William Shakespeare

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Más es el ruido que las nueces

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La víspera de la boda

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

La víspera de la boda
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Difícil cosa era que el cambio de conducta de Benedicto no transcendiese; por lo cual D. Pedro y Claudio se empeñaron en afirmar que estaba enamorado, y empezaron a marearle sin piedad. Benedicto recibía sus bromas con visible disgusto, pero no pudo poner a raya a aquellos espíritus burlones, ni hurtar el cuerpo a las acometidas de que era objeto: ellos, a pesar de todo, seguían echándole en cara su concentración y ensimismamiento y el continente de seriedad y preocupación que habia adoptado.

Pero la jovialidad y el buen humor habían de convertirse pronto para ellos en melancolía.

Tramado cuidadosamente su malicioso plan con la ayuda de su criado Borachio, hízose D. Juan encontradizo con Claudio y el príncipe de Aragón, y hablóles en el sentido que conviniera con Borachio y Conrado, a saber; que Hero era indigna de casarse con Claudio porque estaba enamorada de Borachio, y que si querían, persuadirse de la verdad de lo que les decía, fuesen, aquella noche, a la calle a donde daba la ventana de la habitación de Hero, y allí la verían hablar con Borachio.

Al principio mostráronse incrédulos D. Pedro y Claudio, pero D. Juan hablaba con gran aplomo, y concluyó diciendo:

—Si queréis seguirme, veréis lo suficiente para convenceros, y cuando hayáis visto y oído algo más, obrad como convenga y el caso merezca.

—Si viere, esta noche, algo que me impida casarme mañana con ella—dice Claudio,—voy a confundirla y avergonzarla delante de todo el mundo en la misma iglesia, en donde había de tener lugar nuestro enlace.

—Y con el mismo afecto con que os ayudé a obtener su mano, os ayudaré para denostarla— dijo D. Pedro.

 

Ahora bien, los vigilantes de las calles de Mesina eran un hato de viejos mentecatos que creían cumplir con su deber sólo con darse alguna vuelta por el barrio y apartarse, en lo posible, de cualquiera que les pudiese acarrear alguna molestia. Su jefe era el condestable Dogberry, tan ignorante y estúpido como pagado de sí mismo; sin embargo, en la noche anterior a la boda, esos flamantes guardianes diéronse maña para hacer una detención que había de tener provechosas consecuencias.

Apenas había terminado Dogberry la serie de sus ridículas instrucciones a la cuadrilla de vigilantes y despedídose de ellos, cuando se vió venir a dos transeuntes en dirección opuesta el uno del otro, y que al topar se pusieron a hablar. Eran Borachio y Conrado, los dos criados del perverso D. Juan.

La calle estaba completamente obscura y al parecer desierta, y como quiera que en aquel mismo instante empezó a lloviznar, los dos transeuntes se acogieron debajo del alero de un tejado. Recelando de que tramaran algun delito, los vigilantes ocultáronse cerca de ellos y así oyeron como Borachio declaraba a Conrado todo el proceso de su villanía.

—Sábete, pues, amigo Conrado—dice Borachio,—que esta noche he cortejado a Margarita, la doncella de la señora Hero, llamándola con el nombre de su señora. Recostada en la ventana de la habitación de aquella, me dió mil cariñosos adioses. Olvidaba decirte que el príncipe, Claudio y mi amo, avisados por mi señor D. Juan, presenciaron, escondidos en el jardín, esta afectuosa entrevista.

—¿Y han creído que hablabas con Hero?—dice Conrado.

—Los dos (el príncipe y Claudio) sí; pero al demonio de mi amo, no se le ocultó que era la mismísima Margarita. Engañados por la obscuridad de la noche y, principalmente, por mi villanía que confirmaba todas las calumnias inventadas por don Juan, retiróse de allí furioso Claudio, jurando que saldría al encuentro de Hero en la iglesia, la mañana siguiente, según habían convenido y que allí, delante de todo el cortejo, le echaría en cara cuanto había visto y le haría volver a su casa sin marido.

Apenas había terminado Borachio su razonamiento cuando los vigilantes detuvieron a ambos: ellos, al sentir la repentina agresión, reconocieron que no podían resistirse y que no les quedaba otro recurso que someterse y dejarse llevar presos.

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