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Biografía de Bram Stoker en Wikipedia | |
Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja |
La casa del Juez |
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Cuando acabó de cenar y puso la bandeja con los restos de la cena al otro extremo de la gran mesa de roble, volvió a sacar sus libros, arrojó más leña al fuego, despabiló la lámpara y se sumergió en el hechizo de su duro trabajo real. Prosiguió este, sin hacer pausa alguna, hasta cosa de las once, hora en que lo suspendió durante unos momentos para avivar el fuego y la lámpara y hacerse una taza de té. Siempre había sido aficionado al té; durante su vida de colegio había solido quedarse estudiando hasta tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que dejaba de estudiar. Pero lo demás era un lujo para él y gozaba de ello con una sensación de delicioso, voluptuoso desahogo. El fuego reavivado saltó, chisporroteó y arrojó extrañas sombras en la vasta y antigua habitación, y, mientras se tomaba a sorbos el té caliente, se despertó en él una sensación de aislamiento de sus semejantes. Es que en aquel momento había empezado a notar por primera vez el ruido que hacían las ratas. — Seguramente — pensó — no han metido tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando. ¡De haber sido así me hubiera dado cuenta! Mientras el ruido iba en aumento se tranquilizó el estudiante diciéndose que aquellos rumores, sin duda, acababan de empezar. Era evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y de la lámpara; pero a medida que pasaba el tiempo se habían ido volviendo más osadas y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales. ¡Y cuidado que eran activas! ¡Y atentas al menor ruido desacostumbrado! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, coman, bullían, royendo y arañando! Malcolmson se sonrió al recordar el dicho de Mrs. Dempster, “los duendes son las ratas y las ratas son los duendes”. El té empezaba a hacer su efecto de estimulante intelectual y nervioso, y el estudiante vio con alegría que teníaa ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio, antes de que terminase la noche, lo que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de lanzar una ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquella habría estado abandonada tanto tiempo. Los paneles de roble que recubrían la pared estaban finamente labrados. El trabajo en madera de puertas y ventanas era bello y de raro mérito. Había algunos cuadros viejos en las paredes, pero estaban tan espesamente cubiertos de polvo y suciedad, que no pudo distinguir ninguno de sus detalles, a pesar de que levantó la lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido, topó con alguna grieta o agujerillo bloqueados de momento por una cabeza de rata, de ojos brillantes que relucían a la luz; pero al instante desaparecía la cabeza, con un chillido y un rumor de huida. Lo que más intrigó a Malcolmson, sin embargo, fue la cuerda de la gran campana del tejado, que colgaba en un rincón de la habitación, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y alto respaldo y se sentó a tomarse su última taza de té. Cuando la terminó, avivó el fuego y volvió a su trabajo, sentándose en la esquina de la mesa, con el fuego a la izquierda. Durante un buen rato, las ratas le perturbaron el estudio con su perpetuo rebullir, pero acabó por acostumbrarse al ruido, igual que se acostumbra uno al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así, se sumergió de tal modo en el trabajo, que nada del mundo, excepto el problema que estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él. Pero, de pronto, y sin haber logrado resolverlo aún, levantó la cabeza: en el aire notó esa sensación inefable que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión de que había cesado hacía un instante, y que precisamente había sido este súbito silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego había ido acabándose, pero aun arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, sufrió un sobresalto, a pesar de toda su sangre fría. Allí, encima de la silla de roble tallado y altas espaldas, a la derecha de la chimenea, estaba una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto el estudiante como para espantarla, pero ella no se movió. En vista de lo cual, hizo él como si fuera a arrojarle algo. Tampoco se movió, pero le enseñó, encolerizada, sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus ojillos crueles brillaban con una luz de venganza. Malcolmson quedó asombrado, y, tomando el hurgón de la chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Antes, sin embargo, de que pudiera golpearla, ésta, con un chillido que pareció concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana, desapareció en la oscuridad, adonde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una verde pantalla. Instantáneamente, y extraño es decirlo, volvió a comenzar de nuevo el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble. Esta vez, Malcolmson no pudo volver a sumergirse en el problema; pero, como el gallo cantase en el exterior anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a descansar. Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó Mrs. Dempster para arreglar la habitación. Solo lo hizo cuando la mujer, después de barrido el cuarto y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún estaba un poco cansado de su duro trabajo nocturno, pero pronto le despabiló una cargada taza de té, y tomando un libro salió a dar su paseo matinal, llevándose también algunos bocadillos por si no le apetecía volver hasta la hora de la cena. Encontró un paseo apacible entre los olmos, en los alrededores del pueblo, y allí paso la mayor parte del día estudiando a Laplace. A su regreso, pasó a saludar a Mrs. Witham y darle las gracias por su amabilidad. Cuando le vio ella llegar — a través de una ventana de su santuario, emplomada con vidrios de colores en forma de rombo —, salió a la calle a recibirle y le rogó que entrase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente y movió la cabeza al decir: — No debe usted trabajar tanto, señor. Está usted esta mañana más pálido que otras veces. Estarse hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno para nadie. Pero dígame señor, ¿cómo pasó la noche? Espero que bien ¡No sabe usted cuánto me alegré cuando Mrs. Dempster me dijo esta mañana que le había encontrado tan bien y tan profundamente dormido cuando llegó! — Oh, sí, perfectamente — repuso él sonriendo —: todavía no me han molestado los “algos”. Solo las ratas. Son un auténtico batallón, y se sienten como en su propio cuartel. Había una de aspecto diabólico, que hasta se subió a mi propia silla, junto al fuego; y no se habría marchado, de no haberle yo amenazado con el hurgón; entonces, trepó por la cuerda de la campana y desapareció por allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien, estaba muy oscuro. — ¡Dios nos asista — exclamó Mrs. Witham — , un viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga cuidado! Hay a veces cosas muy verdaderas que se aseguran en broma. — ¿Qué quiere usted decir? Palabra que no comprendo. — ¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Vaya, señor, no se ría! — pues Malcolmson había estallado en francas carcajadas—. Ustedes la gente joven creen que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted seguir riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que yo le deseo! — y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidando por un momento sus temores. — ¡Oh, perdóneme! — dijo entonces Malcolmson — No me juzgue descortés; es que la cosa me ha hecho gracia... eso de que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla... — y, al recordarlo, volvió a reír. Luego, marchó a su casa a cenar. |
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