William Shakespeare

William Shakesperare

Otelo

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El único recurso

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

El único recurso
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En el tempestuoso proceso de sus celos había, es verdad, Otelo llegado a pronunciar sentencia de muerte contra su esposa; pero ardía en su corazón, inextinguible el fuego de la pasión hacia ella y no podía apartar de su pensamiento la idea de los encantos y belleza de Desdémona: ello naturalmente contrariaba los planes de Yago, por lo cual, temiendo éste que Otelo volviese atrás y que no se llevase a término la venganza, no perdía ocasión de avivar su resentimiento contra Desdémona. Recordaba insidiosamente al moro las palabras que Brabantio le dijera al partir de Venecia, y sugeríale que si Desdémona había logrado engañar a su padre ocultándole su afecto hacia Otelo, de la misma manera podía ser que ocultara a su marido el amor que profesase a otro cualquiera.

—No, no puede vivir...— decía Otelo:— mi corazón se ha convertido en piedra; al golpearlo me lastimo la mano...

Después, como desdiciéndose, exclama:

— ¡Ah!, ¡no hay en el mundo criatura más divina!...

— Esto no hace al caso— replica Yago contrariado.

—No digo sino lo que ella es-dice Otelo;— tan diestra en manejar la aguja, tan inspirada artista musical, que con su canto amansaría las bestias feroces. ¡Una inteligencia tan clara, una imaginación tan fecunda!...

— Todas estas cualidades la hacen más culpable.

— ¡Oh!, mil y mil veces mas culpable— repite Otelo. —

Y además, ¡de tan noble cuna! — añade el Moro pensativo.

— Ciertamente; demasiado noble — replica Yago con sardónica risa.

— Es verdad,... y, sin embargo, ¡que compasiva, Yago!, ¡qué compasiva!

Pero lo mismo hubiera sido pedir compasión al tigre que acecha el momento de saltar sobre su presa. Yago no conocía la clemencia: su único ideal era satisfacer su venganza. «Que Otelo se decida a quitar la vida a Desdémona (decía para sí), que en cuanto Casio, de mi cuenta corre.»

Emilia, la mujer de Yago, era toda de su joven ama. De carácter franco y leal sabía hablar con energía y sin rodeos; por lo cual, al ver los celos y violencia de Otelo y como iban cada vez en aumento, declarole francamente que sus desconfianzas eran injustificadas. Pero ¿qué eficacia habían de tener ante Otelo sus razonamientos, si por otro lado veíase apretado por las pérfidas insinuaciones de Yago? Persuadido estaba Otelo de que la candidez y simplicidad de su mujer no eran sino una máscara con que encubría su fina y sutil hipocresía, y creía cumplir un sagrado deber sacándola de este mundo para que no pudiese en adelante engañar a otro.

Aquel mismo día al hablar a su esposa, usó de términos tan extraños y en tono de amenaza tal que Desdémona quedo sobrecogida de horror.

— De rodillas os pido que me digáis qué significa este lenguaje — dícele con el corazón transido de pena: — veo que vuestras palabras respiran cólera y furor, pero no comprendo el alcance de ellas; sedme explícito.

Responde Otelo con un torrente de terribles acusaciones que desconciertan a Desdémona sumiéndola en la más horrorosa de las inquietudes: después abandónala bruscamente, procurando Emilia en vano consolarla. Aquella excelente mujer indignada por la vergonzosa conducta de Otelo declara paladinamente en presencia de Yago, que el moro es sin duda juguete «de algún bribón redomado o de algún infame detractor».

— ¡Oh Cielos! — exclama, echando chispas de sus ojos, — ¿por qué no quitais la mascara a esos criminales?, ¿por qué no tomáis en vuestras manos un látigo para azotar a esos monstruos de iniquidad, haciéndoles andar errantes y desnudos de oriente hasta occidente?

Mal estómago había de hacer a Yago la invectiva de Emilia, y así tratola de estúpida y le impuso silencio. Después al llamarle Desdémona para que le dijese que le parecía que le tocaba hacer para recobrar la benevolencia de Otelo, disuadiola Yago de su intento tranquilizándola con que era un exceso de mal humor de Otelo, en lo cual no poca parte tenían los negocios del Estado que le atormentaban, y naturalmente se desahogaba con ella.

Alguna apariencia de verdad tenía aquella explicación, pues acababan de llegar de Venecia unos enviados extraordinarios con orden de que saliese Otelo de Chipre y le substituyese Casio en el gobierno de la isla.

Comprendió Yago con esto que si quería sacar de en medio a Casio, era cosa de no perder tiempo, pues a él tocaría salir de Chipre, junto con todos los demás del séquito de Otelo. Determinó, pues, valerse de la cooperación de Rodrigo, cuya. debilidad de carácter era un dócil instrumento en sus pérfidas manos: sugiriole la idea de darle muerte aquella misma noche. aprovechándose de la obscuridad. Pero fracasó la tentativa,. pues Rodrigo no hizo mas que herir a Casio, quedando el, en cambio, gravemente herido. Los enviados de Venecia que pasaban casualmente por la calle, teatro de aquella sangrienta escena, al oir los gemidos, paráronse para auxiliar a las víctimas, pero la noche era demasiado obscura para distinguir quienes eran. Al mismo momento acudió Yago, llevando una antorcha, y al ver herido a Rodrigo y temiendo que al ser llamado éste a declarar confesase la parte que Yago había tornado en el complot, le remató traidoramente con una puñalada. En cuanto a Casio se le atendió con cuidado y se le curaron las heridas.

Aquella noche, mientras Desdémona se disponía a acostarse fue presa de una extrana melancolía. Emilia, su camarera, procuró distraerla con alegre e interesante charla; pero Desdémona no podía sacudir los tristes pensamientos que invadían su mente.

— Mi madre tenía una muchacha de servicio, llamada Bárbara— decía Desdémona entre dientes:— estaba enamorada, y su amante, en un ataque de locura, la abandonó. Bárbara sabia una canción, «la canción del sauce», leyenda antigua, pero que respondía admirablemente al destino de la infeliz, y murió cantando dicha canción. No puedo desterrar de mi espíritu esta noche la canción del sauce.

Mientras Emilia la ayudaba a desnudarse, Desdémona empezó a cantar con dulce y plañidera voz:

A la sombra sentada
Del sicomoro lánguido,
La doncella cuitada
Exclama en su deliquio:
Cantad al sauce umbrío.

Con mano oprime ansiosa
Su corazón, su cara
Inclina temblorosa
Y dice en su deliquio:
Cantad al sauce umbrío.

A sus pies juguetea
Manso arroyuelo límpido
Que su espíritu recrea
Y dice en su deliquio:
Cantad al sauce umbrío.

De sus hinchados ojos
Saltan dulces lágrimas
Que al mármol dan enojos,
Y dice en su deliquio:
Cantad al sauce umbrío.

Cantad, cantad al sauce de color esmeralda,
Con sus lánguidas ramas tejedme una guirnalda.
No culpéis a mi amante si desfogó su ira,
Pues le disculpa ansiosa la que por él suspira.

— No es esto lo que sigue... Emilia ¿qué es esto? ¿quién llama?

— Nadie, señora; es el viento.

Pone Desdémona, un instante, el oído atento, y vuelve a su canción:

A mi amante he llamado
Engañador impío;
¿Sabéis que ha contestado?
Cantad al sauce umbrío.

La voz de Desdémona va languideciendo y calla por fin Emilia termina su tarea; despídela Desdémona, deseándole una buena noche, y ya sola, cierra sus atribulados ojos y se duerme.

Aquél era el momento escogido por Otelo para poner por obra su tenebroso plan. Entra y, al ver a su bella y joven esposa descansando en brazos de un tranquilo e inocente sueño derrítesele el corazón en un deliquio de amor y compasión! Inclínase hacia ella y le da un tierno beso. Sin embargo, aquella emoción es pasajera: asalta de nuevo su espíritu la idea del móvil que le induce a la premeditada acción, y su corazón vuelve a su primitiva dureza. Su alma se ve invadida por una nueva y arrolladora ola de celos; toma las almohadas y ahoga con ellas a Desdémona, hasta parecerle que su vida se ha extinguido.

Óyese entonces resonar un violento golpe en la puerta: es Emilia que llama, pidiendo para entrar.

Otelo se para y reflexiona:

-¿Qué voy a hacer ahora? si entra, querrá sin duda hablar con ml mujer. ¡Mi mujer!... ¡mi mujer!... ¿Qué mujer si ya no tengo?... ¡Oh terrible e insoportable momento! ¡Oh pensamiento abrumador!

Y echa Otelo un sordo gemido, tapándose con las manos el rostro.

Y vuelven a llamar: oyese la voz de Emilia que dice:

— Señor, necesito deciros una palabra.

Otelo entonces corre la cortina de la cama y abre.

Emilia, presa de viva agitación, llevaba a Otelo la noticia de la muerte de Rodrigo; mientras hacía el relato del suceso, llama su atención un extraño gemido: reconoce la voz de su señora y adelántase precipitadamente hacia el lecho, descorriendo la cortina.

-¡Socorro; socorro!... ¡Oh señora, hablad! ¿qué tenéis?¡Desdémona! ¡Oh amable Desdémona, señora mía! ¿Qué os pasa?

-Muero inocente— responde Desdémona.

— ¡Oh! y ¿quién ha cometido esta maldad?

-Nadie; yo misma. ¡Adiós! Despídeme de mi buen marido. ¡Adiós!

Y su encantadora alma vuela en un suave suspiro.

Dijo en seguida Otelo que no era verdad lo que dijera Desdémona, pues él era quien le había dado muerte. Volvióse contra él Emilia, en un arrebato de furor y desprecio; pero calmóla él explicándole las razones que había tenido para obrar de aquella manera y diciéndole que Yago era quien se lo había revelado todo. No pudo Emilia dar fe a semejante atrocidad: corrió a pedir socorro, y al acudir los oficiales, y entre ellos Yago, échale en cara lo que Otelo acababa de decide.

— Díjele lo que yo pensaba— responde cínicamente Yago,— y jamás afirmé, ni di por cierta cosa alguna que él no reconociese ser justa y verdadera.

—Pues valiente mentira has dicho; odiosa e infernal mentira; por mi alma, que has mentido criminalmente — díce Emilia desconcertada. En vano intenta Yago ponerle silencio; ella proclama a voz en grito la villanía de Yago.

Entonces y sólo entonces empieza Otelo a comprender que ha sido víctima del engaño. Sin embargo, una cosa queda en pie, como justificante cierto; el pañuelo, el precioso recuerdo de Otelo y que Desdémona diera a Casio.

— ¡Oh estúpido Moro!— exclama Emilia.— El pañuelo de que hablas, yo lo hallé casualmente y lo di a mi marido, porque varias veces y con repetidas instancias me había pedido que lo sustrajera... ¿Cómo se entiende que digas que ella lo regaló a Casio? Nada de esto. Yo fui quien lo halló y yo quien lo dió a mi marido.

— ¡Mientes!— dícele Yago.

— Al cielo por testigo, que no miento: yo no miento, señores.

Enfurecido por lo que decía su mujer, intento clavarle el puñal, pero escapó ella de su alcance, pues los oficiales allí presentes la defendieron. Lánzase de nuevo contra ella, espada en mano, y cae herida.

— Ponedme al lado de mi señora— dice.

Y allí, al lado de su señora, expiró a los pocos minutos cantando la balada del sauce y protestando hasta su último suspiro de la inocencia de su señora.

Verdaderamente todo había terminado para Otelo; no le quedaba mas que un estéril remordimiento que roia su corazón.

— ¡Oh Desdémona, Desdémona! ¡Muerta estás! — Este era el grito desgarrador que resonaba en la fúnebre estancia.

Pero ya no había remedio. Inútiles eran las torturas de su amor y su pena; vanos sus lamentos; vanas y estériles sus lágrimas; vano el amargo desprecio con que censuraba a su alma criminal.

Fría, fría, pálida y en la quietud de la muerte, reposaba su bella y joven esposa; ya no oía las voces de la tierra; su última sonrisa había quedado helada en sus mudos labios.

A Otelo se le había ya quitado el mando de la isla y éste estaba en manos de Casio. Pero poco le importaba esto a Otelo; sus sueños de humana ambición se habían ya desvanecido. Al retirarse los oficiales de la cámara mortuoria, llevándose prisionero a Yago, parólos Otelo con un ademán imperioso.

— Deteneos — dice: — dos palabras antes que os vayáis. Algunos servicios, bien lo sabe todo el mundo, he prestado a la nación; pero no hablemos de ello. Una cosa os pido: en vuestras cartas, cuando hagáis el relato de los acontecimientos que acaban de tener lugar, hablad de mi con toda verdad; pintadme tal cual yo soy; no atenuéis la gravedad de los hechos, pero no añadáis cosa alguna que la malignidad pudiese sugeriros. Decid de Otelo que fue un hombre que amó con poca discreción, pero con gran ardor; que no se dejó arrastrar fácilmente a los celos, pero que poseído de ellos, sufrió todas sus amarguras y llegó a todos los excesos. Decid que, a semejanza del indio incivilizado, echó lejos de sí una perla de más valor que toda su raza entera... Escribid esto y añadid que una vez hallándome en Alepo, al ver que un inicuo turco, con turbante en la cabeza, golpeaba a un veneciano e insultaba al Estado, le apreté la garganta como a un inmundo perro y lo maté... así.

Diciendo estas palabras, atravesóse el corazón de una puñalada. Con lánguido paso arrastróse hasta el lecho y cayó muerto sobre el cadáver de Desdémona.

—Antes de matarte te besé— murmura exhalando el último suspiro:— no me quedaba otro recurso; matarme y morir pegando mis labios a los tuyos.

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