William Shakespeare

William Shakesperare

Macbeth

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Las parcas

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

Las parcas
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La hechicería, en la actualidad, es una cosa que pertenece al pasado, por lo menos en lo que a Inglaterra se refiere, aun cuando existan todavía reminiscencias, en remotos lugares, de credulidad en el poder para el mal, atribuido a algunas pobres viejas, cuyo solo título para tal distinciones, quizá, su desamparo y fealdad. Pero antiguamente, y aun durante el siglo XVIII y principios del XIX, semejante credulidad era una cosa muy común. Las «adivinas» como solía llamárselas, que pretendían poseer la facultad de predecir lo futuro, abundaban relativamente, y hasta gentes instruidas y de elevada positión, no se avergonzaban de consultarlas sobre venideros acaecimientos. En Escocia esta creencia duró mucho más tiempo que en Inglaterra, y aun en nuestros días, en las remotas localidades de las Highlands, se encuentran personas que se jactan de poseer el don de la «segunda vista», es decir, el don de ver con anticipación lo que ocurrirá algunos años más tarde.

Los hechos de que trata la presente historia tuvieron lugar hace centenares de años, en 1039, con anterioridad a la venida de Guillermo el Conquistador a Bretaña, y cuando Inglaterra y Escocia eran dos reinos enteramente separados.

El trono de Escocia estaba entonces ocupado por un rey llamado Duncan. La comarca, en todo tiempo, se veía a merced de los invasores del Norte, y precisamente, en este período sufría a consecuencia de las invasiones de las hordas noruegas, que, secretamente ayudadas por el traidor barón de Cawdor, habían penetrado y hechóse fuertes en el oriental condado de Fife. Pero su breve posesión se cambió en derrota gracias al valor de los caudillos escoceses, Macbeth, y Banquo. Sweyn, rey de Noruega, vióse forzado a pedir la paz, con más una multa de diez mil dólares, para obtener el permiso de enterrar a sus hombres muertos en la batalla.

La noticia de que una gran victoria había sido obtenida gracias al valor de Macbeth, fue transmitida al rey Duncan, el cual, pronunció sentencia de muerte contra el traidor barón de Cawdor, cediendo este título a Macbeth, en recompensa de sus servicios.

 

Era una noche tempestuosa, en un desolado matorral, junto a Forres. El sol poniente, ya muy bajo sobre el horizonte, lanzaba un resplandor rojizo sobre el escuálido ramaje y sobre un grupo de raquíticos abetos.

El trueno redoblaba en el cenit, el viento mugía pareciendo a veces lanzar prolongados gemidos, el relámpago surcaba el firmamento, trazando caprichosas haces de luz. Mas, para tres extrañas figuras que se aproximaban de diferentes direcciones, viniendo a reunirse en el centro de aquel solitario lugar, la tempestad parecía no tener importancia, o más bien, convenía perfectamente con su sombría y siniestra catadura. Hijas de la noche, sus maldades eran las que se cometen en la obscuridad. La plena luz del sol y el aliento del día las hacia estremecer y refugiarse en secretas y retiradas madrigueras; pero así que la medía noche velaba el firmamento, se deslizaban a sus impías vigilias o, en alas de la tempestad, cabalgaban sobre el viento, llevando la muerte o la desolación a todo lo que se cruzaba en su camino.

— ¿Dónde has estado, hermana? — preguntó la primera bruja.

Y la segunda contestó:

— De matanza.

— Hermana; ¿y tú?— preguntó la tercera bruja.

— La mujer de un marinero tenía castañas en la falda, y masca, y masca, y masca, — contestó la primera bruja: «Dame castañas», le dije yo. «¡Largo de aquí, bruja!», me respondió la glotona. Su marido ha ido a Alepo, mandando el Tigre; pero yo me embarcar´r en un cedazo, y, como una rata sin rabo, ¡iré, iré, iré! — termino despechada.

— Yo te daré un viento— dijo la segunda bruja.

— Eres muy buena.

— Y yo otro — dijo la tercera bruja.

— Y yo tengo los demás— continuó la primera bruja, regodeándose en la venganza que pensaba hacer recaer sobre el esposo de la mujer que la había ofendido, y salmodiando con una especie de canto:

«Y todos los puntos donde toquen
Y todos los rincones que conocen
De la carta de navegar.
Quiero secarle como se seca el heno,
No dormirá ni de día ni de noche;
Tendido sobre la cama,
Vivirá como un impedido;
Nueve veces nueve, siete tremendas noches
Estará despierto, lánguido y consumido:
Y aun cuando su barco no pueda perderse,
Será el juguete de las olas.
¡Ved lo que traigo aquí!»

— ¡Enséñamelo! ¡Enséñamelo! — exclamó la segunda bruja con ansiedad.

El dedo pulgar de un piloto
Que naufragó cuando volvía a casa.

En este momento oyóse a lo lejos el sonido de un tambor y el rumor de pisadas de caballos.

— ¡Un tambor! ¡Un tambor! —exclamó la tercera bruja. — ¡Macbeth se aproxima!

Entonces las tres temibles criaturas, asiéndose de las manos, comenzaron solemnemente una salvaje danza, agitando sus huesudos brazos con extraños gestos, y canturreando con discordante entonación:

«Las fatales hermanas, de concierto,
Correos de la mar y de la tierra,
Van así alrededor, en son de guerra;
Tres veces hacia ti, y tres hacia mí,
Tres veces otra vez en torno mío.
¡Silencio! El conjuro ya cumplí.»

Macbeth y Banquo, cabalgando a través de la planicie, de vuelta al hogar, después de la campaña contra los noruegos, se sobresaltaron a la vista de aquellas tres espantables figuras que se oponían a su paso.

— ¿Quiénes son estás criaturas, tan extravagantes y diabólicas en su apostura, no parecidas a los moradores de la tierra, aun cuando estén en ella? — dijo Banquo. — ¿Tenéis vida? ¿0 sois algo a quien pueda un mortal interrogar?

— Hablad, si podéis; ¿quién sois? — preguntó Macbeth.

Y las tres brujas, por turno, le contestaron saludándole:

— ¡Salve, Macbeth! ¡Salud a ti, barón de Glamis!

— ¡Salve, Macbeth! ¡Salud a ti, barón de Cawdor!

— ¡Salve, Macbeth! Tú serás rey un día.

— Querido señor, ¿por qué os sobresaltáis y parecéis acoger con temor tan gratas nuevas? — preguntó Banquo, pues Macbeth parecía abismado en ensueños, admirado de lo que había oído.

Después Banquo interrogó a las brujas, para que, si realmente conocían lo porvenir, le dijesen algo a él, que no suplicaba sus favores, ni temía su odio.

Las brujas replicaron inmediatamente:

— ¡Salve! ¡Salve! ¡Salve!

— ¡Mas pequeño que Macbeth y más grande!

— ¡No tan feliz, pero mucho más feliz!

— Padre serás de reyes, aun cuando tu no lo seas. ¡Así pues, salve, Macbeth y Banquo!

— ¡Banquo y Macbeth, salve!

Macbeth hubiera deseado interrogar más por menudo a las misteriosas criaturas, pero ellas no quisieron hablar una sola palabra más. Por la muerte de un pariente había recaído en Macbeth el titulo de barón de Glamis; pero respecto del barón de Cawdor, ni tenía noticia de su traición y muerte, ni de que se le hubiese confiscado el titulo. Y en cuanto a lo de ser rey, le parecía tan fuera de toda probabilidad como lo de ser barón de Cawdor. Quiso, pues, volver a la carga y hacer hablar a las brujas; pero al insistir, se desvanecieron deshaciéndose como burbujas en el nebuloso crepúsculo de donde habían salido.

Los dos victoriosos generales se quedaron perplejos, mirándose el uno al otro, mudos por un momento, llenos de admiración y pavor. Ambos habían luchado como bravos en el campo de batalla, contra feroces enemigos, pero aquí existía un misterio capaz de oprimir el corazón mas encallecido. El veneno comenzaba a producir su efecto. Profundamente ambicioso era Macbeth, aun cuando falto de resolución para llevar las cosas a su última finalidad; pero las palabras de aquellas brujas habían dado en el blanco, halagando sus secretos deseos. Macbeth sin embargo, no podía confesarlos abiertamente.

— Vuestros hijos serán reyes— dijo a Banquo: y obtuvo la respuesta que quizá esperaba su ansioso corazón:

— ¡Y vos seréis rey!

—Y barón de Cawdor también ¿no es así?— preguntó con fingida incredulidad.

— Esas fueron las palabras— afirmó Banquo.

La misteriosa salutatión de las brujas tuvo en aquel momento una extrofia confirmación, pues llegaron mensajeros enviados por el rey Duncan, trayendo la noticia de que el barón de Cawdor había sido condenado a muerte por el delito de traición, y que su título y propiedades habían sido conferidos a Macbeth. Una prueba tan inmediata de la facultad de adivinación de las brujas no podía menos de inspirar a Macbeth extrañas fantasías.

— ¡Glamis y barón de Cawdor! — murmuró para sí mismo. —Lo más grande viene después.

Y habló aparte a Banquo.

— ¿No esperáis que vuestros hijos sean reyes, cuando las que me dieron a mí el titulo de barón de Cawdor, así lo han pronosticado? 

Pero Banquo no era tan impresionable como Macbeth. Le previno que era peligroso el poner confianza en las cosas del diablo; con frecuencia, para conducir las almas a la perdición, dicen verdades sobre asuntos frívolos, con objeto de burlarlas en materias de mayor trascendencia.

Macbeth apenas prestaba atención a las juiciosas palabras de Banquo. Sus pensamientos estaban fijos en otra idea. Las brujas habían pronosticado con verdad que el seria barón de Cawdor, cuando al parecer no existía fundamento para que tuviese lugar tal acontecimiento. ¿Por qué, pues, no podían haber dicho la verdad igualmente al predecirle un honor mas alto?

Una espantosa idea comenzaba ya a tomar forma en la mente de Macbeth. Al principio la ahuyentó con horror, pero volvió a presentarse, una y otra vez, con renovada fuerza. Por último trato resueltamente de borrarla de su cerebro.

— Si el destino quiere hacerme rey, podre ceñir la corona sin necesidad de hacer esfuerzo alguno — se dijo. Después, con el pensamiento de que dejaría obrar a los acontecimientos como pluguiese al hado, añadió: Venga lo que viniere, el tiempo y la hora corren a través del más rudo de los días.

Pero a pesar de todo, le era imposible desechar aquella idea y tomar la determinación de no pensar más en ello, como hubiera hecho un hombre juicioso. Necesitaba reflexionar sobre lo que había pasado, y tratarlo de nuevo con Banquo.

— Vayamos ahora al rey — dijo a éste; — pues los mensajeros habían salido a noticiarles que Duncan los esperaba para darles las gracias por la victoria conseguida. Pensaremos en lo ocurrido, y más tarde, habiéndolo pesado y reflexionado bien, hablaremos con franqueza y verdad.

— Con mucho gusto — convino Banquo.

— Hasta entonces, pues — dijo Macbeth. — Vamos, amigos, y se adelantó con Banquo y los otros señores para recibir sus nuevos honores de manos del rey.
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