ariel que tomase una nueva forma (la de ninfa del mar) invisible a todos menos a su amo. Obedeció, pues, Ariel y en esta forma acercóse al joven prín cipe de Ñapóles y empezó un suave y dulce canto, diciendo:

Tu padre allí reposa, en lo profundo
de las tranquilas aguas;
sus huesos en coral se han transformado
al beso de ola amarga.
En perlas convirtiéronse sus ojos,
que el mar, todo lo cambia,
bien en joya de mágicos destellos
o en una flor fantástica.

Atraído por estos dulces acentos, cuya procedencia igno raba, Fernando siguió a Ariel sin verle, hasta llegar a la pre sencia de Próspero y Miranda.

Hay que tener en cuenta que Miranda, fuera de su propio padre, no había en su vida visto a hombre alguno, por lo cual, de buenas a primeras ni siquiera sabía lo que era Fernando. Así, pues, preguntó:

— Padre, ¿es esto acaso un espíritu?

—No, hija mía, no; es un hombre de carne y hueso con sus cincos sentidos, como yo mismo: este apuesto mancebo es uno de los que escaparon del naufragio, y si no fuese porque la hermosura y la gracia de su semblante están algo marchitos a causa de los sufrimientos, quedarías absorta contemplando su belleza. El infeliz perdió a sus compañeros y va de acá para allá buscándolos.

— ¡Verdaderamente su aspecto es divino — repuso Miranda, entusiasmada, — yo no había visto jamás cosa tan encantadora!

Fernando, a su vez, estaba encantado al contemplar a Miranda y aseguró, desde luego, que si aquella joven no tenía otro amor, él la haría reina de Ñápoles.

Muy contento estaba Próspero al ver el curso que seguían los acontecimientos, pues nada le gustaba tanto como el amor de la juventud; pero temiendo que una presa hecha tan a poca costa, con la misma facilidad se le escapase de las manos, él mismo puso algunas dificultades a fin de cimentar más y más el éxito de su empresa. Fingió creer que Fernando no era real mente el hijo del rey, sino más bien un espía y que como a tal le iba a cargar de cadenas y que no le daría a comer sino man jares groseros y desabridos. En vano se interpuso Miranda, rogando a su padre que no quisiese tratar al joven príncipe; con tal dureza: Próspero púsole silencio y mandó ásperamente a Fernando que le siguiese.

Indignóse naturalmente el príncipe en vista de tan injusto trato y, en un arrebato de cólera, tiró súbitamente de la espada desafiando a Próspero. Echóle éste un sortilegio y el joven que dó yerto y sin vigor en sus miembros, como herido por un rayo»

— ¿Qué es esto, traidor? — increpóle duramente Próspero: — envaina de nuevo tu espada.

Comprendió entonces Fernando que le asistía un poder superior y que era inútil toda resistencia; túvose, empero, por dichoso al considerar que las amarguras de su cautiverio se en dulzarían con la felicidad de poseer a aquella joven que tanto había abogado por él; depuso, pues, su actitud y obedeció a la orden que le dio el mago de seguirle.

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