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Pedro Antonio de Alarcón

"El amigo de la muerte"

VII: Revelaciones

Biografía de Pedro Antonio de Alarcón en AlbaLearning
 
 
 
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Música: Barber - "Hesitation Tango" Op. 28, no.5
 

El amigo de la muerte

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VII

Revelaciones

-¡Oye! -dijo una voz a Gil Gil cuando caminaba hacia el lecho en que yacía la condesa de Rionuevo.

-¡Ah! ¿Eres tú? -exclamó nuestro joven, reconociendo a la Muerte-. ¿Ha expirado ya?

-¿Quién?

-La condesa...

-No.

-Pues ¿cómo la abandonas?

-No la he abandonado, amigo mío, sino que, como ya te he dicho, yo estoy a un mismo tiempo en todas partes y bajo diversas formas.

-¡Adelante!

-¡Un poco de paciencia! Vas a hablar por última vez con la condesa de Rionuevo, y es de mi deber contarte cierta historia.

-Es inútil. Yo perdono a esa mujer.

-¡Se trata de Elena, majadero! -exclamó la Muerte.

-¡Cómo!

-Digo se trata de que seas noble y puedas casarte con ella.

-¡Noble lo soy ya!... El Rey Felipe V me hace duque.

-Monteclaro no se contentará con un advenedizo... Necesitas ascendientes.

-¡Oh!

-¡Calma, que todo puede arreglarse! Tu padre poseía una declaración de Crispina López, otra de Juan Gil y además una justificación facultativa en toda forma que acreditaban perfectamente que tú eres hijo natural del conde de Rionuevo y de Crispina López, concebido cuando los dos eran solteros. Esto mismo confesó tu padre a la hora de la muerte ante un cura y un escribano que yo vi allí, y que conozco perfectamente... Por cierto que el cura... Pero esto no puedo decírtelo. En fin, el caso es que el conde te nombró su único y universal heredero, cosa que podía hacer con tanta mayor facilidad cuanto que no tenía ningún pariente próximo ni lejano. Ni paró aquí la solicitud con que aquel buen padre echaba los cimientos de tu felicidad futura desde el borde mismo del sepulcro...

-¡Oh, padre mío! -murmuró Gil Gil.

-Escucha. Tú sabes la grande amistad que unía de muy antiguo al honrado conde con el duque de Monteclaro, compañero suyo de armas durante la Guerra de Sucesión...

-Sí, la sé.

-Pues bien -continuó la Muerte-: tu padre, adivinando el amor que profesabas a la encantadora Elena, dirigió al duque, pocos momentos antes de expirar, una larga y sentida carta en que se lo declaraba todo, le pedía para ti la mano de su hija y le recordaba tantas y tan señaladas pruebas de amistad como se habían dado en todo tiempo...

-¿Y esa carta? -preguntó Gil con extraordinaria vehemencia. ¿Quién la tiene?

-La misma persona que la interceptó.

-¡La condesa!

-La condesa.

-¡Oh!... -exclamó el joven, dando un paso hacia el lecho de agonía.

-Espera -dijo la Muerte-. No he concluido aún. La condesa conserva también el testamento de su marido.

-Es decir...-exclamó-, que si logro apoderarme de esos documentos...

-Mañana puedes casarte con Elena.

-¡Oh, Dios! -murmuró el joven dando otro paso hacia el lecho.

-Aún habría que vencer otro obstáculo...

-¿Cuál?

-Que Elena está prometida por su padre a un sobrino de la condesa, al vizconde de Daimiel.

-¡Cómo! ¿Ella le ama?

-No; pero es lo mismo, puesto que hace dos meses contrajeron esponsales...

-¡Oh!... ¡Conque todo es inútil! -exclamó Gil con desesperación.

-¡Lo hubiera sido sin mí! -replicó la Muerte-. Pero ya te dije a las puertas de este palacio que trataba de frustrar una boda...

-¡Cómo! ¿Has matado al vizconde?

-¡Yo!... -exclamó la Muerte con cierto terror sarcástico-. ¡Dios me libre!... Yo no lo he matado... Él se ha muerto.

-¡Ah!

-¡Chito!... Nadie lo sabe todavía... Su familia cree en este instante que el pobre joven está durmiendo la siesta.

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