"Epitalamio. Historia de amores " Capítulo 1
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto |
Epitalamio Historia de amores |
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I — ¡Oh, siempre aparece en tí el poeta, gran señor! Y Augusta, verdaderamente encantada, volvió a leer la dedicatoria, un tanto dorevillesca, que el príncipe Attilio Bonaparte acababa de escribir para ella en la última página de los Salmos Paganos— ¡aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga! — ¡Eres encantador!... ¡Eres el único!... ¡Nadie como tú sabe decir las cosas! ¿De veras son estos tus versos? ¡Yo quiero que seas el primer poeta del mundo! ¡Tómalos! ¡tómalos! ¡tómalos!... Y Augusta le besaba con gracioso aturdimiento, entre frescas y cristalinas risas. Era su amor, alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevard. Ella sentía por el poeta esa pasión que aroma la segunda juventud, con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos que entristecen la sensualidad, sin domeñarla. Amaba con el culto olímpico y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atarazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente. Augusta susurró al oído del poeta: —Mañana llega mi marido, y tendremos que vernos de otra manera, Attilio. Una sonrisa desdeñosa tembló bajo el enhiesto mostacho del galán. —Dejémosle llegar, madona. Harto sabía el príncipe que el buen caballero D. Juan del Alcázar, académico rancio y poeta cortesano, era el más sesudo despreciador de Otelo. Si el príncipe admiraba al erudito traductor de Horacio y de Virgilio, no era ciertamente por los sonetos fríos y engolados con que Don Juan lamentaba todos los años en la Ilustración la muerte de los ideales; sino por aquella filosofía cínica, que a ser más consciente y haber revestido forma literaria, hubiérale labrado un sitial entre Carlos Baudelaire y Enrique Heine. Augusta hizo un delicioso mohín de enfado. —¿De manera que para tí no es una contrariedad que llegue mañana mi casto esposo? Y cambiando repentinamente de voz y de ademanes, se echó a reir, con risa picaresca y alocada. — Pues hijo, para mí tampoco. ¡Si hasta creo que tendremos más libertad! Él es muy aficionado a dar paseos largos; le haremos que se lleve a la chiquilla, y nosotros quedaremos dueños absolutos de hacer cuanto queramos. — ¿Y qué diablos tenemos que hacer nosotros, madona? — Ya te lo diré yo... Y alzando las holgadas mangas de su traje, enlazó al cuello del poeta los brazos desnudos, tibios, perfumados, blancos. Las relaciones de Augusta con el príncipe Bonaparte habían nacido aquel invierno en un banquete con que los duques de Lantana—título de las Dos Sicilias — celebraran la llegada a Madrid de su deudo el príncipe Attilio Bonaparte, que acababa de ser nombrado secretario de la embajada italiana. Desde el primer momento, Augusta sintió la seducción del poeta, y el capricho de amarle y de poseerle. Con la gallarda insolencia de su temperamento, fue ella quien le buscó. No hubo ese largo y sutil flirteo que prepara la caida; como todas las adúlteras, sin remordimientos, deseaba entregarse y se entregó. Estaba loca por aquel poeta galante y gran señor, que cincelaba sus versos con el mismo buril que cincelara Benvenuto las ricas y floreadas copas de oro, donde el magnífico Duque de Médicis bebía el seculo y el falerno, ¡los vinos clásicos que amaba el viejo Horacio! Fue un primer amor, porque fue distinto de sus otros amores. Todos los hombres que Augusta conociera hasta entonces, aun aquellos más escépticos, hubieran querido convertirla en una madona prerrafaélica. El príncipe fue el único que supo celebrar el candor cínico y lujuriante con que la dama encantaba sus amores ¡aquellas divinas inmoralidades de que Augusta solamente hacía cumplido alarde en las confidencias con las amigas, porque hay ciertas cosas que sólo ellas y los confesores saben oirías sin asustarse! El príncipe veía en Augusta la musa de los Salmos Paganos, la amaba con el amor del arte y el amor del libertinaje; dualismo comprensible en quien se mostraba como poeta, griego y bizantino, romano y bárbaro; alma extraña, que si rezase buscaría a Cristo en el Olimpo, y a Júpiter en el Cielo. Tan original modo de ser constituye el mayor encanto de los Salmos Paganos; el poeta se retrata en ellos; leyendo ciertas estrofas, se tiene como una visión de aquella frente clásica y coronada de rizos, de aquella boca sensual que sonríe con desdén, de aquellos ojos dorados y valientes, ojos de aristócrata y de libertino. Merced a esta doble naturaleza de artista y de patricio, el príncipe Bonaparte es de todos los modernos poetas italianos el que mejor encarna la tradición erótica y cortesana del renacimiento florentino: los Salmos Paganos y las Letanías Galantes son libros que parecen escritos sobre la espalda blanca y tornátil de una princesa apasionada y artista, envenenadora y cruel. La musa del poeta es libertina y sensual, sardónica y desdeñosa: la sonrisa de Mefistófeles bajo el mostacho retorcido y fanfarrón de D. Juan. El príncipe Attilio parece haber respirado el aroma voluptuoso de sus estrofas en los orientales camerinos del Palacio Borgia, en los verdes y floridos laberintos del Jardín de Bobolí. El poeta deshoja las rosas de Alejandría sobre la nieve de divinas desnudeces; ebrio como un dios, y coronado de pámpanos, bebe en la copa blanca de las magnolias, el vino alegre y dorado que luego en repetidos besos vierte en la boca roja y húmeda de Venus Turbulenta. |
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