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San Agustín

"Confesiones"

Libro 10

Capítulo 3

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Confesiones

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CAPÍTULO 3

Del fruto que sacaba de confesar a Dios el estado presente de su alma, a distinción de lo que antes había sido

 

3. ¿Qué me importa a mí que oigan o no los hombres las Confesiones mías, como si ellos hubieran de sanar todas las dolencias de mi alma, siendo ellos tan cuidadosos para saber la vida ajena como desidiosos para enmendar la suya? ¿Para qué desean oír de mí lo que soy, no queriendo escuchar de Vos lo que son ellos? Mas cuando me oigan hablar de mí mismo, ¿de dónde saben ellos si yo les digo la verdad, siendo así que ninguno de los hombres puede saber lo que pasa en el interior de cada uno, sino el espíritu humano que está en el hombre mismo? Pero si os oyeran hablar de ellos mismos, no pudieran decir nunca: el Señor nos engaña, o esto es mentira.

Porque oír ellos lo que decís de ellos mismos, ¿qué otra cosa es sino conocerse a sí propios? ¿Y quién es el que habiendo llegado a este conocimiento, se atrevió a decir: es falso esto que conozco, sino mintiendo él mismo?

Mas como es propio de la caridad hacer que todos los que ella une de modo que tengan un solo corazón se crean todas las cosas mutuamente unos a otros, yo, Señor, también os hago mi confesión, de tal modo que pueda llegar a noticia de los hombres, aunque no pueda hacerles demostración de que os confieso realmente la verdad, porque estoy seguro que me creerán todos aquéllos a quienes la caridad anima y les abre los oídos.

4. No obstante, Dios mío y médico soberano de mi alma, dignaos declararme qué fruto puedo sacar de hacer esto. Ya veo que las confesiones de mis males pasados, que vos me perdonasteis y los borrasteis para comunicarme vuestra bienaventuranza, dando a mi alma nuevo ser con la fe y gracia de vuestro santo Bautismo, cuando se leen o se oyen, han de excitar precisamente el corazón humano, para que no se deje oprimir del letargo de la desesperación, ni diga «No puedo ya ser otro». Ellas servirán para despertarle de tan peligroso sueño y hacerle vigilante en el amor de vuestra misericordia y en la dulzura de vuestra gracia, que es la que da a los flacos el poder y robustez que necesitan, como también la luz que es necesaria para que reconozcan su flaqueza. Aun los buenos se deleitan con saber los males pasados, de los que ya se han librado ellos, pero no se deleitan porque son males, sino porque de tal modo lo fueron que ya no lo son.

¿Cuál, pues, será el provecho, Dios y Señor mío, a cuya presencia se confiesa todos los días mi alma, quedando más quieta y segura con la esperanza de vuestra misericordia que con su inocencia, cuál, digo, será el provecho que puedo prometerme de hacer ante Vos estas Confesiones por escrito, por lo que toca a dar noticia a los hombres de lo que soy al presente, no de lo que antes de ahora he sido? Porque ya he visto el fruto que corresponde a confesar lo que fui, y ya hice antes conmemoración de él.

Lo que soy ahora en este mismo tiempo en que estoy escribiendo mis Confesiones hay muchos que lo desean saber, ya de los que me conocieron antes, ya también de los que no me conocieron, sino que a mí mismo o a otros han oído hablar de mí, aunque ni los unos ni los otros pueden aplicar sus oídos a las voces interiores de mi corazón, donde se halla realmente la verdad de lo que soy. Quieren, pues, oírme confesar lo que soy verdaderamente en mi interior, adonde no pueden aplicar sus ojos, ni sus oídos, ni su entendimiento; con todo eso ellos lo quieren, y están dispuestos a creerme; pero ¿acaso eso es bastante para que tengan un conocimiento cierto y seguro de lo que yo soy interiormente? La caridad que los hace tan buenos como ellos son es la que les persuade que yo no miento en estas Confesiones que hago de mí mismo, y ella es la que hace que den crédito a mis palabras.


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