William Shakespeare

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Macbeth

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La caverna de las brujas

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

La caverna de las brujas
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Macbeth había ganado el trono valiéndose de la traición, y no tenía confianza en la lealtad de sus súbditos. Temia que, puestos de acuerdo, reintegrasen en su herencia a los hijos de Duncan, y tenía secretos espías en las casas de los nobles mas salientes. Pero el que le inspiraba mas temor, después de Banquo, era Macduff, barón de Fife, y cuando éste no acudió a la invitacion hecha por Macbeth, para que asistiese a la fiesta, el rey comprendio que podía convertirse en un peligroso enemigo, y resolvió deshacerse de el sin la menor dilación. Pero, antes de que pudiese caer en sus manos, Macduff huyó, dejando a su mujer y a sus hijos en el Castillo de Fife, y trasladándose a Inglaterra para prestar su ayuda en la empresa de colocar a Malcolm en el trono.

Era el día siguiente al del banquete dado en el palacio de Macbeth. En una sombría caverna, demasiado oculta para que las gentes pudiesen percatarse de ella, las tres brujas estaban ocupadas en la preparación de un nauseabundo compuesto, destinado sin duda a algún siniestro y diabólico objeto. En mitad de la cueva hervía una caldera, y, en tanto que las brujas ejecutaban en torno suyo una grotesca danza, iban echando, por turno, ciertos horribles ingredientes. El fuego chisporroteaba, nubes de sibilante vapor se escapaban de la caldera, y, al propio tiempo que bailaban, las brujas graznaban un discordante canto:

«Doblemos, doblemos cuidado y tarea;
Arda el fuego y hierva la caldera. »

El sortilegio iba a su entera satisfacción, cuando se oyó un golpe a la puerta de la caverna. La segunda bruja miró en aquella dirección con un malicioso relámpago en sus hundidos ojos.

«Dizme el picor que siento en los pulgares, 
Que un malvado se acerca a estos lugares;
¡Abrete puerta, 
Sea quienquiera!»

La puerta giró sobre sus goznes, y entró Macbeth. A pesar de su curiosidad, se detuvo casi espantado ante el espectáculo que se presentaba a sus ojos. La obscuridad del recinto estaba apenas disipada por las vacilantes llamas del hogar, y los malignos rostros que le atisbaban desde la sombra, bien podían llevar el desasosiego a un alma culpable.

— ¡Hola, negras y misteriosas brujas de la media noche! ¿Qué es lo que estáis haciendo?

— Una cosa que no tiene nombre — respondieron las hechiceras a coro.

— Os conjuro, por la ciencia que profesáis, y venga de donde venga, a que respondáis a lo que he de preguntaros.

— ¡Habla!

— ¡Pide!

— ¡Te responderemos! — dijeron las tres sucesivamente. — ¿Quieres oirlo de nuestros labios o de los de nuestros dueños?

— Llamadlos; dejadmelos ver.

La primera bruja echó algunos horribles sortilegios en la caldera, y después las tres cantaron juntas:

«Preséntate, alto o bajo;
Tú mismo, y haz tu oficio con destreza.»

Un relámpago iluminó la caverna, oyóse el redoble del trueno, y en medio de una nube de vapor azulado, vióse salir de la caldera una cabeza armada de yelmo.

— Dime, tú, desconocido poder... — empezó Macbeth.

— Él conoce tu pensamiento — dijo la primera bruja. — Escucha lo que hable, pero no digas nada.

«¡Macbeth! ¡Macbeth! ¡Macbeth! ¡Guárdate de Macduff! ¡Guárdate del barón de Fife! Despídeme. Basta.»

— Quienquiera que seas, gracias por el aviso — dijo Macbeth, cuando la aparición se hubo desvanecido. — Tus palabras han confirmado los temores míos; pero una palabra más...

—A él no puede mandársele — dijo la bruja: — aquí viene otro, más poderoso que el primero.

Oyóse otra vez el trueno, y una nueva aparición se elevó del centro de la caldera; el fantasma de un niño manchado de sangre.

— ¡Macbeth! ¡Macbeth! ¡Macbeth! 

— Soy todo oídos, te escucho.

«Sé sanguinario, atrevido y resuelto; ríete con desprecio del poder del hombre, pues ningún nacido de mujer puede ofender a Macbeth».

— ¡Entonces, vive, Macduff! ¿Por qué temerte? — exclamó Macbeth. — Pero todavía deseo hacer la seguridad doblemente segura; morirás, para que yo pueda decir que el cobarde temor miente, y dormir a pesar del trueno.

Siguióse uno formidable, y se presentó una tercera aparición; un niño coronado, llevando un árbol en la mano.

— ¿Quién es éste que se levanta semejante al vástago de un rey y lleva sobre su frente infantil el signo de la realeza?

— Escucha, pero no le hables — ordenaron las brujas; y la aparición habló asi:

«Se fiero cual león; no te amilane
Enojo, agitación o sorda guerra
De vil conspirador: siempre invencible
Macbeth será, mientras al Dunsinane
El bosque de Birnam trepar no vea,
Marchando contra él. »

— ¡Eso no sucederá jamás! — gritó Macbeth, con deleitoso alivio, al propio tiempo que el niño rey se hundía en la caldera. Y verdaderamente ¿qué fuerza podía mover el bosque, y ordenar a los árboles que soltasen sus raíces, hondamente clavadas en el suelo? Todos los presagios eran buenos. El destino se presentaba ante él de una manera brillante. Pero había aún una cosa que su corazón ansiaba saber.

— Decidme, si es que vuestro arte puede llegar a tanto — preguntó a las brujas; — ¿la descendencia de Banquo reinará en este país?

— No quieras saber más — fue la solemne prevención.

— Quiero quedar completamente satisfecho. ¡Negadme ésto y la maldición eterna caiga sobre vosotras! ¡Decídmelo! ¿Por qué se hunde la caldera, y qué ruido es ese?

Pues se oía un lejano sonido de trompetas: y cantaron las brujas:

«iMostraos!.. ¡Mostraos!.. iMostraos!
Mostraos a sus ojos, y atormentad su corazon;
Llegad cual sombras y cual sombras idos!»

Entonces en la obscuridad de la caverna brilló un extraño y luminoso fulgor, y lentamente en procesión, desfilaron ocho reyes, el último de los cuales llevaba un espejo en la mano. Detrás de los ocho reyes iba Banquo.

¡Horrible visioó! ¡Así, después de todo, las brujas habrían dicho la verdad, y eran los hijos de Banquo los que ocuparian el trono de Escocia durante innumerables generaciones! Pues en el espejo que conducía el último rey, se reflejaban muchos más, y algunos de ellos eran portadores de dobles esferas y triples cetros.

— ¿Qué, es esto así? — exclamó Macbeth, y la primera bruja contesto:

«iAy! señor, todo es así: ¿pero por qué
se ha quedado Macbeth tan asombrado?
Ea, hermanas, tratemos de reanimar su espíritu
y mostrarle lo mejor de nuestros deleites;
Haré un ensalmo y el aire nos dará una musica,
Mientras vosotras ejecutáis vuestra antigua ronda
Para que este gran rey pueda decir bondadosamente
Que hemos cumplido nuestro deber, pagando su visita.»

Oyéronse los sonidos de una extraña música, y, ejecutando una especie de danza salvaje y burlesca, las brujas se desvanecieron, la caldera se hundió en la tierra, y Macbeth se encontró solo en mitad de la sombría caverna.

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