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Ramón del Valle-Inclán

"Beatriz"

Capítulo 6

Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto
 

Beatriz

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  VI  

A media noche llegó la saludadora de Celtigos. La conducían dos nietos ya viejos, en un carro de bueyes, tendida sobre paja. La Condesa dispuso que dos criados la subiesen. Entró salmodiando saludos y oraciones. Era vieja, muy vieja, con el rostro desgastado como las medallas antiguas, y los ojos verdes, del verde maléfico que tienen las fuentes abandonadas, donde se reúnen las brujas. La noble señora salió a recibirla hasta la puerta, y temblándole la voz, preguntó a los criados:

— ¿Visteis si ha venido también Fray Angel?

En vez de los criados respondió la saludadora con el rendimiento de las viejas que acuerdan el tiempo de los mayorazgos:

— Señora mi Condesa, yo sola he venido, sin más compaña que la de Dios.

— ¿Pero no fue a Celtigos un fraile con el aviso?...

— Estos tristes ojos a nadie vieron.

Los criados dejaron a la saludadora en un sillón. Beatriz la contemplaba: Los ojos, sombríos, abiertos como sobre un abismo de terror y de esperanza. La saludadora sonrió con la sonrisa yerta de su boca desdentada:

— ¡Miren con cuánta atención está la blanca rosa! No me aparta la vista.

La Condesa, que permanecía de pie en medio de la estancia, interrogó:

— ¿Pero no vió a un fraile?

— A nadie, mi señora.

— ¿Quién llevó el aviso?

— No fue persona de este mundo. Ayer de tarde quedéme dormida, y en el sueño tuve una revelación. Me llamaba la buena Condesa moviendo su pañuelo blanco, que era después una paloma volando, volando para el Cielo.

La dama preguntó temblando:

— ¿Es buen agüero eso?...

—¡No hay otro mejor, mi Condesa! Díjeme entonces entre mí: Vamos al palacio de tan gran señora.

La Condesa callaba. Después de algún tiempo, la saludadora, que tenía los ojos clavados en Beatriz, pronunció lentamente:

— A esta rosa galana le han hecho mal de ojo. En un espejo puede verse, si a mano lo tiene mi señora.

La Condesa le entregó un espejo guarnecido de plata antigua. Levantóle en alto la saludadora, igual que hace el sacerdote con la hostia consagrada, lo empañó echándole el aliento, y con un dedo tembloroso trazó el círculo del Rey Salomón. Hasta que se borró por completo tuvo los ojos fijos en el cristal:

— La Condesita está embrujada. Para ser bien roto el embrujo, han de decirse las doce palabras que tiene la oración del Beato Electus, al dar las doce campanadas del mediodía, que es cuando el Padre Santo se sienta a la mesa y bendice a toda la Cristiandad.

La Condesa se acercó a la saludadora: El rostro de la dama parecía el de una muerta, y sus ojos azules tenían el venenoso color de las turquesas:

— ¿Sabe hacer condenaciones?

— ¡Ay mi Condesa, es muy grande pecado!

— ¿Sabe hacerlas? Yo mandaré decir misas y Dios se lo perdonará.

La saludadora meditó un momento:

— Sé hacerlas, mi Condesa.

— Pues hágalas...

— ¿A quién, mi señora?

— A un capellán de mi casa.

La saludadora inclinó la cabeza:

— Para eso hace menester del breviario.

La Condesa salió y trajo el breviario de Fray Ángel.

La saludadora arrancó siete hojas y las puso sobre el espejo. Después, con las manos juntas, como para un rezo, salmodió:

— ¡Satanás! ¡Satanás! Te conjuro por mis malos pensamientos, por mis malas obras, por todos mis pecados. Te conjuro por el aliento de la culebra, por la ponzoña de los alacranes, por el ojo de la salamantiga. Te conjuro para que vengas sin tardanza y en la gravedad de aqueste círculo del Rey Salomón te encierres, y en él te estés sin un momento te partir, hasta poder llevarte a las cárceles tristes y escuras del Infierno el alma que en este espejo agora vieres. Te conjuro por este rosario que yo sé profanado por ti y mordido en cada una de sus cuentas. ¡Satanás! ¡Satanás! Una y otra vez te conjuro.

Entonces el espejo se rompió con triste gemido de alma encarcelada. Las tres mujeres, mirándose silenciosas, con miedo de hablar, con miedo de moverse, y esperan el día, puestas las manos en cruz. Amanecía cuando sonaron grandes golpes en la puerta del palacio. Unos aldeanos de Celtigos traían a hombros el cuerpo de Fray Ángel, que al claro de la luna descubrieran flotando en el río... ¡La cabeza yerta, tonsurada, pendía fuera de las andas!

Fin

Jardín umbrío: Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones (1920)

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Cuentos y Novelas de Amor