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Biografía de Bram Stoker en Wikipedia | |
Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja |
La casa del Juez |
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Esa noche el rumor de las ratas empezó mas temprano; con toda certeza existía ya antes de su regreso, y solo cesó mientras les duró el susto causado por la imprevista llegada. Después de cenar, se sentó un momento junto al fuego a fumar, y luego de levantar la mesa empezó a trabajar como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, y por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas, hendiduras y resquebrajaduras del zócalo, brillantes los ojillos como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Mas para el estudiante, sin duda ya acostumbrado a ellos, estos ojos no tenían nada de siniestros; al contrario, sólo les notaba un aire travieso y juguetón. A veces, las más atrevidas, hacían salidas al piso o a lo largo de las molduras de la pared. Una y otra vez, cuando le empezaban a molestar demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero “iChst! iChst!”, de modo que ellas huyesen inmediatamente a sus agujeros. Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson se fue sumergiendo cada vez más en el estudio. De repente, levantó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. En efecto, no se oía ni el más leve ruido de roer, arañar o chillar. Era un silencio de tumba. Recordó entonces el extraño suceso de la noche precedente, e instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Entonces le recorrió por el cuerpo una extraña sensación. Allí, en la gran silla de roble tallado y alto respaldo, al lado de la chimenea, se hallaba la misma enorme rata que le miraba fijamente con unos ojillos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó el objeto mas próximo a su mano, unas tablas de logaritmos y se lo arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata ni se movió; de modo que hubo de repetir la escena del hurgón de la noche anterior; y otra vez la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana de alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese inmediatamente seguida por la reanudación del ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de la habitación desapareció el animal, pues la pantalla verde de la lámpara dejaba en sombras la parte superior del cuarto, y el fuego brillaba mortecino. Mirando a su reloj, observó que era cerca de medianoche, y, no descontento del divertimento, avivó el fuego y se preparó su nocturna taza de té. Había trabajado perfectamente sumergido en el hechizo del estudio y se creyó merecedor de un cigarrillo; así, pues, se sentó en la gran silla de roble tallado, junto a la chimenea, y fumó gozoso. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gustaría saber por dónde lograba meterse el bicho, pues empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera, una trampa para ratas. En vista de ello, encendió otra lámpara y la colocó de tal forma que iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos libros que tenía y los colocó al alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la cuerda de la campana y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Al manejar la cuerda, no pudo por menos de notar cuán flexible era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar. “Se podría colgar a un hombre de ella”, pensó para sí. Cuando hubo terminado sus preparativos, miró a su alrededor y dijo complacido: — ¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez! Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo algo el ruido que hacían las ratas, pronto se abandonó plenamente a sus proposiciones y problemas. De nuevo, súbitamente, fue reclamado por su alrededor. Esta vez no había sido sólo el súbito silencio lo que le llamo la atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, miró a ver si la pila de libros estaba al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Mientras miraba, vio que la gran rata se debajo caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo arrojo a la rata. Ésta, con rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Él, entonces, tomó un segundo y luego un tercero, y se los lanzó, uno tras otro, pero sin éxito tampoco en ambas ocasiones. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto a amentó aún más su avidez por dar en el blanco; y el libro voló y alcanzó a la rata con golpe resonante. Lanzó el animal un terrorifico chillido y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepo por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior dio un gran salto hasta la cuerda de la campana, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el súbito tirón, pero era pesada y no llegó a caer. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, merced a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer, por un agujero, en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, invisibles bajo la capa de polvo y suciedad. — Ya echaré mañana una ojeada a la vivienda de mi amiga —se dijo el estudiante, mientras iba recogiendo los volúmenes tirados por el suelo —. El tercer cuadro a partir de la chimenea. No lo olvidaré —cogió los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos a medida que leía sus títulos—. Secciones del Cono, ni la rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloides, ni los Principios, ni Cuaternidades, ni laTermodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! Malcolmson lo tomó del suelo y miró su título. Al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su cara. Miró a su alrededor inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí: — ¡La Biblia que me dio mi madre! Qué extraña coincidencia! — Se volvió a sentar y se puso al trabajo; las ratas del zócalo reanudaron sus cabriolas. No le molestaron, sin embargo: de algún modo, su presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el estudio, y, después de esforzarse inútilmente en dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y se fue a la cama, mientras el primer resplandor de la aurora penetraba furtivamente por la ventana que daba al Oriente. Durmió pesada pero desagradablemente y soñó mucho: cuando le despertó Mrs. Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, y durante unos pocos minutos no pareció darse cuenta exactamente de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante a la criada. — Mrs. Dempster, cuando me ausente hoy de casa, quiero que coja usted la escalera y limpie el polvo o lave esos cuadros... especialmente el tercero a partir de la chimenea... Quiero ver que representan. Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcolmson en la sombría olmeda, estudiando; a medida que transcurría la jornada, al notar que sus asimilaciones mejoraban progresivamente, le fue volviendo el alegre optimismo del día anterior. Había conseguido ya solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían burlado, y se hallaba en un estado de alegría tal que decidió hacer una visita a Mrs. Witham en “El Buen Viajero". Encontró a la posadera en un confortable cuarto de estar, acompañada de un desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que éste se lanzase inmediatamente a hacerle una serie de preguntas inopinadas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era allí casual, por lo cual dijo sin ambages: — Dr. Thornhill, contestaré con placer cualquier preguntar que quiera hacerme, si usted primero me contesta a una que deseo hacerle yo. El doctor pareció sorprendido, pero al momento sonrió y repuso: — ¡Hecho! ¿De qué se trata? — ¿Le pidió a usted Mrs. Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme? El doctor Thornhill quedó un momento desconcertado, y Mrs. Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; pero el doctor era un hombre sincero e inteligente y contestó en seguida con franqueza: — Así lo hizo, en efecto, pero quería que no se enterase usted. Supongo que han sido mi torpeza y mi apresuramiento quienes le han hecho a usted sospecharlo. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le agradaba la idea de que usted estuviese en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Efectivamente, deseaba que yo le aconsejase a usted dejar el té y que no se quedara a estudiar hasta muy tarde. Yo también fui buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablar a otro. Malcolmson le tendió la mano con sonrisa radiante. —¡Venga esa mano, que dicen en América! — exclamó — Le agradezco muchísimo su interés, y también a Mrs. Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda. Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted no me dé permiso. Y esta noche me iré a la cama a la una lo más tarde. ¿De acuerdo? —Estupendo —dijo el médico — . Ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón — acto seguido relató Malcolmson con todo detalle cuanto en las dos últimas noches le sucedió. Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de Mrs. Witham, hasta que, finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida de la posadera encontró salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac con agua no se recompuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando la narración llegó a su fin y Mrs. Witham quedó tranquila, preguntó: — ¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma? — Siempre. — Supongo que ya sabrá usted — dijo el doctor tras una pausa — qué es esa cuerda. — ¡No! — Es — dijo el doctor lentamente — la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez — al llegar a este punto, fue interrumpido de nuevo por otro grito de Mrs. Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson, después de consultar su reloj y observando que ya era casi hora de cenar, se marchó a su casa, no bien ella se hubo recobrado. Cuando Mrs. Witham volvió a su ser del todo, asaeteó al doctor Thornhill con coléricas preguntas sobre que pretendía al meterle tan horribles ideas en la cabeza al pobre joven. — Ya tiene allí demasiadas preocupaciones — añadió. El doctor Thornhill replicó: — ¡Mi querida señora, mi propósito es muy distinto! Lo que yo deseaba era atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Puede que se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado, o por lo que fuere, pero, sin embargo, me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte, mental y corporalmente, como el que más... Pero luego están las ratas... y esa sugerencia del diablo... — el doctor movió la cabeza y prosiguió —; me habría ofrecido a ir y pasar la noche con él, pero estoy seguro de que eso le habría humillado. Debe ser que por la noche sufre algún extraño terror o alucinación, y si es así, deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Me mantendré despierto esta noche hasta muy tarde, y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana. — Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir? ¿Qué quiere usted decir? — Quiero decir esto: que posiblemente, o mejor dicho, probablemente, oigamos esta noche la gran campana de alarma de la Casa del Juez — y el doctor hizo un mutis tan efectista como era de esperar por sus palabras. |
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