"Epitalamio. Historia de amores " Capítulo 3
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto |
Epitalamio Historia de amores |
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III De pronto, Augusta se incorporó sobresaltada. Una mano en cuyos dedos blancos brillaban las sortijas, alzaba el cortinaje que caía en majestuosos pliegues sobre la puerta del salón. Augusta se inclinó para recoger el libro que yacía al pie del diván: helada y prudente, murmuró en voz baja: — ¡Ahí está mi hija! Arréglate el bigote. Beatriz entró riendo, tirando de las orejas a un perrillo enano que traía en brazos. Su madre la miró con ojos vibrantes de inquietud y despecho. — Beatriz, no martirices a «Ninón». — Si no la martirizo, mamá. Ya sabe «Ninón» que es de broma. Y como el lindo gozquejo se desmandase con un ladrido, le hizo callar besuqueándole. Silenciosa y risueña, fue a sentarse en un sillón antiguo de alto y dorado respaldo. El príncipe la contempló en silencio. Ella, sin dejar de sonreír, inclinó los párpados; quedaron en la sombra sus ojos verdes, su mirada verde como la de Minerva, y sibilina y misteriosa como aquella sonrisa que no llegaba a entreabrir el divino broche formado por los labios. El príncipe, mirándola intensamente, cual si buscase el turbarla, pronunció en voz que simulaba distratraída: — ¡Parece la Gioconda de Leonardo! Era una Gioconda tan pálida y tan blanca, que su faz brillaba bajo la crencha rubia, como brilla la nieve en la cumbre de los montes bajo los dorados rayos del sol poniente. Oyendo al poeta inclinó los ojos, en cuyo fondo temblaba un miosotis azul; Augusta levantó los suyos, donde reían dos amorcillos traviesos: reclinada en la mecedora, agitaba un gran abanico de blancas y rizadas plumas; mecíase la dama, y su indolente movimiento dejaba ver en incitante claro obscuro la redonda y torneada pierna; Beatriz se levantó celerosa y le puso a «Ninón» en el regazo. Con gracia de niña arrodillóse para arreglarle la falda; después le echó los brazos al cuello, dejando un beso en aquella boca, extremecida aún por los besos del amante. La mano de Augusta— una mano carnosa y blanca de abadesa joven e infanzona—acarició los cabellos de Beatriz con lentitud llena de amor y de ternura. — ¡Es encantadora esta pequeña mía! Al mismo tiempo sus miradas buscaban las del poeta; al encontrarse sonrieron. — Y usted, sátiro, ¿por qué no cerraba los ojos? — Hubiera sido un sacrilegio. ¿Sabe usted de algún santo que los haya cerrado a la entrada del cielo? — ¡Pero lo que no hacen los santos, lo hacen los diablos! Y con el más provocativo gesto en los labios, estrechaba maternalmente contra el seno la rubia y espiritual cabeza de su hija. Augusta tenía un incomparable candor en la inmoralidad. Su ironía de entonces no era diletantismo sádico y literario como la del príncipe Attilio; casi no era ironía, en fuerza de su inconsciencia. Feliz e indiferente, ofrecía una mejilla a los besos de la hija y otra a los del amante. Se levantó con perezosa languidez apoyándose en ambos hombros de Beatriz. — Pasaremos un momento al «ladder»; ¡cuando se pone el sol aquello está delicioso! «Thi ladder», como decía Augusta, era una escalinata de piedra, con antiguo y labrado balconaje entre verdes enredaderas prisionero. Durante el estío, cuando los señores trocaban el hotel de la Castellana por el solariego «Pazo», aquel poético rincón cambiaba de aspecto, y aun de nombre. Era muy bella la boca de Augusta, y muy aristocrático el movimiento de sus labios para llamarle el «patín» como hacían el señor capellán y los criados. Su esnobismo de condesa pontificia sugeríale siempre alguna palabreja inglesa sorprendida en las crónicas de «La Grand Dame» y pronunciada como Dios quería. En tales empeños la dama consultaba la irrecusable autoridad de su doncella, una andaluza del Perchel, que había estado hasta dos meses en Londres con la duquesa de Ordax, la hermosa embajadora española. Pero llegaban las primeras nieblas de Octubre, y los señores regresaban a la corte; entonces el «patín» recobraba su aspecto geórgico y campesino; las enredaderas que lo entoldaban sacudían alegremente sus campanillas blancas y azules; volvía a oírse el canto de dos tórtolas que el pastor tenía prisioneras en una jaula de mimbres; aspirábase el aroma de las manzanas que maduraban sobre las anchas losas; y la vieja criada, que había conocido a los otros señores, hilaba sentada al sol con el gato sobre la falda. |
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