"Beatriz" Capítulo 3
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto |
Beatriz |
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III | ||
Beatriz parecía una muerta: Con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera legado a la Condesa por Fray Diego Aguiar, un Obispo de la noble casa de Barbanzón tenido en opinión de santo. La alcoba de Beatriz era una gran sala entarimada de castaño, oscura y triste. Tenia angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica ensambladura, con clavos danzarines en los floreados herrajes. El Señor Penitenciario y Misia Carlota, la Generala, retirados en un extremo de la alcoba, hablaban muy bajo. El canónigo hacía pliegues al manteo. Sus sienes calvas, su frente marfileña, brillaban en la oscuridad. Rebuscaba las palabras como si estuviese en el confesonario, poniendo sumo cuidado en cuanto decía y empleando largos rodeos para ello. Misia Carlota le escuchaba atenta, y entre sus dedos, secos como los de una momia, temblaban las agujas de madera y el ligero estambre de su calceta. Estaba pálida, y sin interrumpir al Señor Penitenciario, de tiempo en tiempo repetía anonadada: —¡Pobre niña! ¡Pobre niña! Como Beatriz lloraba suspirando, se levantó para consolarla. Después volvió al lado del canónigo, que con las manos cruzadas y casi ocultas entre los pliegues del manteo, parecía sumido en grave meditación. Misia Carlota, que había sido siempre dama de gran entereza, se enjugaba los ojos y no era dueña de ocultar su pena. El Señor Penitenciario le preguntó en voz baja: — ¿Cuándo llegará ese fraile? — Tal vez haya llegado. — ¡Pobre Condesa! ¿Qué hará? — ¡Quién sabe! — ¿Ella no sospecha nada? — ¡No podía sospechar!... — Es tan doloroso tener que decírselo... Callaron los dos. Beatriz seguía llorando. Poco después entró la Condesa, que procuraba parecer serena: Llegó hasta la cabecera de Beatriz, inclinóse en silencio y besó la frente yerta de la niña. Con las manos en cruz, semejante a una dolorosa, y los ojos fijos, estuvo largo tiempo contemplando aquel rostro querido. Era la Condesa todavía hermosa, procer de estatura y muy blanca de rostro, con los ojos azules y las pestañas rubias, de un rubio dorado que tendía leve ala de sombra en aquellas mejillas tristes y altaneras. El Señor Penitenciario se acercó: — Condesa, necesito hablar con ese Fray Angel. La voz del canónigo, de ordinario acariciadora y susurrante, estaba llena de severidad. La Condesa se volvió sorprendida: — Fray Ángel no está en el palacio, Señor Penitenciario. Y sus ojos azules, aún empañados de lágrimas, interrogaban con afán, al mismo tiempo que sobre los labios marchitos temblaba una sonrisa amable y prudente de dama devota. Misia Carlota, que estaba a la cabecera de Beatriz, se aproximó muy quedamente: — No hablen ustedes aquí... Carlota, es preciso que tengas valor. — ¡Dios mío! ¿Qué pasa? —¡Calla! Al mismo tiempo llevaba a la Condesa fuera de la estancia. El Señor Penitenciario bendijo en silencio a Beatriz, y sin recoger sus hábitos talares salió detrás. Misia Carlota quedó en el umbral: Inmóvil y enjugándose los ojos, contempló desde allí cómo la Condesa y el Penitenciario se alejaban por el largo corredor: Después, santiguándose, volvió sola al lado de Beatriz, y posó su mano de arrugas sobre la frente tersa de la niña : — ¡Hijita mía, no tiembles!... ¡No temas!... Cabalgó en la nariz los quevedos con guarnición de concha, abrió un libro de oraciones, por donde marcaba el registro de seda azul ya desvanecida, y comenzó a leer en alta voz: ORACIÓN ¡Oh Tristísima y Dolorosísima Virgen María, mi Señora, que siguiendo las huellas de vuestro amantísimo Hijo, y mi Señor Jesucristo, llegasteis al Monte Calvario, donde el Espíritu Santó quiso regalaros como en monte de mirra, y os ungió Madre del linaje humano! Concededme, Virgen María, con la Divina Gracia, el perdón de los pecados y apartad de mi alma los malos espíritus que la cercan, pues sois poderosa para arrojar a los demonios de los cuerpos y las almas. Yo espero, Virgen María, que me concedáis lo que os pido, si ha de ser para vuestra mayor gloria, y mi salvación eterna. Amén. Beatriz repitió: —¡Amén! |
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