Más es el ruido que las nueces Muerta por las maldicientes lenguas |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Muerta por las maldicientes lenguas |
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A la mañana siguiente reunióse una brillante comitiva en la catedral de Mesina para asistir a la boda del conde Claudio con la joven Hero: acompañaban a ésta su prima Beatriz y Leonato, quien había de llevarla al altar. Vestida de blanco y con su velo nupcial estaba la joven de pie, y delante de ella el apuesto conde Claudio, resplandeciendo los hilos de oro de que estaba recamado su traje de novio. —Habéis venido aquí para uniros a esta mujer, ¿no es verdad— preguntó el fraile. —No—dijo Claudio. Grande extrañeza causó en los presentes aquella breve respuesta, pero Leonato corrigióla diciendo: —No, sino para ser unido con ella; y vos, padre, para unirlos vinísteis. —Señora—preguntóle el fraile, —¿venís para enlazar con este conde? —Para esto—respondió Hero en voz baja, pero firme. —Si alguno de los dos supiese del otro algún secreto impedimento para el enlace, por Dios y por su alma le conjuro a que lo manifieste—dijo el fraile. —¿Sabéis alguno, Hero?—preguntóle severamente Claudio. —Ninguno, señor mío,—respondió Hero cándidamente y en tono de admiración. —Y vos, conde ¿sabéis alguno? —Me atrevo a responder en su nombre: ninguno—dijo Leonato. —¡Oh, y lo que se atreven a hacer los hombres! ¡Y lo que llegan a hacer! ¡Lo que hacen todos los días sin saber lo que se hacen!—exclamo Claudio en un arrebato de indignación. Y volviéndose a Leonato, le dijo:—Permitidme, señor: al darme vuestra hija por esposa ¿obráis libre y espontáneamente? —Hijo mío, tan libre y espontáneamente, como Dios me la dió—respondió Leonato. —Y ¿qué puedo daros yo en retorno de un tan rico y precioso don?—preguntó el conde. —Nada, sino que se la devolváis—responde D. Pedro. —Amable príncipe—dijo Claudio,—me habéis dado una lección de noble agradecimiento: aquí la tenéis, Leonato; tomadla de nuevo, que vuestra es. Hecho ésto, dirigió Claudio, según había prometido, ante toda la concurrencia su terrible acusacion contra Hero, afirmando que no la quería por mujer. Estimulado por su furor contra lo que él calificaba de perversidad y engaño (pues el rubor y modestia de la joven no era a su juicio mas que fingimiento e hipocresía), refirió como él y el príncipe la habían visto, la noche antes, hablando desde la ventana con un rufián. En vano fue que Hero protestase de su inocencia, pues nada podía destruir la evidencia de lo que ellos habían visto con sus propios ojos. Falta de fuerzas para soportar tan cruel y asombrosa calumnia, cayó Hero desmayada al suelo. D. Pedro, Claudio y don Juan salieron de la iglesia; dispersáronse los convidados, atónitos por lo que acababan de presenciar, y quedaron con la desdichada Hero, Leonato, Beatriz, Benedicto y el fraile. —¿Cómo está?—preguntó Benedicto, acercándose hacia donde estaba Beatriz ocupada en retornar a su prima. —¡Muerta, creo!...—exclamó Beatriz desesperada.— ¡Auxilio, tío!... Hero, ¿qué tienes? ¡pobre Hero!... Tío! ¡Señor Benedicto! ¡Padre! —¡Oh muerte! tú eres el mejor velo que desearse podía, para cubrir su vergüenza—dice el padre—con el corazón lacerado. —¡Ea, querida Hero, amada prima! —exclama Beatriz, al ver que la joven empieza a abrir los aturdidos ojos. —¡Ánimo, señora!—dice afectuosamente el fraile. —¿Con que, al fin abres los ojos?—dice Leonato. —Sí, y ¿por qué no los había de abrir?—replica el fraile. En medio de tan terrible accidente y sin investigar la verdad o falsedad del hecho, declaro Leonato que nada mejor que la muerte podía haber reparado el deshonor de Hero, y que por lo mismo nada para ella tan deseable; y que si el espíritu de la joven había de tener resistencia para sobrevivir a tamaño oprobio, él mismo la ayudaría a morir, con sus propias manos. — ¡Calma, señor, calma!—repuso Benedicto.—Por mi parte, estoy tan pasmado, que no sé qué decir sobre ésto. —¡Por Dios y por mi alma, que mi prima ha sido victima de la calumnia!—exclama Beatriz. Toma entonces la palabra el fraile y sale en defensa de la inocencia de Hero: sus palabras son tan claras y convincentes, que el mismo Leonato empieza a pensar que se ha calumniado torpemente a su hija. El misterio pues, quedaba descubierto (como decía Benedicto); el príncipe y Claudio eran hombres honrados, incapaces de urdir tan infamante calumnia, y si se habían dejado sorprender en su buena fe, no podía ser sino obra de D. Juan, que se deleitaba en tramar planes tan inicuos. Siguiendo pues el parecer del bueno del fraile, convínose en que, por de pronto, Hero permanecería en el retiro, de manera que todo el mundo creyese que había muerto. Así la calumnia se pondría de manifiesto en virtud del remordimiento que se esperaba tendrían los autores, y la víctima seria desagraviada y compadecida de todos; pues es cosa por demás sabida que el mundo no aprecia en su justo mérito lo que valen las personas o las cosas, hasta que no las pierde o se ve desposeído de ellas. Lo mismo había de sucederle a Claudio, cuando supiese que Hero había muerto por lo que de ella había dicho: el dulce recuerdo de sus amores renacería en su alma y se arrepentiría de haberla acusado sin conocimiento de causa. —Señor Leonato—dijo Benedicto—dejaos convencer por el fraile.—Y aunque sabéis cuan intima es la amistad que me une al príncipe y a Claudio, os juro por mi honor proceder en este asunto tan discretamente y con tanta justicia como trata vuestra alma con vuestro cuerpo. Así se convino, y el buen fraile y Leonato tomaron a Hero por su cuenta, para poner en ejecución el plan que concibieran. Ya solos Benedicto y Beatriz, manifestole ésta su justa indignación por la calumnia de que se había hecho víctima a su prima, y aunque de momento creyó Benedicto ser aquella la ocasión más propicia para declararle su amor e hizo cuanto pudo para no desperdiciarla, todo fue en vano, pues Beatriz no tenía otra idea que la de vengar a su inocente prima: esto era lo que le torturaba el alma. —¡Ah, si yo fuese hombre!...—exclamaba, animada de un vehemente deseo de castigar a aquellos cobardes que se convinieran para vilipendiar a Hero. Y concluyó diciendo a Benedicto que si realmente la amaba, tomase sobre sí la venganza de Hero, matando a Claudio. —¡Matar a Claudio!... Perplejo estuvo Benedicto... No, no podía ser; Claudio Era amigo suyo...; pero amaba a Beatriz, y la generosa y profunda simpatía de esta hacia su desdichada prima, no podía dejar de prevalecer sobre el caballeroso proceder de Benedicto. —¿Creéis sinceramente que el conde Claudio calumnió a Hero?—pregunta formalmente Benedicto. —No me cabe la menor duda; tan segura estoy de ello como de que lo pienso y de que mi alma alienta dentro de mí. —Basta pues:—exclama Benedicto.—Os doy palabra: le desafiaré. Dadme a besar vuestra mano, y voy allá. Por esta mano juro, que Claudio me dará cuenta de sus actos. Id vos a consolar a vuestra prima. A mí me toca decir que está muerta; quedad con Dios. Benedicto, el burlón, el chocarrero Benedicto, el alegre decidor de la corte del príncipe, dió prueba en aquella ocasión de ser un cumplido caballero, digno aspirante a la mano de la bizarra Beatriz. En cumplimiento de su promesa fue a buscar a Claudio, a quien halló en compañía de D. Pedro. Hacía muy poco que los dos hidalgos habían tenido una violenta entrevista con Leonato, en la que éste les había reprochado agriamente su conducta. No estaban muy tranquilos de su hecho, pero persistían afirmando que habían obrado con rectitud. Al aparecer Benedicto, reanimaronse esperando poder pasar un rato de buen humor a costa de él, pero Benedicto no estaba para chanzas, y con gran tranquilidad de espíritu entrego el billete de desafío a Claudio y despidióose cortésmente del príncipe de Aragón. —Señor mío, gracias por vuestras finezas—díjole Benedicto;— pero he de renunciar a vuestra compañía. Vuestro hermano D. Juan ha huido de Mesina; entre todos habéis dado muerte a una inocente y encantadora mujer. En cuanto a ese imberbe hidalgo, volveremos a vernos, entretanto y hasta entonces, la paz sea con él. —Parece que habla en serio...—dice el príncipe, al retirarse Benedicto. —Y muy en serio—responde Claudio,—y esto, no lo dudo, por amor a Beatriz. —¿Os ha provocado?—pregunta D. Pedro. —Ciertamente y en debida forma—responde Claudio. —¡Qué cosa tan chocante es ver a un hombre andar por el mundo vestido como los dermás, pero falto de entendimiento! —dice desdeñosamente D. Pedro, Pero la tranquilidad del príncipe y de Claudio iba a sufrir un serio quebranto. Acercáronse los vigilantes trayendo consigo a Borachio y Conrado, a quienes capturaran la noche anterior, y la infame calumnia púsose de manifiesto. Llamóse a Leonato a toda prisa. —¡Sois vos el malvado cuyo emponzonado aliento mato a mi inocente hija? —pregunto a Borachio. —Sí, yo, y nadie más que yo. —No, villano, no; — replica Leonato. — Calumniaste a ti mismo. He aquí a dos hombres de posición (el tercero, su cómplice, se ha fugado), que han puesto mano en todo esto. Gracias, príncipe, por haber dado muerte a mi hija; podéis hacer constar este acto en la lista de vuestras proezas; pensadlo bien. Claudio gemía bajo el peso del remordimiento más atroz; no se atrevía a pedir perdón al afligido Leonato, y así le suplicó que escogiese la venganza que mejor le pareciese y que le impusiese la pena que quisiese. Asociósele también D. Pedro en la confesión de su falta y en la expresión de arrepentimiento. — No os puedo mandar que volváis de nuevo a mi hija a la vida—díceles Leonato;—pero lo que si os ruego es que proclaméis a la faz de todo el pueblo de Mesina la inocencia de la víctima: cubrid su tumba con un epitafio y cantadlo esta misma noche. Mañana por la mañana venid a mi casa (dice, dirigiéndose a Claudio) y ya que no habéis podido ser mi yerno, por lo menos seréis mi sobrino, pues mi hermano tiene una hija que es casi la estampa de mi hija muerta. Tomadla por mujer como hubierais tomado a su prima, y quedare vengado. Parecióle bien a Claudio esta transacción y pensó llevar adelante tal designio. Aquella misma noche fue a la iglesia con gran acompañamiento y leyó en voz alta el siguiente verso: Entregada a la muerte por las lenguas — ¡Oh epitafio! en esta tumba quedarás colgado para alabar a Hero cuando mi lengua enmudezca;—añadió poniendo el rollo en el sepulcro de la familia de Leonato. Al día siguiente acudía a casa de Leonato otro grupo de convidados para asistir a otra boda. Las mujeres llevaban, todas, la cara tapada, y la novia aguardó a que se pronunciasen las palabras por las que Claudio tomaba por esposa a una desconocida: quitóse entonces el velo y apareció cual era, o sea la propia Hero con su encantador semblante. Benedicto había también anunciado al fraile que deseaba contraer matrimonio con Beatriz y que Leonato le había dado su consentimiento. Así, pues, acercose Benedicto al grupo de mujeres que tenían aun la cara tapada, para hallar a su novia, y llamo a Beatriz por su propio nombre. —Yo soy Beatriz—dijo;—¿qué me queréis? —¿Acaso no me amáis? —pregunta Benedicto. —¡Ah no! no más de lo que dicta la razón- respondió Beatriz en tono provocativo. —Entonces—repuso Benedicto,—vuestro tío el príncipe y Claudio han sido miserablemente engañados, pues han jurado que me amabais. Beatriz se echo a reír, y preguntó a su vez. —Pero ¿me amáis o no me amáis, Benedicto? —A fe mía no, no más de lo que dicta la razón. —Entonces -replica Beatriz, -mi prima Margarita y Úrsula han sido miserablemente engañadas, pues me han jurado que me amabais. —Ellos han jurado que casi estabais enferma de tanto amarme,—dice Benedicto. —Ellas han jurado que estabais casi muerto de amor por mí—replica Beatriz. —Nada de esto... Así, pues, ¿no me amáis? —No; si no es con un afecto de pura amistad—responde Beatriz con indiferencia. —Ea, sobrina, venid acá; estoy seguro de que amáis a este hombre—dice Leonato. —Y en cuanto a él, no dudo en jurar que está enamorado de ella—dice Claudio. —Venid conmigo — dícele Benedicto;—os tomo más que por amor, por compasión. —No quiero rehusaros—dice Beatriz;—pero por esta luz que nos alumbra, cedo a la persuasión y en parte también al deseo de salvaros la vida, porque me han asegurado que de lo contrario, os moriríais de pura consunción de ánimo. — ¡Silencio!— interrumpe Benedicto; —voy a cerrar esta boca.—Y contuvo su alegre charla con un beso de amor. —¡Ha, ha, ha!—decía riéndose D. Pedro, maliciosamente. —¿Qué me contáis de bueno, Benedicto hombre casado? Pero la felicidad del amante triunfó de todas las burlas que se pudiesen hacer de él y no hubo corazón jovial que recordase con mayor alegría aquel día de bodas, que el de los dos esposos Beatriz y Benedicto. |
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