Lo que sucediķ en el bosque |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Lo que sucediķ en el bosque |
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Triste era por demás la situación de la cuitada Silvia: su amante, desterrado de Verona; ella, reducida a un duro encierro por su hosco y déspota padre, y, como si esto no fuera suficiente amenazábale el obligado enlace con un pretendiente a quien detestaba de corazón. ¿Qué remedio podía esperar a tanto infortunio? Difícil era hallarlo; pero no por esto perdió
la esperanza, ni se abatió de espiritu. Había, en aquel entonces, en la corte de Milán, un caballero, amigo suyo, en quien ella podía confiar, llamado Eglamor; hombre prudente, compasivo, servicial, que sabía también de penas y tristezas, pues había perdido a su amorosa y fiel companera, y la herida de su corazón no se había aún cicatrizado. A él, pues, acudió Silvia en su apuro, manifestándole cuán ansiosa estaba de ver a Valentín y cómo se había propuesto partir a Mantua, en donde sabía que se hallaba aquél; pedíale, pues, que la acompañase en el viaje por ser los caminos muy peligrosos, pues en su lealtad y caballerosidad fiaba. No dejó
de comprender el caballero lo delicado del caso; pero compadecido de la desgracia de la dama y reconociendo que el duque obraba inhumanamente al obligar a su hija a contraer matrimonio contra su voluntad, accedió el señor Eglamor, y tomaron el acuerdo de ponerse en camino aquella misma tarde. Apenas se había separado Eglamor de Silvia, cuando recibió
esta un recado de Proteo reclamándole el retrato que le
prometiera la noche de la serenata. Poco pensaba Proteo que el que mandaba con este encargo era la propia Julia, aunque disfrazada bajo la forma del nuevo y advenedizo paje. Y no fue sólo el encargo del retrato lo que le confió, sino que además le dió una sortija para que la entregara a Silvia, aquella misma
sortija que como prenda de amor recibiera de manos de Horrible fue aquel golpe para el corazón de Julia, o digamos Sebastián (pues éste era el nombre que había tomado), y tremenda la lucha que se entabló en su espíritu; pero siguiendo adelante en sus propósitos, cumplió fielmente el encargo. En cuanto a Silvia, a pesar de la repugnancia que le causaba el proceder desleal de aquel amante intruso, entregó el retrato porque no podía negarlo después de haberlo prometido; pero ni quiso leer la carta, ni aceptar la sortija. —Señora—dijo amablemente Sebastián;—mi señor os manda esta sortija. —¡Una infamia más del que os envía!...—respondió Silvia.—Yo misma he oído mil veces de su boca que esta sortija se la dio Julia al despedirse en Verona. ¡Si el perverso caballero profanó con su dedo esta sortija, no voy yo a hacer con el mío tamaña ofensa a Julia! Julia quedó profundamente conmovida y su corazón agradecidísimo por la generosa simpatía de Silvia, sobre todo cuando ésta le preguntó por Julia, manifestándole cuánto se interesaba por ella y la compasión que le inspiraba. —¡Pobre joven, triste y abandonada!—dijo Silvia.—¡Verdaderamente es digna de lástima su situación!... Ahora bien, toma, noble mancebo, esta bolsa de dinero; te hago este obsequio en gracia de tu señora, pues veo que también tu la amas. Adiós. —Ella os dará las gracias, si es que llega a tener la dicha de conoceros— exclamó Julia mientras Silvia se retiraba con su servidumbre.—¡Oh virtuosa joven, que bella y amable es! No dudo de que el entusiasmo de mi señor se resfriará al ver lo mucho que se interesa por el bien de mi señora. Y volvió algo más consolada, a presencia de Proteo. *** Por su parte Silvia huyó aquella noche de Milán en compañía del señor Eglamor, tal como habían convenido. La noticia empero llegó a oídos de su padre, quien inmediatamente se puso en marcha para perseguirlos, acompañado de Thurio, Proteo y Sebastián. Sucedió que, al atravesar un peligroso bosque, el señor Eglamor y Silvia cayeron en manos de unos bandidos. Eglamor hizo cuanto pudo por escapar de ellos, pero no pudo evitar que cayera en sus manos Silvia, la cual fue llegada a presencia del capitán, al propio tiempo que llegaba Proteo para rescatar, no sin grandes dificultades, a la cautiva. Ahora bien, el jefe o capitán de aquella partida no era otro que Valentín, quien en su viaje a Mantua había caído prisionero de aquellos salteadores, los cuales reconociendo en él a un joven honrado y valiente, le nombraron jefe de su banda. Él por su parte, viendo que no se trataba de facinerosos, sino más bien de jóvenes expulsados de Milán por sus travesuras y a quienes el deseo de correr aventuras había inclinado a seguir aquel modo de vida, consintió en ser uno de ellos, diciendo: —Acepto vuestra oferta, y seré uno de vosotros; pero siempre con la condición de no injuriar a las mujeres ni molestar en nada a los pobres caminantes. —No hay que hablar de esto; detestamos tales fechorías—dijo uno de ellos;—por lo cual, está tranquilo y ven con nosotros confiadamente. Vamos a presentarte a los otros compañeros, te mostraremos nuestros tesoros, y de todo lo nuestro puedes disponer a tu antojo. El día de la aventura de Silvia, quiso la suerte que Valentín se hallase solo en el bosque al pasar por él el señor Eglamor y la fugitiva, y que viese, oculto detrás de unos matorrales, cómo Proteo, se acercaba, acompañado de Silvia y el pajecito Sebastián. —Señora—oyó que decia Proteo; servicio es éste que os hago a vos y por vos únicamente he puesto en peligro mi vida, aunque se muy bien que no vais a tener para nada en cuenta lo que por vos haga vuestro siervo. Sin embargo, una recompensa espero de vos, y ésta es una dulce mirada. No puedo pediros merced mas pequeña, y estoy seguro de que no podéis darme otra inferior a ésta. —¡Cielos! ¡que villanía!... ¿será esto un sueho?...—dijo
para sí Valentín, espantado de la traición de su amigo. Procuró
empero calmar su espíritu y esperó pacientemente a ver cómo terminaba aquella escena. —¡Ah y qué desdichada soy!—murmuró Silvia. —¡Y yo más infeliz aún!—repuso aparte el pajecito. —¡Más me hubiera valido—exclamó Silvia—caer en las garras de un hambriento león, o ser devorada por una bestia salvaje, que no que el falso Proteo viniese a rescatarme!... ¡Oh cielos, sedme testigos del amor que profeso a Valentín, cuya vida me es tan querida como mi propia alma! ¡A la medida que mi corazón le idolatra, detesta al falso y perjuro Proteo! ¡Ea pues (increpa a Proteo) idos de mi presencia y no me importunéis más! Viendo Proteo que las palabras dulces y los halagos no podían nada para conquistar el corazón de Silvia, airado, asió bruscamente de ella; al ver lo cual saltó Valentín y tocándole en la espalda le dijo: —¡Miserable!... ¡suelta!... ¡aparta esas brutales manos, indigno y falso amigo! —¡Valentín!.. —¡Hombre mal nacido! ¡amigo desleal!—prosiguió Valentín, desfogando su coraje contra aquel villano.— ¡Ah traidor, tú has frustrado todas mis esperanzas!; menester era que lo viese con mis propios ojos para creerlo. Ahora ya no puedo decir que tengo un amigo en este mundo; tú me has probado lo contrario; ¿con quién pues podré confiar, si el mas allegado y más íntimamente unido conmigo es mi perjuro? ¡Proteo!, gran pena me da el pensar que no puedo tener confianza en ti: tú eres la causa de que me considere, de hoy en adelante, en el mundo, como un extranjero, desconocido de todos sus semejantes: la herida más profunda es la que abre en el corazón un amigo, y el amigo infiel es el peor de los enemigos. Los justos reproches de Valentín hicieron mella en el ánimo de Proteo, ya de suyo impresionable: en su remordimiento imploró el perdón del amigo ofendido y éste fue tan noble y generoso, que perdonó la ofensa: es más, en el impulso del momento, le ofreció hacer renuncia a su favor, de los derechos que sobre Silvia tenía. Al pensamiento de que iba a perder para siempre a Proteo cayó Julia al suelo desvanecida. —Mira este joven cómo se ha caído—dijo Proteo. —¿Qué os pasa, joven?—exclamó Valentín;—¡ea! mirad, —¡Ah señor!—exclamó el pajecito;—mi amo me encargó
que trajese una sortija a la señora Silvia, y ahora me doy cuenta que he dejado de cumplir el encargo. —Y ¿dónde esta la sortija?—preguntó Proteo. —Hela aquí; ésta es. —¿Cómo?... -replicó Proteo;—si ésta es la sortija que y» —¡Oh! perdón, señor; me había equivocado,—dijo Julia, —Pero ¿cómo habéis obtenido esta sortija—preguntó Proteo fijándose en la primera.—¡Si es la que entregué a Julia al salir de Verona!... —Si, y la misma Julia me la entregó a mí y la propia Julia es quien aquí la ha traído—respondió el paje. —¿Cómo?... ¡julia!... —Reconoce finalmente en mí, ¡oh Proteo!, a la que fue objeto de tus muchos juramentos, que ella conservó tiernamente grabados en su corazón—exclamó Julia quitandose el disfraz:—¡cuántas veces, oh Proteo, has querido arrancarlos con tus perjurios! Avergüénzate de verme vestida de esta manera; avergüénzate de pensar que me ha sido preciso vestirme con este traje impropio de mi sexo y aun deshonroso, si es que
puede jamás serlo el disfraz inspirado por el amor: en el concepto del pudor, es mucho menos vergonzoso para una mujer el cambiar de vestido que para un hombre el cambiar de sentimientos. —¡Ah! ¡cambiar de sentimientos!... —repitió por lo bajo
Proteo, víctima de los remordimientos de su conciencia.—¡Oh y qué verdad es ésta! —¡Ea! —exclamó Valentín; — dadme ambos la mano, que quiero yo tener la dicha de contribuir al feliz término de vuestras contiendas. ¡Lástima fuera que dos corazones que tanto se aman, estuvieran por más tiempo enemistados! —Al cielo pongo por testigo—exclamó Proteo,—que no
deseo otra cosa. —Y yo no menos;—repuso Julia. Y es de creer que el tornadizo mancebo guardó en adelante fidelidad a su dama.
Así estaban las cosas cuando llegaron los bandoleros llevando cautivos al duque de Milán y al señor Thurio. —¡Compañero! —exclamaron al divisar a Valentín—¡una —¡Alto, amigos!—repuso Valentín;—soltad la presa; es —¡Señor Valentín!... —Y aquí está Silvia, y Silvia me pertenece—interrumpió el señor Thurio adelantándose. — ¡Atrás! —increpóle Valentín, —¡atrás, si no queréis pagar con la vida vuestra osadía! No digáis que Silvia es vuestra. Aquí está ella; pero no la toquéis a un hilo de la ropa, si queréis regresar sano y salvo a Milán. —Señor Valentín—respondió Thurio acobardado;-—no me preocupo ya de ella. Loco me parecería quien expusiese su vida por una joven de la cual no es correspondido; no pretendo pues que sea mía, quedaos vos en buen hora con ella. —Esto no te hace menos cobarde, ni te excusa en manera alguna, de abandonarla tan facilmente, después de lo mucho que hiciste por conquistarla y obtener su mano—dijo el duque indignado. —Ahora,—prosiguió,—¡oh Valentín! por la memoria y honor de mis antepasados rindo homenaje a tu valor; eres verdaderamente digno del amor de una emperatriz. Desde ahora te doy palabra que olvido todos los disgustos que me has dado y que no te guardaré rencor ninguno. Valentín, eres un caballero y como a tal, te entrego a Silvia; tuya es, porque te la has ganado. —¡Gracias mil, magnífico señor; es un don este que me hace verdaderamente feliz! Ahora, por el amor de vuestra hija voy a pediros un favor. —Pide lo que quieras—respondió el duque;—no puedo negarte cosa alguna. —Ved a todos esos mis compañeros de aventuras; son unos desgraciados como yo mismo, desterrados de su patria por intemperancias propias de la juventud, pero en su interior personas honradas y dispuestas a llevar una vida de trabajo y una conducta irreprochable, si vuestra benignidad les perdona y levanta el castigo bajo el cual gimen lejos de su patria. Concedió el duque, de buena voluntad, el perdón a aquellos infelices, quienes regresaron gozosos a Milán, en donde se celebraron las alegres fiestas de dos bodas, a cual más inteiresante. La de Valentín con Silvia y la de Proteo con Julia. |
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