William Shakespeare

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Más es el ruido que las nueces

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Doña Desdenes

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

Doña Desdenes
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De fiesta estaba la ciudad de Mesina por la noticia de haberse puesto fin a la guerra, y de que el victorioso príncipe de Aragón, D. Pedro, iba a hacer en ella su entrada triunfal. Envió éste un mensaje al gobernador Leonato para que aguardase su pronta llegada, y Leonato en persona, acompañado de su hija Hero y su sobrina Beatriz, salió a recibir al mensajero del príncipe, preguntándole con gran interés por la salud de sus amigos.

—Y ¿cuántos guerreros hemos perdido en esta campaña?— preguntó Leonato.

—Alguno que otro, pero ninguno de gran fama,—respondió el mensajero.

—Por esta carta veo — prosiguió Leonato—que D. Pedro dispensó grandes honores a un mancebo florentino, llamado Claudio.

—Si por cierto y que se portó como valiente, pudiendo ponérsele al lado del propio D. Pedro—respondió el mensajero.— Claudio se ha puesto a mayor altura de la que podía esperarse de su edad: bajo el aspecto de manso cordero, ha tenido arranques de valeroso león.

Oyendo tan grandes alabanzas del joven florentino, sintió Hero (la hija del gobernador), inundarse su alma de alegría, aunque se limitó a sonreir y sus mejillas se colorearon de satisfactión.

— Decidme—preguntó entonces Beatriz, la sobrina del gobernador (la cual vivía en casa de su tío y era la fntima amiga y compañera de su única hija)— el señor Mountanto ¿ha vuelto también de la guerra, o fue víctima del hierro enemigo?

—No conozco a nadie de este nombre, señora—respondió el mensajero, con mirada confusa y algo corrido;—no sé que haya en el ejército quien así se llame.

—¿A quién te refieres, sobrina?—preguntó Leonato.

—Quiere decir, mi primo, el señor Benedicto de Padua; sugirióle Hero.

— ¡Oh!, éste sí que ha vuelto y tan divertido y jovial como siempre,—responde el mensajero.

—Decidme ahora por favor, ¿cuántos hombres ha matado y se ha comido el tal?—pregunta Beatriz en tono de chanza. —Pero primero quisiera saber a cuántos ha muerto, pues al irse a la guerra, yo prometí comerme a todos los que él matase.

—A fe mía, sobrina, que tratáis con harta dureza al señor Benedicto,—dice Leonato; a buen seguro que va a haceros quedar mal; no dudo de ello.

—Estad cierta, señora— dice el mensajero—que el tal ha prestado excelentes servicios en la campaha.—Y continuó haciéndose lenguas del valor y de las nobles cualidades del hidalgo; pero Beatriz no parecía tomar en serio nada de lo que oía; de todo hacía plato para chancearse.

—No vayáis a juzgar mal a mi sobrina— dijo Leonato (dirigiéndose al mensajero). — Lo que hace, tiene su explicación en la porfía que existe entre ella y el señor Benedicto; no pueden hallarse juntos, que no surja entre ellos una verdadera lucha de ingenio.

En esta conversación estaban, cuando llegó el príncipe de Aragón, con su séquito de hidalgos y caballeros. Leonato dióles una afectuosa bienvenida. El conde Claudio y el señor Benedicto eran antiguos amigos, pues habian estado juntos al servicio del gobernador en su palacio. Ya antes de partir a la campana, Claudio habia mirado mas de una vez con simpatia a Hero: en cuanto a Beatriz y Benedicto, pretendian tenerse mutuamente grande antipatía, pero (¡cosa extraña!) en vez de huir de las ocasíones de hablar y comunicarse, aprovechaban todas las que se les ofrecían para dar matraca el uno al otro tan a porfía como les era posible.

En la ocasíon presente, no le faltó a Beatriz materia para provocar a Benedicto: tomó ocasíon de una broma que él hiciera a D. Pedro y Leonato, y allí empezó la contienda.

—Maravillome, seiior Benedicto —díjole Beatriz,—de que sigáis hablando aún; ¿no veis que ya nadie os escucha?

—¡Hola!, señora Desdenes, ¿vos por aqui?; creí que habíais desaparecido del mundo de los vivos.

—¿Cómo puede ser que muera el Desdén, teniendo por constante alimento de su vida al señor Benedicto?—dijo Beatriz.— La Cortesía misma, se trocaría en desdén, de sólo llegar vos a presencia suya.

—¿Según vos, pues, la Cortesía es una veleta de campanario? Lo cierto es que cuento con la simpatía de cuantas damas trato, excepto vos; y en verdad que quisiera tener un corazón algo más sensible, pues en realidad, no amo a ninguna de ellas,—dijo orgullosamente Benedicto.

—¡Gran fortuna ésta para las damas. De lo contrario, ¡que importuna seguidilla tendrian que aguantar! —dijo Beatriz. — Cracias al cielo, yo siento como vos en este particular; prefiero oir a mi perro ladrar a la luna, que a un hombre jurar que me ama.

—¡Que Dios os conserve, señora, tal sangre fria!—díjole sumisamente el hidalgo: —así, más de un caballero escapará del peligro de sentirse arañar el rostro.

Sentábale muy bien a Benedicto chancearse siempre con el amor y tomárselo a broma; no así al joven Claudio, el cual, por su temperamento exaltado y pronto a apasionarse, no se avergonzaba de confesar su amor hacia la señora Hero, y con la favorable ayuda del príncipe de Aragón obtuvo no sólo el consentimiento de la joven, sino también la aprobación del padre de ella. Fijóse la boda para un día de la proxima semana, y el único tormento que tuvo que sufrir el impaciente mancebo, fue la lentitud con que pasaban aquellos días.

Por lo demás, no desperdició Benedicto esta ocasión para chancearse, como era su costumbre, y efectivamente dió suelta a su jovial y alegre inventiva, al pronosticarle D. Pedro y Claudio que también a él le tocaría el turno.

—Antes que me vaya de este mundo—dice D. Pedro, — aun espero veros palidecer y desmedraros de amor.

—¡Que equivocado andáis D. Pedro!... podré enflaquecer de rabia, de enfermedad o de pena; pero de amor... jamás — afirma Benedicto.

—Bueno: así sea, y si algún día faltareis a vuestra promesa, se os citara como una poderosa confirmacion de lo que vamos diciendo.

—Si así fuese—replica riendose Benedicto,—que me cuelguen como a un gato y hagan todos bianco en mi cuerpo.

—El tiempo por testigo— dice D. Pedro;—«al toro más cerril el tiempo le somete al yugo.»

—Posible es que el toro montaraz se someta al yugo; pero si esto sucediese al tierno Benedicto, arranquen en buen hora al buey los cuernos y clavenlos en mi frente; pintenme en grotesca figura y debajo de ella en letras muy gordas, por el estilo de aquellas en que se pone: Alquilase un buen caballo, pongan esta inscripción: «Aquí veréis a Benedicto, al hombre casado. »

La rotunda aseveracion de Benedicto, de que no caería jamás en los lazos del amor y que no se casaría, y la chanza de Beatriz sobre el mismo tema, hicieron concebir a D. Pedro una maliciosa idea, que no le pareció poco a propósito para pasar divertida la semana que faltaba antes de la boda de Claudio con Hero.

—Os garantizo que no va a pasar en balde el tiempo— dijo a Leonato y Claudio.—Mientras aguardamos tan fausto día, acometeré una empresa digna del valor de Hercules, y será encender el fuego de la pasión en el señor Benedicto y la señora Beatriz. Difícil cosa será, pero posible; y no dudo de conseguirlo, si los tres me prestáis vuestra ayuda.

—Señor, contad conmigo incondicionalmente, aunque preciso me sea perder diez noches seguidas—dice Leonato.

—Lo mismo digo yo—afirma Claudio.

—Por mi parte, senor— dice la hermosa Hero,—haré cuanto pueda para hacer de mi primo un buen esposo.

—A mi parecer, Benedicto no es el marido que ofrece menores esperanzas,—añade el Príncipe.—Al decir esto le hago justicia porque es de noble familia, valeroso a toda prueba y de una honradez acrisolada. Yo os instruiré de cómo os las habéis de componer para hacer caer a vuestra prima y que quede prendada de Benedicto: por lo que a este toca, yo, con la ayuda de Leonato y Claudio, le trabajaré de manera que, a pesar de su vivo ingenio y temperarnento enojadizo, caiga en la trampa y se enamore de Beatriz. Si esto logramos, Cupido ya habrá dejado de ser el arquero por excelencia; su gloria será nuestra, y seremos nosotros los dioses del amor. Venid conmigo y os describiré el plan que he concebido.

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