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La casa del Juez |
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Cuando Malcolmson llegó a su casa se encontró con que era un poco más tarde que de costumbre y que Mrs. Dempster se había marchado ya. Las reglas de la Casa de Caridad de Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, encendido un alegre fuego en la chimenea y bien despabilada la lámpara. La tarde era muy fría para el mes de abril y soplaba un viento pesado con una violencia tan rápidamente creciente que se podía prever una buena tormenta para la noche. El ruido de las ratas cesó durante unos pocos minutos después de su llegada; pero, tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia, lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse acompañado. Sus recuerdos retrocedieron hasta el extraño hecho de que las ratas sólo cesaban de manifestarse cuando aquella otra — la gran rata de ojillos fúnebres — entraba en escena. Sílo estaba encendida la lámpara de lectura, y su pantalla verde mantenla en sombras el techo y la parte superior de la habitación, de tal modo que la alegre y rojiza luz del hogar se extendía, cálida y agradable, por el pavimento y brillaba sobre el blanco mantel que cubría el extremo de la mesa. Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu vivaz. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente al trabajo, determinado a que nada le distrajese, pues recordaba la promesa hecha al doctor y estaba decidido a aprovechar lo mejor posible el tiempo disponible. Durante casi una hora trabajó sin inconvenientes, y luego sus pensamientos empezaron a despegarse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en que se hallaba, la llamada de atención sobre su salud nerviosa, no eran de despreciar. Para entonces el viento se habla convertido en vendaval, y el vendaval en tormenta. La vieja casona, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos aleros, produciendo extraños y aterradores sonidos en las estancias y pasillos vacios. Incluso la gran campana del tejado debía estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana se estuviera moviendo un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y seco. Al escucharlo, Malcolmson se acordó de las palabras del doctor: “Es la cuerda que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel Juez.” Se acercó al rincón de la chimenea y la tomo en sus manos para contemplarla. Parecía sentir una especie de morboso interés por ella, y mientras la estuvo contemplando se perdió un momento en conjeturas sobre quienes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del Juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras estaba allí, el balanceo de la campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento; pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se fuese moviendo a lo largo de ella. Levantando la vista instintivamente, vio Malcolmson a la enorme rata que bajaba lentamente hacia él, mirándole fijamente. Soltó la cuerda y retrocedió vivamente, mascullando una maldición. La rata, dando la vuelta, trepo de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta de que el ruido de las ratas, que había cesado un momento, volvía a comenzar. Todo esto le dejó pensativo; entonces se acordó de que no había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros, como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y alzándola, se colocó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior. A la primera ojeada, retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Entrechocaron sus rodillas, pesadas gotas de sudor afluyeron a su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió de nuevo armarse de valor tras una pausa de pocos segundos, avanzó de nuevo unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que había sido desempolvado y lavado y era ya claramente distinguible. Era el retrato de un juez vestido de purpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, astuto y vengativo, con boca sensual y nariz ganchuda de encendido color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Al contemplarlos, Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio una verdadera réplica a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano al ver a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y al notar el súbito cese del ruido de las demás. Sin embargo, volvió a reunir todo su valor y prosiguió el examen de la pintura. El Juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de una gran chimenea de piedra, junto a la cual colgaba una cuerda desde el techo, yaciendo en el suelo su extremo inferior enrollado. Con una sensación de horror, Malcolmson reconoció en ese escenario la habitación en que se hallaba, y miró despavorido a su alrededor como si esperase hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea, y dando un grito desgarrado dejó caer la lámpara que llevaba en la mano. Allí, en la silla del Juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo estaba en silencio. La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Afortunadamente era de metal y no se derramo el aceite. Sin embargo, la necesidad inmediata de recogerla serenó en seguida sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara, se secó el sudor de las cejas y meditó un momento. — Esto no puede ser — se dijo— . Si sigo así me voy a volver loco. ¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios, que te ni a razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Tiene gracia que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo va bien ya, y no volveré a comportarme como un necio. Entonces se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba así cosa de una hora, cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia caía en turbiones contra los vidrios de las ventanas, golpeándolos como si fuera granizo; pero en el interior no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea, como en arrullo de la tormenta. El fuego se había casi apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo. Malcolmson escuchó atentamente y entonces oyó un tenue, chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, vio, a aquella luz mortecina, que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por entero, se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado ya al descubierto. Mientras miraba, la tarea fue completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, durante un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que ahora empezó a balancearse de un lado a otro. Malcolmson sintió por un momento otro brote brusco de terror al caer en la cuenta de que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio quedaba ya cortada, pero este sentimiento en seguida fue reemplazado por una intensa cólera, y agarrando el libro que estaba leyendo lo arrojo contra la rata. El tiro iba bien dirigido, mas antes de que el proyectil pudiera alcanzarla, esta se dejó caer aterrizó en el suelo con un blando sonido. Malcolmson se abalanzó instantáneamente sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia. Malcolmson comprendió que el estudio había terminado, por aquella noche al menos, y decidió alterar la monotonía de su vida por medio de una cacería de rata; quitó la pantalla verde de la lámpara para asegurarse un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disolvieron las tinieblas de la parte superior de la estancia y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared se destacaron netamente. Desde donde estaba, veía Malcolmson, justo enfrente de sí, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó sorprendido los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirlo. En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando lo colocaron en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes con la silla, el rincón de chimenea y la cuerda, pero la figura del Juez había desaparecido. Malcolmson, casi muerto de horror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse y a temblar como un paralitico. Su fuerza parecía haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento o acción; incluso apenas era capaz de pensar. Solo podía ver y oir. Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el Juez con su ropaje de purpura y armiño, los fúnebres ojos brillándole vengativamente, una sonrisa de triunfo en la boca, resuelta y cruel, mientras que sus manos sostenían un negro birrete. Malcolmson notó que la sangre huía de su corazón, igual que se siente en los momentos de ansiedad prolongada. Le pitaban los oídos. Sin embargo, podía oir el bramar y aullar de la tempestad, y, a su través, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojo interminable, permaneció inmóvil como una estatua, sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror. A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del Juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche, se colocó su negro birrete en la cabeza. Lenta y deliberadamente, el Juez se levantó de su asiento y cogió el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego, deliberadamente, empezó a anudar uno de sus extremos hasta hacer un nudo. Apretó y comprobó éste con el pie, tirando de él fuertemente hasta que quedó satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después comenzó a moverse, a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcolmson, con la mirada fija en él, hasta que le adelantó; entonces, con rápido movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson, en ese momento, se empezó a dar cuenta de que había caído en una trampa e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del Juez que no apartaba de él, y que él se veía forzado a mirar. Vio que el Juez se le aproximaba — sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven — , levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección como para capturarle. Con un gran esfuerzo, hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear el suelo de roble. De nuevo levantó el Juez el nudo y trato de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo mediante un poderoso esfuerzo. Esto se repitió muchas veces, sin que el Juez pareciera desanimarse o desconcertarse por sus fracasos, sino más bien gozarse como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, Malcolmson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una luz brillante inundaba la habitación. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo, vio los ojos de las ratas; y esta visión, que fue puramente física, le proporcionó un detalle de bienestar. Miró y vio que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada pulgada estaba cubierta de ellas, y cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo, de donde emergían, de modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar. ¡Ay! Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero ella no había sino comenzado su vaivén, y ya iría aumentando la potencia del tañido. Al oírse éste, el Juez, que había mantenido fijos sus ojos en Malcolmson, los levantó y un gesto de diabólica ira contrajo sus rasgos. Sus ojos relucieron como carbones encendidos, y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno rompió sobre sus cabezas cuando el Juez volvió a levantar el lazo, mientras las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en vez de arrojarlo se fue aproximando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al estar cerca, pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcolmson permaneceó rígido como un cadáver. Sintió los helados dedos del Juez en la garganta mientras le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el Juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del estudiante, lo levantó y colocó en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzarla, las ratas huyeron chillando y desaparecieron por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana, y entonces, descendiendo de nuevo al piso, quitó la silla de allí. Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez, se congregó en seguida un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas de varias clases, y silenciosamente la multitud se encaminó, presurosa, hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero no hubo respuesta. Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos. Del extremo de la cuerda de la gran campana de alarma pendía el cuerpo del estudiante; y en el cuadro, la cara del Juez mostraba una sonrisa maligna. Fin |
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