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Ramón del Valle-Inclán

"Epitalamio. Historia de amores "

Capítulo 2

Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto
 

Epitalamio

Historia de amores

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II

El príncipe rodeó el talle de Augusta; Augusta se colgó de sus hombros: con calentura de amor, fueron a caer sobre un diván morisco. De pronto la dama se incorporó jadeante.

— ¡Ahora no, Attilio!... ¡Ahora no!...

Se negaba y resistía con ese instinto de las hembras que quieren ser brutalizadas cada vez que son poseídas. Era una bacante que adoraba el placer con la epopeya primitiva de la violación y de la fuerza. El príncipe se puso en pie: clavó la mirada en Augusta, y tornó a sentarse, mostrando solamente su despecho en una sonrisa patricia.

— ¡Gracias, madona!... ¡Gracias!

—¿Te has enojado?... ¡Qué chiquillo eres! Si lo hago por la ilusión que me produce el verte así. ¡Todas las pruebas de que te gusto me parecen pocas!

Y graciosa y desenvuelta corrió a los brazos del galán.

— Caballero, béseme usted para que le perdone.

Quiso el principe obedecerla, y ella, huyendo velozmente la cabeza, exclamó:

— Ha de ser tres veces: la primera en la frente, la segunda en la boca, y la tercera de libre elección.

—Todas de libre elección.

La voz del poeta tenía ese trémolo enronquecido, donde, aun las mujeres más castas adivinan el pecado fecundo, hermoso como un dios. Breves momentos permanecieron silenciosos los dos amantes: Augusta, viendo las pupilas del príncipe que se abrían sobre las suyas, tuvo un apasionado despertar:

— ¡Qué ojos tan bonitos tienes! A veces parecen negros, y son dorados, muy dorados. ¡Cuánto me gusta mirarme en ellos!

Y con los brazos enlazados al cuello del poeta, echaba atrás la cabeza para contemplarle.

— ¡Oh traidorcillos, a cuántos miraréis! ¡Ojos míos queridos!... Quisiera robártelos y tenerlos guardados en un cofre de plata con mis joyas!

El príncipe Attilio sonrió.

— ¡Róbamelos, madona! Veré con los tuyos.

— ¡Embusterísimo!

— ¡Preciosa!

Inclinóse el príncipe, y la dama juntó los labios esperando... Después entornó las pestañas con feliz desmayo, y pronunció sin desunir ya las bocas:

— ¡Hoy no has de hacerme sufrir! ¡no!

El príncipe respondió en voz muy baja con ardiente susurro:

— ¡No, mi amor querido!

Augusta parpadeaba extremecida y dichosa; cobró aliento en largo suspiro y apoyó la frente en el hombro del poeta.

— ¡Ay!... ¡Cuantísimo nos queremos!... ¿Sabes lo que estoy pensando, Attilio?... Cuando volvamos a Madrid quiero que todos cuantos me han hecho la corte, sin conseguir nada, sepan que soy tu querida.

El príncipe la miró sin contestar. Ella entonces insistió mimosa:

— ¡Jamás te halaga nada de lo que te digo!

— ¡Qué loca eres, Augusta!

— ¡No, no, pero te quiero tanto! En vez de ser una señora casada, quisiera ser una prójima cualquiera, para cometer por tí muchas, muchísimas locuras!... No viviría contigo, eso no. Me apañaría con un viejo rico... ¿Tú sabes de algún senador inválido de la política y de lo otro?...

—¿Para qué, madona?

— Para que nos sostenga a tí y a mí.

Esta vez el príncipe acabó por celebrar los delirios plebeyos de aquella «Venus Bulevardista», que reía tendiéndose sobre el diván, mostrando en divino escorzo la garganta desnuda, y el blanco y perfumado nido del escote. Sobre la alfombra yacían los Salmos Paganos— ¡aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en la alcoba!...

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