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Pedro Antonio de Alarcón

"El amigo de la muerte"

VI: La cámara real

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Música: Barber - "Hesitation Tango" Op. 28, no.5
 

El amigo de la muerte

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VI

La cámara real

Gil Gil penetró en la regia morada ni arrepentido ni contento de haber entablado relaciones con la personificación de la Muerte.

El palacio era, pues, un laberinto de encontrados deseos, de opuestas ambiciones, de intrigas y recelos, de temores y esperanzas.

Gil Gil penetró en la cámara buscando con la vista a una sola persona: a su inolvidable Elena.

Cerca del lecho del Rey vio al padre de ésta, al grande amigo del difunto conde de Rionuevo, al duque de Monteclaro, en fin, el cual hablaba con los arzobispos de Santiago y de Toledo, con el marqués de Mirabal y con don Miguel de Guerra, los cuatro más encarnizados enemigos de Felipe V.

El duque de Monteclaro no reconoció al antiguo paje, compañero de infancia de su encantadora hija.

En otro lado, y no sin cierta impresión de miedo, el Amigo de la Muerte vio, entre las damas que rodeaban a la joven y hermosa Luisa Isabel de Orleáns, a su implacable y eterna enemiga la condesa de Rionuevo.

Gil Gil pasó casi rozando con su vestido al ir a besar la mano a la Reina.

La condesa no reconoció tampoco al hijo natural de su marido.

En esto se levantó un tapiz detrás del grupo que formaban las damas, y apareció, entre otras dos o tres, que Gil Gil no conocía, una mujer alta, pálida, hermosísima...

Era Elena de Monteclaro.

Gil Gil la miró intensamente y la joven se estremeció al ver aquella fúnebre y bella fisonomía.

¡Gil en la Corte! ¡Gil consolando a la Reina, a aquella princesa altiva y burlona que todo lo desdeñaba!

-¡Ah! ¡Sin duda es un sueño! -pensó la encantadora Elena.

-Venid, doctor... -dijo en esto el marqués de Mirabal-: Su majestad ha despertado.

Tendió el Rey niño una angustiosa mirada a aquel otro adolescente que se acercaba a su lecho, y al encontrarse con sus mudos y sombríos ojos, insondables como el misterio de la eternidad, dio un ligero grito y ocultó el semblante bajo las sábanas.

Gil Gil, en tanto, miraba a los cuatro ángulos de la habitación buscando a la Muerte.

Pero la Muerte no estaba allí.

-¿Vivirá? -le preguntaron en voz baja algunos cortesanos, que habían creído leer una esperanza en el rostro de Gil Gil.

Iba a decir que sí, olvidando que su opinión debía darla solamente a Felipe V, cuando sintió que le tiraban de la ropa.

Volvióse, y vio cerca de sí a una persona vestida toda de negro, que se hallaba de espaldas al lecho del Rey...

Era la Muerte.

-Morirá de esta enfermedad, pero no hoy -pensó Gil Gil.

-¿Qué os parece? -le preguntó el arzobispo de Toledo, sintiendo, como todos, aquel invencible respeto que infundía el rostro sobrehumano de nuestro joven.

-Dispensadme... -respondió el ex zapatero-. Mi opinión queda reservada para el que me envía...

En esto reparó Gil Gil en que la Muerte, no contenta con acechar al Monarca, aprovechaba su permanencia en la cámara real para sentarse al lado de una dama..., casi en su misma silla..., y mirarla con fijeza.

La sentenciada era la condesa de Rionuevo.

-¡Tres horas! -pensó Gil Gil.

-Necesito hablaros... -siguió diciéndole, entretanto, el marqués de Mirabal, a quien se le había ocurrido, nada menos que comprar su secreto al extraño médico.

Gil aprovechó aquel momento de turbación de Mirabal para dar un gran paso en su carrera y fijar su reputación en la corte.

-Señor... -dijo al arzobispo de Toledo-. La condesa de Rionuevo, a quien veis tranquila y sola en aquel rincón... (ya sabemos que la Muerte sólo era visible a los ojos de Gil), morirá antes de tres horas. Aconsejadle que disponga su espíritu para el supremo trance.

El arzobispo retrocedió espantado.

-¿Qué es eso? -preguntó don Miguel de Guerra.

El prelado contó a varias personas las profecías de Gil Gil, y todos los ojos se fijaron en la condesa, que, efectivamente, empezaba a palidecer horriblemente.

Gil Gil, entretanto, se acercaba a Elena.

-Elena... -murmuró el joven al pasar a su lado.

-Gil... -contestó ella maquinalmente-. ¿Eres tú?

-¡Sí, soy yo! -replicó él con idolatría-. Nada temas...

Y salió de la habitación.

El capitán lo esperaba en la antecámara.

Gil Gil escribió algunas palabras en un papel, y dijo al fiel servidor de Felipe V:

-Tomad... y no perdáis un momento. ¡A La Granja!

En este momento se oyó en la cámara real un fuerte murmullo.

-¡El médico! ¡Ese médico!... -salieron gritando algunas personas.

-¿Qué ocurre? -preguntó Gil Gil.

-La condesa de Rionuevo se muere... -dijo don Miguel de Guerra-. ¡Venid! Por aquí... Ya estará en la cámara de la Reina...

Gil siguió a Guerra y penetró en la camara de la esposa de Luis I.

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