William Shakespeare

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Otelo

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El honrado Yago

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

El honrado Yago
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Con su característica bravura, su nobleza de espíritu y su trato sincero y abierto, el moro Otelo habíase conquistado en Venecia un nombre glorioso. La desigualdad de raza, que se manifestaba en su atezado rostro, no era parte para enajenarle la simpatía de sus conciudadanos; pues harto sabía toda la republica que era uno de los generales que mayor número de veces había llevado a la victoria a los ejércitos venecianos. Al divulgarse, pues, en Venecia la alarmante noticia de que las hordas turcas amenazaban invadir uno de sus preciosos territorios, el moro Otelo fue a quien se dirigieron de consuno los senadores de la República para ahuyentar el peligro.

Numerosos amigos le habían granjeado a Otelo su carácter franco y su intrépido valor; pero cerca de si tenía, sin él saberlo, un peligroso y solapado enemigo. Yago, uno de sus jefes subalternos, le odiaba mortalmente. Yago era un valiente militar, pero hombre sin conciencia. Había hecho gran número de campañas a las órdenes del Moro y acariciaba la ilusión de llegar a ser, con la influencia de altos personajes, lugarteniente de Otelo, a la primera ocasión que se presentase. Por su parte creíase Yago con méritos suficientes para obtener puesto tan honroso; pero llegada la coyuntura de solicitarlo y habiéndolo hecho por medio de un tercero, la respuesta que dió el Mora fue que ya tenía provista la plaza y había ascendido a ella a otro oficial.

— Y ¿quién es el favorecido?— preguntó desdeñosamente Yago.

— ¡Pardiez!, un gran matemático— respondiéronle;— un tal Miguel Casio, un florentino que no ha guiado jamás batallón en campaña, y sabe tanto de achaques de guerra como la más torpe jamona. Toda la ciencia militar de que blasona la ha aprendido en los libros; pura charla sin práctica alguna.

— ¿Y a este tal— replicó Yago,— he de ver yo lugarteniente, siendo yo ¡voto a bríos! un simple abanderado?

Otro que no fuera Yago, hubiera dimitido del grado de abanderado con el que su orgullo no podía contentarse; pero el sacrificó su amor propio y se conformo con su suerte, creyendo que ningún puesto era más a propósito que aquél, para lograr sus intentos. «Sirviendo a Otelo, sirvo a mi mismo», dijo: «testigo me es el Cielo que no lo hago por cumplir un deber; sino por la cuenta que me tiene para mis fines particulares».

Así, pues, confiando Yago en la habilidad con que sabia ocultar sus verdaderos sentimientos, púsose a urdir una diabólica intriga bajo la capa de la más noble franqueza.

Había, en aquel entonces, en Venecia, un senador llamado Brabantio, que tenía una sola hija, por nombre Desdémona. Brabantio quería mucho a Otelo y a menudo le invitaba a su casa, haciéndole preguntas sobre las batallas, victorias, incidentes de la guerra y demás, en que el Moro había tornado parte en su vida de soldado. Este le contaba todas sus aventuras, de año en año, desde los primeros de su infancia hasta el momento en que estaba hablando; refería sus azares desastrosos, sus emocionantes episodios por mar y por tierra; contaba como había caído en manos de los enemigos, como había sido vendido por esclavo y rescatado después. Refería luego sus viajes a apartadas e incultas regiones; describía las obscuras grutas en que penetrara, los áridos desiertos que atravesara, los ásperos riscos y las roquizas montanas por los que trepara y finalmente como había alternado con los caníbales devoradores de carne humana y vivido entre las tribus de salvajes que tienen la cabeza hundida en las espaldas.

Tan palpitantes relatos hacían las delicias de la encantadora hija de Brabantio, y fascinada por el valeroso soldado que había pasado por tan extrañas vicisitudes, dábase prisa a despachar los quehaceres domésticos para volver una y otra vez a escuchar a Otelo. A las veces no podía contener las lágrimas al oir alguna escena dolorosa de la que el Moro había sido infortunado actor en su juventud. Terminada la narración, suspiraba afirmando que en realidad de verdad «era singular y extraordinario hasta no poder más y triste, grandemente triste.» Hubiera preferido no oírlo y, sin embargo, se dolía de que el Cielo no hubiese destinado un tal hombre para esposo suyo; y suplicaba a Otelo que si sabía que alguno de sus amigos sentía amor hacia ella, le enseñase a contar como él las contaba aquellas historias, para que le cautivase el corazón. Alentado, pues, Otelo con estas inocentes revelaciones de Desdémona, siguió hablando de sus aventuras: Desdémona le amaba por los riesgos que había corrido; Otelo amaba a Desdémona por el afecto de compasión que en ella observaba.

Tal era la explicación, por lo demás muy natural, de lo que más tarde Brabantio, presa de furor, atribuyó a maleficio, no acertando a comprender cómo su tímida hija se había prendado de un ser tan espantable como el Moro, de tez bronceada. Era que Desdémona, como ella muy bien decía después a su padre, había «visto el rostro de Otelo en su alma» y su valor y la gallardía de su espíritu le habían hecho pasar inadvertido el color de su piel. Desdémona, pues, conociendo a fondo el carácter violento de su padre y lo poco razonable que era al excitarse, y temiendo que le negaría siempre su consentimiento, abandonó un día, por la noche el hogar paterno para casarse con Otelo.

Aquella era precisamente la ocasión que esperaba Yago. Enterado de lo que pasaba, dio cuenta de ello a un veneciano amigo suyo por nombre Rodrigo, joven libertino y pretendiente fracasado de Desdémona. Fueron ambos a ver a Brabantio y despertándole a grandes voces, le manifestaron que Otelo había raptado a su hija. Dado el grito de alarma y puestos sus compañeros en la pista del raptor, creyó prudente Yago retirarse para no infundir sospechas de que tenía algún interés en el asunto. Por lo demás, hizo creer a Otelo que Rodrigo era el denunciante y que él mismo varias veces había con sus invectivas contra Otelo, excitado su cólera en tanto grado, que había estado a punto de quitar la vida a aquel infame detractor.

Brabantio, al saber la nueva, llamó inmediatamente a sus criados y mandóles que persiguieran a los culpables hasta dar con ellos; pero antes de conseguirlo, el daño estaba ya hecho: Otelo y Desdémona habían contraído legalmente matrimonio.

 

Con todo y ser de noche, el dux y los senadores estaban reunidos en la Sala del Consejo de Venecia, ocupados en importante reunión. Corrían graves rumores; se decía que una flota turca se dirigía a Chipre, y aunque había datos contradictorios acerca del número y posición de las galeras que formaban aquella flota, el peligro era abiertamente inminente, y, perentoria la necesidad de ponerse inmediatamente en condiciones de defensa. El consejo mando a llamar a toda prisa a Otelo y Brabantio: los mensajeros hallaron a este en el momento mismo en que se disponía a ir a ver al dux para exponerle su queja contra Otelo, y habiéndose encontrado ya en la calle, ambos entraron juntos a la presencia del dux.

— Valeroso Otelo, necesitamos inmediatamente de tus servicios contra el común enemigo — dice el dux.

Y volviéndose a Brabantio, añade cortésmente:

— Cuánto tiempo sin veros... Bienvenido seáis, noble señor; necesitamos al presente de vuestros consejos y de vuestra ayuda.

— Y yo de los vuestros — responde Brabantio. — No son por cierto asuntos de la República los que me han hecho levantar a deshora, ni es tampoco la general inquietud lo que me absorbe; estoy bajo el peso de una aflicción tan enorme, que no me deja lugar para otra alguna consideración o pensamiento.

Solícito el dux por lo que le decía Brabantio, preguntóle cual era la causa de su aflicción. Éste, en términos muy fuertes, acusó a Otelo de haber captado con sortilegios la voluntad de su hija, pues le parecía completamente antinatural el que su hija, estando en su sano juicio y libertad de espíritu, se hubiese jamás prendado del Moro. Preguntó entonces el dux a Otelo que tenía que oponer a los cargos de Brabantio. Por toda respuesta Otelo en tono viril, pero mesurado, contó sin rodeos cuanto había sucedido. La sencillez de sus palabras, y la mesura de su tono fueron tan persuasivas, que, terminado su razonamiento, el dux, completamente adicto a su causa, exclamó entusiasmado:

— No dudo que tales relatos hubieran cautivado cualquier corazón, aun el de mi propia hija.

En vano, empero, procuró convencer a Brabantio que aceptase el hecho consumado, pues el viejo senador se mantuvo inexorable, y no interrumpía sus acusaciones contra el Moro, sino para hacer recaer sus censuras sobre su hija, cuando Desdémona, llamada también a comparecer, confirmó el relato que hiciera Otelo. Preguntó entonces Brabantio a su hija, a quién de los tres allí reunidos estaba obligada a obedecer. Desdémona, con gran modestia, pero con no menor resolución, respondió a su padre, que había en aquel caso un verdadero conflicto entre dos deberes; que a su padre debía la vida y la educación, y que en pago de ello, le rendía amor y respeto de hija.— Pero así como mi madre — añadió Desdémona, — os manifestó su afecto prefiriéndoos a su propio padre; así yo reclamo el derecho de dejar a mi padre para seguir al Moro, mi esposo.

Ninguna fuerza tuvo para Brabantio este argumento.

— Ea pues, adiós; basta de palabras... — respondió Brabantio sacudidamente. Luego, murmurando unas acerbas palabras entrega su hija a Otelo, pronunciando este terrible sarcasmo: «Vigílala bien, moro, si es que tienes ojos para ver; la que engañó a su padre, puede muy bien engañar al marido.»

— ¡Con mi vida respondo de su fidelidad! — exclama Otelo indignado, estrechando en sus brazos a su esposa que derrama abundantes lágrimas.

Quedaba un asunto por resolver: dónde quedaría Desdémona durante la ausencia de Otelo. Pidió ella con tanta insistencia que le permitiesen acompañar a su esposo en la campana, que este no dudo de unir sus súplicas a las de Desdémona, y el dux los dejó en libertad de obrar como juzgaram conveniente. Otelo tenía que partir aquella misma noche; convínose, pues, en que Desdémona le seguiría, escoltada por el abanderado Yago.

— Honrado Yago — dícele Otelo: — confío a tu cuidado mi esposa Desdémona; Emilia tu mujer, será su amable compañera.

Ignorante estaba el moro de la villana traición que urdía entonces mismo aquel «honrado Yago» y no podía pensar que al entregar su esposa a su custodia, se reía el traidor pensando cuán a maravilla le allanaba el General con su inocente candidez, el camino para poner en práctica sus designios.

En sus planes de venganza, el más obvio y más asequible le pareció ser sembrar la cizaña de la discordia entre el moro y su joven esposa, a quien tan ardientemente amaba; decidió, pues, poner en juego toda su astucia para inocular los celos en el espíritu de Otelo. Como de costumbre en los temperamentos afectuosos, Otelo era extraordinariamente apasionado e impulsivo: tan pronto como se le excitaba la sensibilidad, iba derecho hacia donde le inclinaba un taimado engañador, y en su temperamento de hombre extremadamente honrado y sincero, no podía sospechar la falsedad y doblez ajena.

El instrumento de la venganza de Yago estaba más cerca de lo que él hubiera podido desear: tuvo además la satisfacción de ver en perspectiva una doble venganza, pues nadie le pareció más a propósito para ejercerla que Casio, el nuevo ayudante de Otelo. Casio era un apuesto joven, de gran atractivo y muy bien quisto de todos, especialmente de las mujeres, cuyo favor se conquistaba con sus graciosas maneras y afable porte. Desdémona le profesaba también mucho afecto porque había sido el inseparable compañero de Otelo cuando éste, de soltero le hacía el amor, y les había servido a menudo, de correo. ¿Qué cosa pues, más natural que una mujer joven como Desdémona se hastiase pronto de un marido, hombre ya maduro, consumido por los azares de la guerra, y buscase alguna distracción y solaz en el encantador mancebo? Así por lo menos discurría Yago, y este era el veneno que pensaba inocular en el sencillo y cándido corazón de Otelo.

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