CONCLUSION
Y así fue que aquella noche
de sangrienta confusión,
en que al ruido de una riña
Pedro a la calle bajó
con el estoque en la diestra
y en la siniestra el farol,
no era en ella otro que Ruiz
quien llevaba lo mejor.
Como un imán a una aguja
arrastra constante en pos,
como una serpiente a un pájaro,
a una paloma un halcón
entorpecen y fascinan,
sin que ala ni pie veloz
para huirles les acudan,
a impulsos de su pasión
anduvo así Juan vagando
de la fiesta en derredor.
Y oía por las ventanas
de danza el confuso son.
Y vía cruzar las sombras,
una a una y dos a dos,
en fantástica carrera
y en monótona ilusión.
Así lloraba acosado
de sus celos y su amor,
cuando oyó de una pendencia
vivo y cercano rumor;
cerróse en ella a estocadas
tan sin acuerdo y razón,
que a cuantos hubo a las manos
adelante se llevó.
En esto acudió Medina,
y Catalina al balcón,
de la suerte recelando,
acelerada salió.
Mas al ver cuál afanosa
curaba ella de otro amor,
cegaron a Ruiz los celos,
el despecho le embriagó,
y al tiempo que alzaba Pedro
el brazo con el farol,
matóle a la faz de Cristo,
como villano, a traición.
De entonces, en los siete años,
después del hecho traidor,
ni una sola vez, de miedo,
por ante el Cristo pasó.
Llegó la primera al cabo,
y en ella al Cielo ocasión
de mostrar que hay infalibles
tribunales sólo dos
de irrevocable sentencia,
sin cotos ni apelación:
Para verdades el TIEMPO,
y para justicia DIOS. |