Feliz encuentro en Chipre |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Feliz encuentro en Chipre |
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Con rumbo a Chipre navegaba la escuadra a las órdenes del almirante Otelo, cuando se levantó una furiosa tempestad que dispersó las galeras y apartó de su curso la nave capitana, de manera que Desdémona llegó a la isla antes que su marido. Casio, ayudante de Otelo, que llegara antes que Desdémona, había hecho a los chipriotas, grandes alabanzas de la esposa del general, poniendo en las nubes su hermosura y sus prendas naturales; al saber, pues, que la nave en donde iba Desdémona, acababa de tomar puerto sana y salva, faltóle el tiempo para acudir a dar la bienvenida a la joven esposa, tributándole una recepción entusiasta. — ¡Ved, cómo ha desembarcado el tesoro del barco, la flor y prez de la república veneciana!— exclama Casio al ver a Desdémona, acompañada de Yago, la esposa de éste Emilia, Rodrigo y su gente de servicio: — salud, noble señora; que el favor del cielo os preceda, os siga y os acompañe a dondequiera que vayáis. — Gracias, valeroso Casio, responde Desdémona, ¿qué nuevas hay de mi señor Otelo? —No llegó todavía— responde Casio;— pero según tengo entendido, está bien y llegará en breve. Aun hablaba Casio, cuando los cañones de la ciudadela anunciaron con su estampido la llegada de un barco amigo. Yago observaba todos los movimientos de sus víctimas, como una araña que ha envuelto en su tela a un insecto; con sus miradas devoraba a Desdémona y a Casio que departían alegremente; espiaba su inocente charla y acechaba los mas imperceptibles gestos del oficial, mientras él se inclinaba delante de Desdémona o le enviaba galantemente un beso. — ¡Ah! ¡sonríele!...— decía Yago para sus adentros refiriéndose al inexperto Casio;— si estos galanteos han de removerte de tu cargo de ayudante, más te valiera no cansar tus tres dedos con tus fatales besos... ¡Muy bien, muy bien! ¡encantador beso!... ¡muy bien! ¡galante cortesía!... Así iba el pérfido Yago regodeándose maliciosamente al contemplar la ceremoniosidad de Casio, de la cual él tan buen partido había de sacar después para dar visos de verdad a cuanto inventaría de acusación contra aquel mancebo. Entretanto la nave capitana había atracado: saltó de ella Otelo, y su alegría al encontrarse con su amada esposa excedió toda comparación. — ¡Qué feliz fuera yo, si pudiese morir ahora mismo! — exclama Otelo, sospechando que jamás el ignoto destino le había de deparar un instante tan colmado de pura alegría y contentamiento. — ¡Ea! vamos al Castillo. Amigos míos, nuevas traigo y muy faustas que comunicaros (dice volviéndose a los demás); no hay que pensar ya en la guerra; las naves turcas han ido a pique. Y mis antiguos amigos de esta isla, ¿qué tal están?... ¡Vamos, Desdémona! justamente podemos exclamar: ¡feliz nuestro encuentro en Chipre! Para celebrar dignamente la fausta noticia de la destrucción de la flota turca y festejar la boda del nuevo gobernador, hizo anunciar Otelo públicos regocijos y se invitó a todos los habitantes de Chipre a divertirse y holgar de cinco a once de la noche. Designóse aquella noche a Casio para hacer la guardia, y Yago vió en esta disposición una oportunidad, que ni buscada, para dar el primer paso en su obra de venganza, haciendo incurrir al inexperto oficial en algo que menoscabase su honor. Sabía muy bien Yago que Casio era flaco de cabeza y que una pequeña cantidad de vino, que en otro no hubiera hecho la menor mella, bastaba para excitarle haciéndole armar camorra con el primero que hallaba. Determinço, pues, hacerle beber algo más de lo justo, y después Rodrigo se encargaría de mover bronca, ya levantando demasiado la voz, ya mofándose de su observancia de la disciplina militar, ya de otra manera, según se brindara a ello la ocasión. Casio fácilmente excitable, saldría de sus casillas, llegando hasta pegar a Rodrigo y la reyerta crecería hasta convertirse en motín y todo Chipre se sublevaría, dando esto lugar a la destitución de Casio. Al entrar, pues, Casio en la sala del castillo para hacerse cargo de la guardia de noche, acogióle Yago con grandes muestras de regocijo, instándole cordialmente a que tomase parte en el banquete que ofrecía a Montano, gobernador dimisionario y a otros hidalgos, que cifraban su dicha en brindar a la salud de Otelo. Casio, conociéndose a sí mismo y su propia debilidad, rehusó al principio, diciendo: —No; esta noche no, amigo Yago. Soy en extremo flaco, y mi cerebro se resiente muy pronto de los efectos del vino: mucho me holgaría que buscases otra manera de agasajo con que obsequiar a los amigos. — Vamos, que se trata de amigos de confianza — insistió Yago,— una copa, nada más que una copa. Ea, que voy a brindar a tu salud. Respondió Casio que con sola una copa que había apurado aquella noche y aun de vino bastante aguado, sentía ya sus desastrosos efectos: es una calamidad mi gran flaqueza en este punto, y no es justo que la ponga de nuevo a prueba. — Vamos, hombre, vamos; que es noche de holgorio — dícele Yago, tentándole;— se trata de complacer a los oficiales. — ¿Dónde están?— pregunta Casio, empezando ya a ceder de su firme resolución. — Aquí, a la puerta; hacedlos entrar, os lo suplico— dice Yago. —En fin, consiento aunque muy a pesar mío— dice Casio, y llama a los invitados de Yago. A su vuelta, al poco rato, acompañado de tres o cuatro bulliciosos oficiales, que ya habían hecho sobrada broma, el infortunado y débil Casio había ya caído en la trampa consintiendo en apurar con ellos una segunda copa. No perdió Yago el tiempo, y procuró excitarle mas y mas ofreciéndole mas bebida y entonándole este alegre cantar: Y suene la campana al raudo viento, — ¡Excelente copla! — exclama Casio. Y Yago pónese a cantar otra «aun más exquisita» que la primera. El tiempo se deslizaba tan alegremente para aquellos joviales militares, que al darse cuenta el joven ayudante de cuan ligeramente había descuidado sus deberes, abandonando la guardia, era ya muy entrada la noche y en su cabeza ya no acertaba a coordinar las ideas, pues los vapores del vino se la habían enturbiado. Al salir Casio, tomó Yago ocasión del hecho para censurarlo e inspirar en los camaradas una desfavorable impresión acerca del joven lugarteniente: dioles hipócritamente a entender cuanto lamentaba que un tan bravo militar tuviese sobre sí la mancha deshonrosa de la intemperancia y añadió, mintiendo a mansalva, que Casio no se acostaba jamás sino medio bebido. Era ésta una solemne falsedad, pero que fue creída por todos los hidalgos de Chipre. Observó Montano que era lástima que Otelo no estuviese enterado de la conducta de su ayudante: — Será que no ve su modo de obrar, o quizá su buen natural hace que no vea sino las virtudes de Casio, cegándole para que no se de cuenta de sus defectos — dice Montano; — pero no deja de ser un grave inconveniente que el noble Moro tenga confiado un cargo tan importante como el de lugarteniente, a un indíviduo seducido por un vicio tan degradante e inveterado. Creo que no debemos permitir que lo ignore por mas tiempo. — Eso no — responde con hipocresía Yago; no lo haré ni por la posesión de toda esta bella isla. — Amo demasiado a Casio, y mi gozo fuera poderle curar de este torpe vicio. Pero... ¿qué es ese ruido que oigo?... se oyen voces de ¡socorro, socorro!» Sin darles tiempo para salir, entra bruscamente Casio, corriendo a la zaga de Rodrigo a quien alcanza y golpea fuertemente. Interviene Montano en defensa de Rodrigo; Casio se vuelve entonces contra el ex gobernador, desenvainan ambos la espada, y Montano es herido. Entretanto Yago había mandado a Rodrigo que saliese a gritar alarma en la ciudad, incitando a la gente al motín y procurar el mayor desorden posible, mientras él se asociaba a la revuelta, gritando y sembrando el pánico por doquiera, contribuyendo así a aumentar la confusión, en vez de restablecer el orden. Compareció rápidamente en la escena Otelo, y gracias a su prontitud y resolución quedó al instante sofocado el tumulto. Exigió entonces una explicación, y nadie parecía dispuesto a darla, por lo cual, dirigiéndose a Yago, le dice: — Honrado Yago; aunque tu semblante revela el profundo disgusto que te embarga, dime ¿quién empezó este tumulto? Por nuestra amistad, te mando que me lo digas. Masculla Yago unas confusas palabras, que no pueden menos de desconcertar al general. Casio, interpelado también, y ya completamente sereno, responde sencillamente: — Os ruego que me excuséis, no puedo hablar. Montano, por su parte, afirma que no se siente con fuerzas para hablar, y dice solo: — Yago, vuestro ayudante os dará cuenta de todo: por mi parte no creo haber dicho o hecho cosa alguna que desdiga de un caballero. Empezaba ya Otelo a perder la paciencia, y comprendiendo la gravedad de tales desóordenes en las críticas circunstancias por que atravesaba la isla, mandó breve e imperiosamente a Yago que le dijese cómo había empezado la riña y quien era el que la había provocado. Disimulando con una aparente repugnancia su secreta satisfacción, tomó Yago la palabra. Hizo un relato de cuanto había sucedido, procurando hacer resaltar que estaba ajeno al verdadero motivo del hecho y más bien parecía ostensiblemente preocupado para disculpar a Casio. La sentencia de Otelo fue breve y rigurosa. — Veo claramente, Yago— dice Otelo,— que tu lealtad y tu afecto hacia el amigo y compañero, te hacen atenuar el hecho para disminuir la culpabilidad de Casio. Y dirigiéndose a Casio, le dice: — Casio, ya sabes cuánto te quiero: a pesar de esto, no te contaras ya mas en el numero de mis oficiales. Al retirarse Otelo, acompañado de los demás caballeros, viendo Yago a Casio pasmado como si le hubiese tocado un rayo, acércasele y le pregunta si está herido. —Sí, y sin esperanza de remedio, — responde tristemente Casio. — ¡Pardiez, que no será así; Dios no lo quiera! — exclama Yago sobresaltado. — ¡Reputación, reputación, reputación! — gime Casio: — ¡ah!, ¡he perdido mi reputación, lo único que me podía inmortalizar! ¡Mi reputación, Yago, mi reputación! —Tan cierto como las tinieblas de esta noche, que creía yo que estábais herido— replica Yago, con maliciosa chanza:— no hayáis pena por esto: las heridas de la reputación son de menor transcendencia que las corporales. No os faltara ocasión de probar vuestra honradez y recobrar el favor del general.. No habéis de hacer sino implorarlo y lo obtendréis sin dificultad. — No, sino su menosprecio ha de solicitar quien ve la confianza de un tan excelente jefe burlada por un tan ligero oficial bebedor e imprudente— replica Casio compungido. —El embriagarse una que otra vez en la vida, no es suficiente para dar al traste con una reputación, y cualquiera puede tener ese desliz. Lo que habéis de hacer es lo siguiente. El general de los ejércitos venecianos no es actualmente Otelo, sino su mujer; quiero decir que Otelo está tan prendado de las gracias y virtudes de ella, que le está completamente sometido y no piensa ni obra sino por su cabeza y sus manos. Id pues a ella, Hamad a su compasivo corazón, confesadle vuestra debilidad e implorad su ayuda. Ella es tan generosa, tan benévola, tan servicial, que accederá a vuestros ruegos creyendo cumplir con un deber. Mi fortuna apuesto a que después de esta ruptura con Otelo, si esto hiciereis, estaréis en mayor privanza con él que antes. — ¡Pardiez, que me dais un buen consejo!— exclama Casio. — Por la sincera amistad que os profeso lo hice y con la mejor intención en favor vuestro. — Lo creo— dice Casio,— y os lo agradezco. Mañana mismo, a primera hora, iré a postrarme a los pies de la virtuosa Desdémona y la pediré que tome mi causa por suya. Reíanse los huesos al traidor, viendo lo bien que se desarrollaba el plan que premeditara. Bien lo sabia él: el mismo ardor con que abogaría Desdémona seria un nuevo pábulo al fuego de los celos de Otelo. Con la generosa bondad, pues, de aquella amable criatura iba a tejer Yago la red que había de envolver pronto a todos. |
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