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Pedro Antonio de Alarcón

"El amigo de la muerte"

VIII: El alma

Biografía de Pedro Antonio de Alarcón en AlbaLearning
 
 
 
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Música: Barber - "Hesitation Tango" Op. 28, no.5
 

El amigo de la muerte

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VIII

El alma

Aunque la condesa de Rionuevo, la terrible enemiga de Gi! Gi!, hace tan odioso papel en nuestra historia, no era, como muchos habrían quizás imag¡nado, una mujer vieja y fea.

La ilustre moribunda que a la sazón tendría treinta y cinco años, se hallaba en toda lá plenitud de una magnífica hermosura.

Gil Gil, que tanto odiaba a aquella mujer, no dejó de sentir esta complicada impresión de lástima y asombro, y cogiendo maquinalmente la hermosa mano que le tendía la enferma, murmuró con más tristeza que resentimiento:

-¿Me conocéis?

-¡Salvadme!-respondió la-moribunda sin escuchar la pregunta de Gil Gil.

En esto se deslizó por detrás de las cortinas un nuevo personaje, y vino a colocarse entre los dos interlocutores, apoyando un codo en la almohada y ia cabeza sobre una mano.

Era la Muerte.

-Concluye, Gil, concluye... que la hora eterna se aproxima.

-¡Ah! ¡Yo no quiero que muera!-respondió Gil-. ¡Aun puede enmendarse, aun puede remediar todo el mal que ha hecho!... ¡Salva su cuerpo, y yo te respondo de salvar su alma!

-Concluye, Gil, concluye-repitió la Muerte-, que la hora eterna va a sonar.

-¡Pobre mujer!-murmuró el joven con piedad a la condesa.

-¡Gil Gil!-exclamó la condesa, perdiendo el sentido.

-¿Se ha muerto?-preguntó el médico a la Muerte.

-No. Aún le queda media hora.

- ¡Gil!...-suspiró la moribunda.

El joven llamó al duque de Monteclaro, al arzobispo y a otros tres nobles de los muchos que había en la cámara, y les dijo:

-Escuchad la confesión pública de un alma que vuelve a Dios.

Los personajes susodichos se acercaron a la moribunda, arrastrados más por el inspirado rostro que por las palabras de Gil Gi!.

-Duque -murmuró la condesa al ver a Monteclaro-, mi confesor tiene una llave... Señor...-continuó volviéndose al arzobispo-, pedídsela... Este niño, este médico, este ángel, es hijo natural reconocido del conde de Rionuevo, mi difunto esposo, quien, al morir, os escribió una carta, duque, pidiéndoos para éi ia mano de Elena. Con esa llave... en mi alcoba... todos los papeles... ¡Yo lo ruego!... ¡Yo !o mando!...

Dijo, y cayó sobre las almohada sin luz en los ojos, sin aliento en los labios, sin color en el semblante.

Entretanto la Muerte había desaparecido.

Eran las doce de la noche.

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