William Shakespeare

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Macbeth

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En el castillo de Macbeth

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

En el castillo de Macbeth
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El rey Duncan dió a Macbeth y a Banquo la más cariñosa acogida, y, al propio tiempo que confirió al primero de los generales su nueva dignidad, aprovechó la oportunidad para anunciar que su hijo mayor, Malcolm, le sucedería en la corona, ostentando, de allí en adelante, el título de príncipe de Cumberland. En aquellos días de luchas y revueltas, no podía darse por seguro que la corona pasara pacíficamente de padres a hijos. Cuando el legítimo heredero era muy joven o muy débil, algún poderoso pariente se adelantaba y empuñaba el cetro. La esposa de Macbeth era una próxima parienta del rey, y según antiguas crónicas, quizá tenía mejor derecho al trono que el mismo Duncan. Así, pues, Macbeth pudo haber acariciado la esperanza de que, después de la muerte del rey, sobreviniendo ésta por sus trámites naturales, sería él quien ciñese la corona de Escocia. Pero aquella pública proclamación del joven príncipe como tal heredero, era un obstáculo a sus planes, un muro que se oponía a su ambición y que era preciso derribar. Una vez más, y con mayor violencia que nunca, Levantóse en su mente la diabólica sugestión. Comprendía perfectamente la tenebrosa maldad que estaba incubando, pero se sentía casi determinado a darle forma, costase lo que quisiera.

Lady Macbeth conocía perfectamente el carácter de su marido. Aspiraba éste a la grandeza, y no le faltaba ambición, pero su alma no estaba lo bastante endurecida para ir al fin propuesto, sin reparar en los medios. Las grandes cosas que ansiaba le hubiesen colmado de alegría obteniéndolas legalmente; no le placía el comportarse con falsedad, pero no vacilaba en poner su valor al servicio de sus deseos. Acostumbrado a acatar el decisivo juicio de su mujer, escribióle haciendo una minuciosa reseña de lo ocurrido en su encuentro con las brujas, dejando el asunto a su criterio y a su voluntad.

Si en la mente de Macbeth había alguna vacilación, no existía ninguna en la de lady Macbeth. Su marido era ya barón de Glamis y barón de Cawdor; pues bien, él llegaría al más alto honor profetizado. Tan resuelta se hallaba en lo referente a este punto, y tan activo era su espíritu en ultimar planes diabólicos, que, cuando llegó un mensajero anunciando que el rey Duncan estaba caminando hacia el Castillo, y se hospedaría allí aquella noche, casi declaró la infamia que abrigaba en su corazón, exclamando a pesar suyo:

— ¡Tú estás loco cuando dices eso!

Parecía como si el destino pusiera en sus manos a la confiada víctima.

— Hasta el cuervo parece graznar ronco a la fatal entrada de Duncan bajo mis almenas — murmuró para sus adentros; y, con terrible decisión, empezó a sofocar todo sentimiento de femenil debilidad o compasión, y a endurecerse con inflexible crueldad para el crimen que había de cometer.

Precediendo algunos minutos al rey, llego Macbeth, siendo recibido con las mas calurosas muestras de simpatía por parte de su mujer.

— Amor mío — dijo Macbeth, — Duncan se hospeda aquí esta noche.

— ¿Y cuando parte? — preguntó lady Macbeth con voz vibrante de terrible significación.

— Mañana... eso piensa, — balbuceo Macbeth evitando las miradas de su mujer.

— ¡Oh... jamás vera el sol ese mañana! — exclamo lady Macbeth. — Vuestro rostro, barón mío, es un libro abierto donde puede leer todo el mundo materias muy extrañas. Para estar de concierto con el tiempo, hay que ir con el tiempo; brille la bienvenida en vuestra mano, vuestros ojos y vuestra lengua; semejad a una flor inocente, pero sed la serpiente escondida debajo de ella. Hemos de preparar lo necesario para el que llega, y podéis poner en mi mano el gran asunto de esta noche.

— Ya hablaremos después — dijo Macbeth todavía vacilante.

— Procurad serenaros — le contestó lady Macbeth; — el favor ajeno siempre es de temer. Todo lo demás dejadlo a mi cuidado.

El consejo dado por lady Macbeth a su esposo lo siguió ella a las mil maravillas. El rey Duncan fue objeto de una calurosa recepción, y el anciano monarca quedó encantado de la amable y cariñosa acogida que se le dispensaba.

El castillo estaba pintorescamente situado; el aire era dulce y fresco, y tan templado, que los huéspedes del estío, los vocingleros vencejos, edificaban sus nidos en todos los rincones y ángulos aprovechables. Verdaderamente, todo parecía respirar allí paz y seguridad.

Pero los corazones de los dueños de aquel castillo, estaban muy distantes de la devoción que fingían a su noble huésped, aun cuando Macbeth no tenía la inflexible voluntad de su esposa. Atormentado por contrarios pensamientos, Macbeth salió furtivamente de la cámara donde el rey Duncan estaba cenando y fue en busca de la soledad para resolver el tremendo problema de si debía o no cometer semejante crimen. Existían muchas razones que clamaban en contra. Primeramente Macbeth era pariente y súbdito de Duncan, circunstancia de gran peso para disuadirle. Después, Duncan era su huésped, y como tal, su deber era cerrar la puerta al asesino, no esgrimir el puñal. Duncan se había mostrado tan benigno en sus elevadas funciones, que todas las virtudes clamarían en su pro, y llenarían el país de horror y compasión por su suerte. Macbeth, pues, no tenia mas aguijón que su ambición inmensa para espolearle; ésta podía, después de todo, ser dominada y reprimida.

Al echar de menos a su marido, lady Macbeth siguióle al desierto vestíbulo, y, al oir que le decía secamente: «No tratemos ya más de este asunto», ella le abrumó con el más soberano desprecio. Le echó en cara su lastimosa falta de resolución, y se rió de él por su cobarde falta de valor, al dejar «yo no me atrevo» en espera del «yo quiero,» como el pobre gato del refrán. Cuando su marido expuso la idea de que podían fracasar, lady Macbeth se echo a reír con desdén.

— ¡Fracasar! — exclamó: — realzad vuestro ánimo hasta el punto preciso, y no fracasaremos.

E inmediatamente expuso a su marido el plan que debía seguirse. Cuando Duncan se retirase a descansar, ella daría un narcótico, puesto en el vino, a los dos soldados que debían dar la guardia en la puerta del rey, y esto hecho ¿quién impediría que ella y Macbeth hiciesen todo lo que quisieran con el indefenso huésped? Y, finalmente, ¿quién los privaba de achacar el crimen a los dos guardias, que cargarían así con la responsabilidad del hecho?

Enardecido con admiración por el indomable ánimo de su esposa, Macbeth no opuso ya más objeciones, y la muerte del rey, su huésped, quedó convenida.

La noche era obscura y tempestuosa, una de las más rudas que se hayan conocido. La luna se ocultó tras el horizonte a media noche, y después todo quedó negro, sin que se vislumbrase ni una estrella. El viento gemía y zumbaba entre las torrecillas del Castillo, algunas chimeneas se derrumbaban, óiganse extraños gritos, que parecían presagiar la cercana catástrofe; la corneja, el ave agorera de la muerte, graznaba en los intervalos de calma.

Los moradores del Castillo se sentían incómodos y molestos; se habían retirado muy tarde a sus aposentos, pues, con motivo de la llegada del rey, había habido recepción y velada; y después, a muchos de ellos les era imposible conciliar el sueño, a causa de la horrorosa tempestad. Pero, de lo que ocurría en medio de ellos, no tenían la menor sospecha.

A la hora convenida, Macbeth, temblando de terror ante su propia acción, se introdujo en el aposento de Duncan y le asesinó. El rey aparecía tan tranquilo y apacible en su primer sueno, que un súbito remordimiento invadió el corazón del asesino, el cual quedo enclavado por el horror, contemplando lo que había hecho. En una habitación contigua, dos caballeros del séquito del rey se agitaron y hablaron durmiendo. Uno prorrumpió en risa, y otro exclamo: «¡Asesino!,» despertando ambos; Macbeth los oyó y continuó inmóvil. Pero después de murmurar una oración, volvieron a dormirse y Macbeth se recobró lo bastante para salir e irse en busca de su mujer a noticiarla que el crimen estaba consumado.

Pero aun cuando había templado sus nervios para soportar el golpe; todo el valor de Macbeth se había desvanecido de nuevo. Se estremeció con horror al ver sus manos manchadas de sangre, y su mujer necesitó de toda su persuasión para arrancarle a aquella especie de estupor que parecía haberse apoderado de él.

— Estas cosas no deben tomarse de esa manera — dijo, cuando Macbeth le refirió lo que había ocurrido en el aposento del rey. — Sería cuestión de volverse uno loco.

— Parecióme oir una voz que gritaba: «¡No mas dormir!,» -continuó Macbeth con el mismo tono alocado. — «¡Macbeth ha matado al sueño!... ese inocente sueno, bálsamo de las mentes doloridas, gran segundo curso de la naturaleza, principal alimentador en la fiesta de la vida...»

— ¿Qué queréis decir? — interrumpió su mujer.

— Aun grita: «¡No más dormir!» a toda la casa; «Glamis ha asesinado al sueño, y por consiguiente Cawdor no dormirá ya más, Macbeth no dormirá ya más.»

— ¿Pero quién era el que gritaba así? — exclamo lady Macbeth con impaciencia. — ¿No veis, mi digno barón, que estáis debilitando vuestras fuerzas con el pensamiento de esas locuras? Id, buscad agua, y borrad ese testimonio de vuestras manos. ¿Por qué quitáis esos puñales de su sitio? Deben quedarse aquí, y manchar la ropa de esos dormidos guardias.

— No doy un paso más— dijo Macbeth. — Me da miedo pensar en lo que he hecho...., no me atrevo a contemplarlo de nuevo.

— ¡Pobre de espíritu! ¡Dadme a los puñales! — exclamó lady Macbeth desdeñosamente. — El sueño y la muerte son como imágenes; solo los ojos de la niñez se asustan ante un diablo pintado.

Y arrancando los puñales de la enervada mano de su marido, llevólos al aposento de Duncan y los colocó en las manos de los guardias narcotizados, para que pareciese que ellos habían asesinado al rey.

Antes de que lady Macbeth puliese reunirse con su marido, oyóse el golpe de llamada en la puerta principal; la castellana corrió a mudarse de ropa, para evitar toda sospecha en caso de tener que presentarse, pues aun lucía los atavíos de la víspera.

El recién llegado era un lord escocés llamado Macduff, a quien el rey había ordenado que se presentara aquella mañana muy temprano. Se le introdujo en el aposento de Duncan, y el crimen, naturalmente, fue inmediatamente descubierto. Todo fue alii horror y confusión. Macbeth fingió una indignación y un sentimiento capaces de engañar a los más maliciosos. Todo el castillo se puso en pie; la campana de alarma sonaba fuera. Macduff gritaba llamando a Banquo, y a los dos jóvenes príncipes, Malcolm y Donalbain. Lady Macbeth acudió, desordenadas sus ropas, como quien ha sido sobresaltada en su sueño.

Temiendo lo que los dos guardias pudieran decir al salir de su letargo, Macbeth aprovecho la oportunidad para matarlos en el acto, explicando que no había podido contenerse al ver aquellos puñales en sus manos, prueba evidente de su infamia. Pero la sospecha se había despertado en el corazón de los jóvenes príncipes; temieron que la traición comenzada no hubiese terminado alii, y no se sintieron seguros en aquella mansión. Así, cuando Macbeth convocó una reunión general en el vestíbulo del castillo, para decidir lo que debía hacerse en aquellas circunstancias, los príncipes se alejaron secretamente,  decidiendo, para mayor seguridad, que Malcolm, el primogénito, se refugiase en Inglaterra, y Donalbain, el menor, en Irlanda.

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