"Beatriz" Capítulo 4
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto |
Beatriz |
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IV | ||
Los ojos del gato, que hacía centinela al pie del brasero, lucían en la oscuridad. La gran copa de cobre bermejo aún guardaba entre la ceniza algunas ascuas mortecinas. En el fondo apenas esclarecido del salón, sobre los cortinajes de terciopelo, brillaba el metal de los blasones bordados: La puente de plata y los nueve róeles de oro que Don Enrique III. diera por armas al Señor de Barbanzón, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Las rosas marchitas perfumaban la oscuridad, deshojándose misteriosas en antiguos floreros de porcelana que imitaban manos abiertas. Un criado encendía los candelabros de plata que había sobre las consolas. Después la Condesa y el Penitenciario entraban en el salón. La dama, con ademán resignado y noble, ofreció al eclesiástico asiento en el canapé, y trémula y abatida por oscuros presentimientos, se dejó caer en un sillón. El canónigo, con la voz ungida de solemnidad, empezó a decir: — Es un terrible golpe, Condesa... La dama suspiró: — ¡Terrible, Señor Penitenciario! Quedaron silenciosos. La Condesa se enjugaba las lágrimas que humedecían el fondo azul de sus pupilas. Al cabo de un momento murmuró, cubierta la voz por un anhelo que apenas podía ocultar: — ¡Temo tanto lo que usted va a decirme! El canónigo inclinó con lentitud su frente pálida y desnuda, que parecía macerada por las graves meditaciones teológicas: — ¡Es preciso acatar la voluntad de Dios! — ¡Es preciso!... ¿Pero qué hice yo para merecer una prueba tan dura? — ¡Quién sabe hasta dónde llegan sus culpas! Y los designios de Dios, nosotros no los conocemos. La Condesa cruzó las manos dolorida: —Ver a mi Beatriz privada de la gracia, poseída de Satanás. El canónigo la interrumpió: — ¡No, esa niña no está poseída!... Hace veinte años que soy Penitenciario en nuestra Catedral, y un caso de conciencia tan doloroso, tan extraño, no lo había visto. ¡La confesión de esa niña enferma, todavía me estremece!... La Condesa levantó los ojos al cielo: — ¡Se ha confesado! Sin duda Dios Nuestro Señor quiere volverle su gracia. ¡He sufrido tanto viendo a mi pobre hija aborrecer de todas las cosas santas! Porque antes estuvo poseída, Señor Penitenciario. — No, Condesa, no lo estuvo jamás. La Condesa sonrió tristemente, inclinándose para buscar su pañuelo, que acababa de perdérsele. El Señor Penitenciario lo recogió de la alfombra: Era menudo, mundano y tibio, perfumado de incienso y estoraque, como los corporales de un cáliz: — Aquí está, Condesa. — Gracias, Señor Penitenciario. El canónigo sonrió levemente. La llama de las bujías brillaba en sus anteojos de oro. Era alto y encorvado, con manos de obispo y rostro de jesuíta: Tenía la frente desguarnida, las mejillas tristes, el mirar amable, la boca sumida, llena de sagacidad. Recordaba el retrato del cardenal Cosme de Ferrara que pintó el Perugino. Tras leve pausa continuó: — En este palacio, señora, se hospeda un sacerdote impuro, hijo de Satanás... La Condesa le miró horrorizada: — ¿Fray Ángel? El Penitenciario afirmó inclinando tristemente la cabeza, cubierta por el solideo rojo, privilegio de aquel Cabildo: — Esa ha sido la confesión de Beatriz. ¡Por el terror y por la fuerza han abusado de ella!... La Condesa se cubrió el rostro con las manos, que parecían de cera: Sus labios no exhalaron un grito. El Penitenciario la contemplaba en silencio. Después continuó: — Beatriz ha querido que fuese yo quien advirtiese a su madre. Mi deber era cumplir su ruego. ¡Triste deber, Condesa! La pobre criatura, de pena y de vergüenza, jamás se hubiera atrevido. Su desesperación al confesarme su falta era tan grande, que llegó a infudirme miedo. ¡Ella creía su alma condenada, perdida para siempre! La Condesa, sin descubrir el rostro, con la voz ronca por el llanto, exclamó: — ¡Yo haré matar el capellán! ¡Le hará matar! ¡Y a mi hija no la veré más! El canónigo se puso en pie lleno de severidad: — Condesa, el castigo debe dejarse a Dios. Y en cuanto a esa niña, ni una palabra que pueda herirla, ni una mirada que pueda avergonzarla. Agobiada, yerta, la Condesa sollozaba como una madre ante la sepultura abierta de sus hijos. Allá fuera, las campanas de un convento volteaban alegremente, anunciando la novena que todos los años hacían las monjas a la seráfica fundadora. En el salón, las bujías lloraban sobre las arandelas doradas, y en el borde del brasero apagado dormía, roncando, el gato. |
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