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José Zorrilla

"La leyenda de Don Juan Tenorio"

XV

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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.1 (Andante espressivo)
 
La leyenda de Don Juan Tenorio
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    Las honras fueron suntuosas,
las de un rey lo fueran menos:
la vanidad de los frailes
y los Tenorios a un tiempo
quedó satisfecha, y de ellas
absorto el cristiano pueblo.
La iglesia de San Francisco,
colgada de paños negros
orlados y cairelados
con galones y con flecos
de plata, estaba enlutada
dejando ver en su centro
un suntuoso catafalco
tendido de terciopelo,
cargado y lambrequinado
con los blasones soberbios
de los Tenorios, que brillan
bordados del alto féretro
en los costados del paño
que se arrastra por el suelo.
Doce cirios que sustentan
candelabros gigantescos
alumbran no más la nave
cuyo calado crucero,
rosetones y ajimeces
cierran crespones y velos
que hacen nocturno crepúsculo
la luz matinal del cielo.
Cien calaveras posadas
sobre dos cruzados huesos,
con sus bocas ya sin labios,
sin lengua ni voz ni aliento,
con sus ojos sin miradas
ya lóbregos agujeros,
sus pómulos ya sin carne
y su testuz sin cabellos,
decoran todos los arcos
y todo el cornisamento,
de la nada humana símbolos,
del fin del hombre mementos.
   Tuvo, pues, don Gil Tenorio
unos funerales regios,
con calaveras, blandones,
paños, borlas, terciopelos,
lloronas y piporristas;
y le cantaron los trenos
chantres de potentes voces
y coro de reverendos.
Profusión de agua bendita
tuvo, de cera y de incienso;
muchos Requiescat y A porta
inferi erue animam ejus,

que escucharon como música
celestial, con el buen pueblo
de Sevilla, los Tenorios
el funeral presidiendo
y la viuda arrodillada
al umbral del presbiterio
en reclinatorio gótico
labrado de marfil y ébano.
Fue una función solemnísima,
un espectáculo serio:
de atención para el creyente,
de inquietud para el incrédulo,
de admiración para el vulgo,
de lucro para el convento,
de honra para los Tenorios,
de pro para los pañeros.
Don Gil mismo, aunque en Sicilia
murió casi como un perro
en un callejón, herido
de noche a traición, si verlo
pudo desde el otro mundo,
pudo decir satisfecho:
«Mal muerto y bien enterrado;
al cabo, del mal el menos.»

   Concluida la ceremonia
con el Requiescat postrero
y el último guisopazo,
los tres Tenorios el duelo
a despedir comenzaron,
de parientes y de deudos
y de amigos cabezadas
aceptando y devolviendo.
Cuando unos tras otros todos
la iglesia dejando fueron,
quedando solos en ella
los frailes, la viuda y ellos,
esperaron que la dama
bajara del presbiterio
con ellos a reunirse
y tornar como vinieron:
mas vieron, sin darse al pronto
razón de tal movimiento,
que los frailes hacia ella
detrás del guardián se fueron.
Juzgaron que, deferente,
su tío, a honrarla dispuesto,
iba él mesmo a recogerla
para entregársela él mesmo;
mas con el mayor asombro
y no menor corrimiento
vieron que aquél, de sus frailes
poniendo a la viuda en medio,
se dirigía hacia el pórtico
del lado del Evangelio
que daba salida al claustro
del patio del monasterio.
Don Luis a esta evolución
entró, aunque tarde, en recelos
de que el dolo que don César
presentía fuese cierto.

Don César mal dominando
de ira un repentino vértigo,
con pasos tan mal seguros
como si estuviera ebrio,
arrastrando a sus hermanos
avanzó en su seguimiento:
don Diego, sin orden suya
de avanzar, se estuvo quieto
con la familia, lo que
pasaba no comprendiendo.
Los Tenorios con los frailes
llegaron al claustro a un tiempo
casi, los frailes llevándoles
de ventaja un corto trecho:
mas ya estaba lleno cuando
en él penetrar quisieron.
Desde lo alto de tres gradas
que a él dan de la nave egreso
y al patio que abre a la calle
paso por el lado opuesto,
por encima de cerquillos
y capuchas ver pudieron
en el patio bien armados
veinte jinetes, cubiertos
con antifaces los rostros,
como era uso en viajes luengos.
Una litera, que tiene
con el postiguillo abierto
un paje, aguarda a una dama
que debe ocupar su asiento.
Dos mulas de fraile esperan
dos mujeres o dos viejos
que en sus cómodas jamugas
hagan un viaje sin riesgo.
Tres acémilas cargadas
con bucólicos pertrechos
acusan que es largo el viaje
que va allí a tener comienzo;
y a un grande carro vacío,
que espera aún su cargamento
que no está a la vista, envuelve
no sé qué aire de misterio.
Cargo en un instante hiciéronse
los Tenorios de todo esto;
mas antes que le rompieran
rompió el guardián el silencio
diciéndoles: «Vuestra casa
no es ya, nobles caballeros,
para doña Beatriz
decoroso alojamiento,
y parte adónde la llaman
deber y cuidados nuevos.
-¿Adónde? ¿Cuáles?, con ímpetu
preguntó don César. -Lejos
de Sevilla, dijo el fraile
con flema y con tono seco,
lejos de cuanto ha tenido
cerca tal vez mucho tiempo.»
   A estas palabras, del todo
la situación comprendiendo,
sintió don César parársele
el corazón un momento
y trastornarle una tromba
vertiginosa el cerebro,
quedando un instante mudo,
ahogado por el despecho.
Aprovechando aquel rápido
paroxismo pasajero
que a don César embargaba,
Beatriz, ante quien abrieron
paso los frailes entre ella
y don César interpuestos
hasta entonces, acercóse
a sus cuñados diciéndoles
con tono en que rebosaban
desdén, mofa, odio y desprecio:
   «Cuñados míos, ya veis
cómo he las cosas dispuesto
y están de más las palabras
donde hablando están los hechos:
ahorremos, pues, las inútiles
como gentes de talento.
El guardián de San Francisco,
mi tío, tiene con sellos,
firmas y certificados
legales un documento
por el cual de hoy para siempre
lo que Gil me legó dejo
a don Diego, su hijo, que es
su legítimo heredero.
Mi equipaje, que en mis cámaras
dejé en baúles abiertos
por si, curioso, don César
quiere saber lo que hay dentro,
al padre guardián, mi tío,
que entreguéis de grado espero
para que él hoy los expida
detrás de mí, y... olvidemos
lo pasado entre nosotros
cual si hubiera sido un sueño,
pues de lo por mí pasado
con vosotros no me quejo.
Lo pasado lo hizo Dios
o el diablo: mas ya está hecho;
lo presente lo he cogido,
cual me lo habéis dado, al vuelo;
del porvenir... cada cual
a mirar tiene derecho
por el suyo, y no es el mío
vivir más en poder vuestro.
Conque, señores cuñados,
hasta más ver: y os prevengo,
don César, que si con vos
en mi camino tropiezo
otra vez, no seré yo
quien procure tal encuentro
y me creeré autorizada
a haceros quitar de en medio.»
   Dijo doña Beatriz:
besó con mucho respeto
la mano al guardián: los frailes
cercándola la siguieron
hasta la litera, entre ella
y los Tenorios poniendo
como al descuido una valla
de santos hábitos; y ellos,
perdida al ver la jugada,
cruzando otra vez el templo,
con don César casi en brazos
a su casa se volvieron.

   Don César, trémulo, torvo,
pálido y calenturiento,
se encerró con Per Antúnez
en su cámara por dentro.
Don Diego y la servidumbre,
que lo del claustro no vieron
porque en la iglesia quedáronse
órdenes no recibiendo
de los tres hermanos, fuéronse
también a casa siguiéndolos
y estaban en el vestíbulo
esperándolos inquietos.
Don Diego, de quien sus tíos
recataron sus recelos
del caso de su madrastra,
por ser el caso uno de esos
difíciles de explicarse
decentemente a un mancebo
y que entre hombres se comprenden
hasta sin dar cuenta de ellos,
esperaba los mandatos,
mozo paciente y modesto,
de sus tíos y tutores
a quienes está sujeto.
Don Luis y don Guillén mudos
gran rato permanecieron
en el vestíbulo, absortos
en sus propios pensamientos.
   Como ellos los servidores,
irresolutos e inciertos,
no osaban las reflexiones
interrumpir de sus dueños.
Y henchía la casa aquella
un ambiente de misterio
fatídico; había en su aire
un no sé qué de funesto
y amenazador, un lúgubre
y fatal presentimiento,
alimentado por algo
vago, incógnito y siniestro
que fermentaba en su atmósfera,
el corazón comprimiendo
de cuantos la respiraban
con ansia bajo sus techos.
   Apercibióse don Luis
al cabo del mal efecto
que hacía en sus familiares
su distracción, y volviendo
en sí y a su aplomo, dijo:
«Podéis, sobrino don Diego,
rezar por vuestro buen padre
en vuestra cámara;» y vuelto
a sus servidores, díjoles:
«A los quehaceres domésticos
id;» y a los de su cuñada
la palabra dirigiendo
por fin, les dijo: «Vosotros
quedáis de hoy a antojo vuestro.
La señora se retira
de nuestra casa: el arreglo
de vuestras cuentas hará
nuestro mayordomo luego
que se las presentéis, si
la señora no lo ha hecho.»
   El paje y la camarera
que de la antesala adentro
servían a Beatriz,
se adelantaron diciendo:
«La señora nos pagaba
adelantado y tenemos
el salario de noviembre
recibido por entero.»
Don Luis dijo gravemente:
«La señora era en efecto
muy puntual y prevenida:
de que os pagara me alegro.
Podéis iros.» -Los criados
saludaron y se fueron,
los unos a sus quehaceres,
los otros tras amo nuevo.

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