William Shakespeare

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La tempestad

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Los náufragos

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

Los náufragos
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Entretanto, en el lado de allá de la isla, andaban errantes los pasajeros que a nado escaparon del naufragio.

Allí se hallaban Alonso, rey de Nápoles y su hermano Sebastían; Antonio el usurpador del ducado de Milán; Gonzalo, el prudente y anciano consejero del rey de Nápoles, con Adrián y Francisco, dos de sus caballeros.

Rendidos por la fatiga cayeron todos, excepto Sebastián y Antonio, en un profundo sueño. Antonio, no contento con haber arrojado a su propio hermano del ducado de Milán, incitaba ya a Sebastián a hacer traición al hermano del rey de Nápoles: decíale que Fernando el hijo de éste, había de seguro perecido en la tormenta, que su única hermana Claribel estaba casada allá en tierras de África: — en realidad de verdad, de aquella boda regresaban al sorprenderlos la tormenta en aquella isla: — no había, pues heredero directo del trono de Nápoles. Antonio aconsejaba a Sebastián que usurpase el reino como él había hecho con el de Milán. Insinuábale cuan fácil cosa fuera dar muerte al rey Alonso, en aquella ocasión en que es taba durmiendo, y de hecho ofrecíase a ejecutar él mismo la hazaña, indicándole que Sebastián a la misma hora podría acabar con el fiel consejero Gonzalo. Los otros caballeros no opondrían resistencia, sino que antes, al contrario, obedecerían a cuanto se les propusiese.

Sebastián hubiera caído facilísimamente en el lazo y coad yuvado a tan inicuo plan, a no haber sido por Ariel, quien en forma invisible se acercó a ellos en el preciso momento en que los traidores desenvainaban sus espadas para dar muerte a Alonso y Gonzalo y despertó al segundo cantándole al oído unas palabras qua le advirtieron del peligro que corrían.

— ¡Salven al rey los buenos ángeles! — exclama Gonzalo, y a este grito despierta Alonso.

— ¡Ea, ea, despertad! — grita el rey. — ¿Cómo es que tenéis vuestras espadas desnudas? ¿Por qué miráis tan azorados?

— ¿Qué pasa? — añade Gonzalo, medio dormido aún.

— Nada — responde Sebastián, mintiendo con gran sereniodad; — estábamos tan tranquilos, velando vuestro sueño, cuando se oyó de repente un sordo rumor como de mugidos de bueoyes, o mejor, rugido de leones. ¿Acaso no fué esto lo que os despertó? A mí me hirió terriblemente los oídos.

— No he oído nada, — responde el rey.

— Y a fe, que fue un ruido espantoso, capaz de aterrorizar a un monstruo; parecía algo así como un terremoto, — dice Antonio. — Sin duda que era una manada de leones rugiendo de hambre.

— ¿Tú también lo oíste, Gonzalo? — pregunta el rey.

— A fe mía, señor, que oí un sordo ruido, algo muy extraño y raro que me despertó. Yo quedé sobresaltado, señor, y os sacudí para que despertaseis y eché a gritar: al abrir los ojos, vi sus armas; cierto que se oyó tal ruido, que corrimos serio peligro. Estemos, pues, a la mira, o mejor, abandonemos este sitio: desenvainemos la espada.

— Ea, pues, vamonos de aquí; — dice el rey. Vamos de nuevo en busca de mi pobre hijo.

—¡Guárdele Dios de tan feroces bestias! — exclama Gonzalo; — pues tengo por cierto que esiá en esta isla.

— Vamos en su busca, — repite Alonso.

— Próspero, mi señor, sabrá lo que he hecho — dice Ariel, mientras Alonso y sus compañeros se ponen en camino. — ¡Ve, oh rey, ve en busca de tu hijo; que no dejarás de hallarle!...

 

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