William Shakespeare

William Shakesperare

Otelo

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El paņuelo de bolsillo

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

El paņuelo de bolsillo
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Conforme con su determinación presentóse, a la mañana siguiente Casio a Desdémona, la cual se encargó del asunto con todo el afecto de su bondadoso corazón, prometiendo jovialmente no dejar en paz a su marido hasta obtener el perdón del oficial. En aquel mismo momento entraba Otelo, y Desdémona suplicó a Casio que no se fuera, sino que se quedara para que pudiese oir lo que ella decía a su esposo; pero el joven oficial, demasiado avergonzado para arrostrar la presencia de su general, rehusó quedarse allí y huyó precipitadamente. La ocasión era de lo más favorable para sembrar en el corazón del Moro los primeros gérmenes de sospecha contra su esposa, y, en efecto, no la desperdició Yago: haciendo del distraído exclamó:

— ¡Ah, no; esto jamás!

— ¿Qué dices? — pregunta Otelo.

— Nada, señor; es que...— responde Yago,— con cierta turbación como si se arrepintiese de haber hablado imprudentemente.

— ¿No era Casio el que estaba ahora mismo con mi mujer? — pregunta Otelo.

—¿Casio, señor?— repite Yago, como sorprendido;— no, a fe mía; no puedo creer que Casio huyera como quien obra mal, al veros venir.

— Pues, me parece que era él— persiste Otelo.

En aquel mismo instante sale Desdémona a recibir a Otelo, y le dice:— Ah, sñoror, acabo de hablar con uno que vino a pedir mi mediación, un infeliz que gime bajo el peso de vuestra indignación.

— ¿Quién es?

— Vuestro lugarteniente Casio — responde cándidamente Desdémona.

Y empieza a interceder por el culpable con una elocuencia nacida de un corazón sencillo y bien intencionado. Pero la observación de Yago había turbado la serenidad de Otelo.

— ¿Era el que acaba de salir, no es verdad?— pregunta Otelo sacudidamente.

— Ciertamente y el pobre esta tan abatido que me ha dejado también a mí en cierta manera afligida y sufro de verle en tal estado. Ea, compadécete de él, amor mío, y admítele de nuevo a tu servicio.

— Ahora, no, Desdémona; más tarde, veremos.

—¿En breve, no es verdad?— replica Desdémona.

— Lo más pronto que pueda, mi amor y por respeto a ti— dice Otelo con mayor blandura.

— ¿Esta noche a la hora de cenar?

— No, esta noche no.

— Entonces ¿mañana?

—Mariana no comeré contigo— responde Otelo; — tengo una cita en la ciudadela con los capitanes.

— Bueno, pues mañana por la noche, ¿eh?, o el martes próximo por la mañana, a mediodía o por la noche, o, lo más tarde, miércoles por la mañana. ¡Ea, Otelo!, dime de fijo cuando será y que no pase de tres días— insiste Desdémona en tono meloso y acariciando a su marido. Y prosigue intercediendo por el atribulado mancebo, con una tan persuasiva dulzura, que Otelo no puede ya resistir más, y acaba por decirle:

— No me importunes más. Que venga cuando quiera, no puedo negarte cosa alguna que me pidas.

Y al retirarse Desdémona, satisfecha de haberle arrancado la promesa del perdón para su favorecido, exclama Otelo en un arranque de tranquila confianza y de infinito afecto:

— ¡Ah, piérdase mi alma, si no te amare! Si alguna vez dejo de quererte, quedo sumido en un profundo caos.

La situación había cambiado totalmente, y todo hubiera quedado arreglado, si no hubiese estado allí Yago, pronto siempre a verter su veneno en el inquieto corazón del Moro. Con una diabólica perfidia (tejido de insinuaciones, frases a medio decir y luego retractadas, fingimiento de una franqueza temerosa siempre de excederse) consiguió Yago sumir a Otelo en un abismo de sospechas contra Casio. Con su habitual socarronería, parecía dejarse arrancar, mal de su grado, cada una de las palabras que su pérfida lengua profería, y consiguió, ni más ni menos que la noche anterior, aplastar a Casio con sus odiosas calumnias, mientras hacía del que le disculpaba.

No contento con esto, que ya era un triunfo para su venganza, no tardó, con serpentina malicia, en insinuarse en el ánimo de Otelo e inocular en él finísimas sospechas contra Desdémona, protestando, empero, que nada estaba más lejos de su ánimo que revelar sus pensamientos (temerarios quizá) y suplicándole muy ahincadamente que se guardase de los celos.

— El hombre celoso — decíale — arrastra una triste y penosa existencia, llena de amarguras: adora en el objeto de sus ansias y duda sin embargo, sospechando siempre, pero sin cesar de amar. ¡Oh Dios clemente y bondadoso! (añadía con fingido fervor) no permitas que alguno de los míos caiga en el abismo de los celos.

— Y ¿a qué viene todo esto? — pregunta Otelo, excitándose por momentos, tal como había intentado Yago. — ¿Crees tú acaso que yo soportaría una vida de celos, entre sospechas y temores, cambiando de rostro como la luna? No:  la duda y la resolución solo pueden durar en mí un momento... No, Yago, no; antes de dudar, quiero ver; si dudare, haré la prueba, y después de hecha la prueba, ya no me quedará sino la disyuntiva, o despedirme del amor, o rechazar la duda.

Expresóle Yago cuanto le complacía el saber que así discurría porque en adelante podían dar con mayor franqueza pruebas de afecto y lealtad. Advirtiole, pues , que vigilase cuidadosamente a su mujer y que se fijase en la conducta que ésta observaba con Casio. Después, fingiendo mejor acuerdo, pónese a suplicar a Otelo que no piense ya más en ello y que de tiempo al tiempo. Despídese, por fin, del Moro, después de haber conseguido amargar su existencia y hacerle un ser desdichado.

— ¡Qué joven tan honrado es éste y qué talento tiene para distinguir los varios matices de las acciones humanas!— piensa para sí Otelo, victima ya de los manejos de Yago; pero luego, al ver ante sí a Desdémona, resplandeciendo en su frente la nívea blancura de la inocencia y en sus ojos el brillo del candor, bórrase de su corazón, como por encanto, toda sombra de desconfianza.

— ¡Si hubiese doblez en su alma — exclama aparte — oh, entonces sería que el cielo se burla de sí mismo! No puedo creerlo.

Desdémona venía a anunciar a su marido que la comida estaba a punto y que los nobles de la isla, a quienes él había invitado, estaban aguardando. Conturbado por el recuerdo de la conversación que tuviera con Yago, responde Otelo con una voz tan débil, que Desdémona le pregunta con sorpresa, si se siente indispuesto.

—No; pero me duele la cabeza — responde Otelo.

— Es la falta de dormir. Voy a curarte; te vendaré la cabeza, y en menos de una hora estarás bien— dice Desdémona, sacando un pañuelo de bolsillo bordado de fresas.

— Es demasiado pequeño— replica Otelo, apartándolo con la mano. — Déjalo: voy contigo.

— Mucho me aflige el ver que te sientes enfermo — replica Desdémona con seriedad e infantil candidez.

El pañuelo había caído al suelo, sin advertirlo Desdémona: al ausentarse, pues, los dos esposos, recogiolo Emilia, mujer de Yago, alegrándose de haberlo hallado, pues su marido le había rogado varias veces que procurase tomárselo a Desdémona y guardarlo para él. Este pañuelo era el primer regalo que Otelo había hecho a Desdémona, suplicándole que no se desprendiese jamás de él, y era tanto lo que apreciaba Desdémona aquella prenda del amor de su esposo, que lo llevaba siempre encima guardándolo cuidadosamente y lo besaba y le dirigía amorosas palabras.

—Haré bordar uno igual, copiando su labor, y lo daré a Yago— pensó Emilia:— Sabe Dios (que yo no) lo que él quiere hacer con este pañuelo; a mi bástame darle gusto y seguir su capricho.

Compareció en aquel mismo instante Yago, y apenas le diera Emilia el pañuelo, ya le dolia de haberlo hecho y quizá se negara absolutamente a entregárselo, a no habérselo Yago arrebatado traidoramente con la una mano, mientras con la otra la acariciaba villanamente. Tan pronto como tuvo el pañuelo en su poder, cambió de tono y despidió bruscamente a Emilia.

Grande fue la alegría que tuvo Yago al ver en su poder aquel objeto que tan a maravilla había de servir para sus depravados intentos. Ocurriósele dejarlo en la habitación de Casio, previendo que el incauto joven lo recogería y entonces de su cuenta correría persuadir a Otelo que Desdémona lo había regalado al lugarteniente. Muy bien sabía Yago que «cosas de tan poca monta y más ligeras que el mismo aire son para el celoso pruebas más convincentes que los mismos textos de la Sagrada Escritura.» En efecto, al ver venir a Otelo, observó con diabolica satisfacción, la nube de tristeza y de inquietud que obscurecía la frente del Moro.

— Ni el zumo de la adormidera, ni el de la mandrágora ni otro narcótico alguno, será capaz de procurarte jamás el dulce sueño de que disfrutaste ayer— dijo para sí el maligno Yago. En efecto, la paz y el sosiego habían abandonado para siempre el corazón de Otelo, y la vida ya no había de tener para él en adelante encanto ni interés alguno. Asi lo expresó él mismo, en un amarguísimo lamento:

— ¡Ahora si que puedo despedirme de vosotros, tranquilidad de mi espíritu, contentamiento de mi corazón!... ¡Adiós para siempre, escuadrones empenachados; ¡adiós campos de batalla que hacéis de la ambición una virtud heroica!... ¡Adiós relinchadores corceles, estridentes trompetas, tambores que dais valor y esfuerzo, pífanos atronadores, reales estandartes!... ¡Adiós, honor, gloria, pompa y azares de la guerra, que lleva a la victoria y al triunfo! ¡Adiós!... ¡Otelo terminó ya su carrera!... ¡todo acabó para él!

— ¡Señor mío! ¿es posible?— exclamó Yago con fingida simpatía.

Arrebatado por un repentino furor, vuélvese Otelo y ase de él apretándole la garganta y diciendo:

— ¡Ah, villano! dame una prueba de la infidelidad de mi esposa. Dame una prueba - repetía sacudiéndole violentamente, como si quisiera ahogarle en sus manos.

Fingió Yago gran sentimiento por la desconfianza que le manifestaba Otelo, y afirmó que estaba pronto a facilitarle la prueba de lo que había insinuado y añadió:

— Solo una cosa quiero que me digáis, señor; ¿acaso no habéis visto alguna vez en manos de vuestra esposa un pañuelo bordado de fresas?

— Yo le di uno por el estilo; fue mi primer regalo de novio — contesta Otelo.

— Pues bien, no es que yo sepa nada; pero lo que puedo afirmar es que acabo de ver en casa de vuestro ayudante Casio un pañuelo muy parecido.

Naturalmente, ante tal testimonio, no pudo ya dudar Otelo de que Desdémona hubiese regalado a Casio aquel objeto que era precioso presente de su esposo. Aprovechó la primera ocasión para reclamárselo, y Desdémona, naturalmente, no pudo sacarlo. Gran turbación le ocasionó la pérdida de aquel tesoro; pero al ver la insistencia con que Otelo lo reclamaba, no osó confesar que lo había perdido, y contentóse con decir que en aquel momento no sabía dónde estaba.

— Falta grave es ésta — dice Otelo frunciendo el entrecejo y mostrándose enojado; —porque este pañuelo se lo dió a mi madre una hechicera egipcia que leía y veía lo oculto del corazón de las personas: al regalárselo dijo a mi madre que mientras guardase aquel pañuelo, conservaría el afecto de su marido, pero que si lo perdía o se desprendía de él, mi padre la abandonaría hastiado de ella. De mi madre, en el lecho de muerte, lo recibí y ella me encargó que lo regalara a mi mujer cuando el destino quisiese que me casara. Esto es lo que hice; ándate pues con cuidado y guárdalo como un tesoro, pues el perderlo o darlo, serfa para ti una fatal desgracia.

— ¿Es posible?— dice Desdémona con tembloroso acento.

— Indudable— responde Otelo; — este tejido encierra una virtud mágica; su labor la hizo una sibila que tenía doscientos años de edad; los gusanos que hilaron la seda eran sagrados y se tiñó con jugo de corazón de virgen, momificado y conservado con gran esmero.

— ¿Es así como dices?— pregunta Desdémona cada vez mas alarmada.

—No lo dudes, y procura no perderlo— dice Otelo, en tono de amenaza.

Reitera Desdémona su afirmación que el pañuelo no puede estar perdido. Luego, acordándose de lo que había prometido a Casio de interceder por él cerca de Otelo, aprovecha imprudentemente aquella malhadada ocasión para insistir en su súplica. Aquel acto, aunque inspirado en la inocente bondad de Desdémona, fue la gota que llenó el vaso de la celosa cólera de Otelo, el cual apartóse de allí repitiendo en el delirio de su furor: ¡Ah!, ¡el pañuelo, el pañuelo!

Instigado hasta hacerle perder el juicio, por las diabólicas maquinaciones de Yago, no ve ya en la cándida y sincera actitud de su esposa, sino la más refinada perfidia, y determina castigar de la manera más terrible la deslealtad de la que supone culpable.
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