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Ramón del Valle-Inclán

"Beatriz"

Capítulo 5

Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto
 

Beatriz

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  V  

Los gritos de Beatriz resonaron en todo el Palacio... La Condesa estremecióse oyendo aquel plañir, que hacía miedo en el silencio de la noche, y acudió presurosa. La niña, con los ojos extraviados y el cabello destrenzándose sobre los hombros, se retorcía: Su rubia y magdalénica cabeza golpeaba contra el entarimado, y de la frente yerta y angustiada manaba un hilo de sangre. Retorcíase bajo la mirada muerta e intensa del Cristo: Un Cristo de ébano y marfil, con cabellera humana, los divinos pies iluminados por agonizante lamparilla de plata. Beatriz evocaba el recuerdo de aquellas blancas y legendarias princesas, santas de trece años ya tentadas por Satanás. Al entrar la Condesa, se incorporó con extravío, la faz lívida, los labios trémulos como rosas que van a deshojarse. Su cabellera apenas cubría la candidez de los senos:

— ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Perdóname!

Y le tendía las manos, que parecían dos blancas palomas azoradas. La Condesa quiso alzarla en los brazos:

— ¡Sí, hija, sí! Acuéstate ahora.

Beatriz retrocedió con los ojos horrorizados, fijos en el revuelto lecho:

— ¡Ahí está Satanás! ¡Ahí duerme Satanás! Viene todas las noches. Ahora vino y se llevó mi escapulario. Me ha mordido en el pecho. ¡Yo grité, grité! Pero nadie me oía. Me muerde siempre en los pechos y me los quema.

Y Beatriz mostrábale a su madre el seno de blancura lívida, donde se veía la huella negra que dejan los labios de Lucifer cuando besan. La Condesa, pálida como la muerte, descolgó el crucifijo y lo puso sobre las almohadas:

— ¡No temas, hija mía! ¡Nuestro Señor Jesucristo vela ahora por ti!

— ¡No! ¡No!

Y Beatriz se estrechaba al cuello de su madre. La Condesa arrodillóse en el suelo: Entre sus manos guardó los pies descalzos de la niña, como si fuesen dos pájaros enfermos y ateridos. Beatriz, ocultando la frente en el hombro de su madre, sollozó:

— Mamá querida, fue una tarde que bajé a la capilla para confesarme... Yo te llamé gritando... Tú no me oíste... Después quería venir todas las noches, y yo estaba condenada...

— ¡Calla, hija mía! ¡No recuerdes!...

Y las dos lloraron juntas, en silencio, mientras sobre la puerta de arcaica ensambladura y floreados herrajes, arrullaban dos tórtolas, que Fray Angel había criado para Beatriz... La niña, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, trémula y suspirante, adormecióse poco a poco. La luna de invierno brillaba en el montante de las ventanas y su luz blanca se difundía por la estancia. Fuera se oía el viento, que sacudía los árboles del jardín, y el rumor de una fuente.

La Condesa acostó a Beatriz en el canapé, y silenciosa, llena de amoroso cuidado, la cubrió con una colcha de damasco carmesí, ese damasco antiguo, que parece tener algo de litúrgico. Beatriz suspiró sin abrir los ojos. Sus manos quedaron sobre la colcha: Eran pálidas, blancas, ideales, transparentes a la luz: Las venas azules dibujaban una flor de ensueño. Con los ojos llenos de lágrimas, la Condesa ocupó un sillón que había cercano. Estaba tan abrumada, que casi no podía pensar, y rezaba confusamente, adormeciéndose con el resplandor de la luz que ardía a los pies del Cristo, en un vaso de plata. Ya muy tarde entró Misia Carlota, apoyada en su muleta, con los quevedos temblantes sobre la corva nariz. La Condesa se llevó un dedo a los labios indicándole que Beatriz dormía, y la anciana se acercó sin ruido, andando con trabajosa lentitud:

— ¡Al fin descansa!

— Sí.

— ¡Pobre alma blanca!

Sentóse y arrimó la muleta a uno de los brazos del sillón. Las dos damas guardaron silencio: Sobre el montante de la puerta la pareja de tórtolas seguía arrullando.

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