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Mary Shelley

"Frankenstein o el moderno Prometeo"

Capítulo 23 (2)

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Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 4 - 97: Notturno
 

Frankenstein
o el moderno Prometeo

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Capítulo 23 (2)
 

Prosigue la narración de WALTON

26 de agosto de 17...

Has leído este extraño e impresionante relato, Margaret; ¿no sientes que, como a mí aún ahora, se te hiela la sangre en las venas? Había veces en que el sufrimiento lo vencía, y no podía continuar su narración; otras, con voz entrecortada y conmovedora, pronunciaba con dificultad las palabras tan repletas de dolor. A veces los ojos hermosos y expresivos le brillaban con indignación; otras, el dolor los apagaba y llenaba de tristeza. A veces podía controlar sus sentimientos y palabras y narraba los más horrendos sucesos con voz serena, suprimiendo toda señal de agitación; pero de pronto, como un volcán en erupción, su rostro tomaba una expresión de fiereza, y, lanzaba mil insultos contra su perseguidor.

La historia es coherente y la ha contado con la naturalidad que da la verdad más sencilla; pero te confieso que las cartas de Félix y Safie, que me enseñó, y la visión del monstruo que tuvimos desde el barco, me convencieron más que todas sus afirmaciones, por muy coherentes y convincentes que parecieran. No tengo ninguna duda, pues, de que existe semejante monstruo; pero sin embargo estoy lleno de asombro y admiración. He intentado que Frankenstein me cuente en detalle la creación del ser; pero sobre este punto permaneció inescrutable.

¿Está usted loco, amigo mío?  ––me contestó—. ¿Hasta dónde le va a llevar su absurda curiosidad? ¿Es que quiere crear, también, un ser diabólico, enemigo suyo y del mundo? Si no, ¿a dónde quiere ir aparar con sus preguntas? ¡No insista! Aprenda de mis sufrimientos, y no se empeñe en aumentar los suyos.

Frankenstein observó que tomaba notas de su narración; quiso verlas, y él mismo las corrigió y aumentó en muchos puntos; sobre todo en los diálogos con su enemigo, a los que dotó de mayor autenticidad.

––Ya que ha anotado usted mi narración ––dio––, no quisiera que la posteridad la heredara en forma mutilada.

Así ha transcurrido una semana, escuchando la historia más extraña que jamás hubiera podido concebir imaginación alguna. El interés que siento por mi huésped, y que ha despertado tanto su relato como la nobleza  y dulzura de su carácter, me ha seducido la mente y el alma por completo.

Quisiera ayudarlo; pero ¿cómo aconsejar que siga viviendo a alguien tan infeliz y carente de toda esperanza? La única dicha de que puede gozar es la que experimentará preparando su dolorida alma para la paz y la muerte. Disfruta, empero, de algún consuelo, fruto de la soledad y el delirio: cree, cuando en sueños conversa con los seres que le fueron queridos, y obtiene de esa comunicación cierto alivio para su sufrimiento o ánimo para la venganza, no que sean creaciones de su fantasía, sino que ciertamente son seres reales que, desde el más allá, vienen a visitarlo. Esta fe da a sus delirios una solemnidad que hace que me resulten casi tan imponentes e interesantes como la verdad misma.

Nuestras conversaciones no se limitan tan sólo a su historia y la de sus desgracias. Demuestra poseer un gran conocimiento de la literatura, y una aguda y rápida percepción. Su elocuencia cautiva y conmueve; hasta el punto de que, cuando narra un episodio patético, o intenta provocar la piedad o el cariño, no puedo escucharlo sin que los ojos se me llenen de lágrimas. ¡Qué magnífico hombre debió ser en sus tiempos de felicidad para mostrarse tan noble aun en la desgracia! Parece tener conocimiento de su propia valía, y de la magnitud de su ruina.

––Cuando era joven ––me dijo un día–– sentía como si hubiera nacido para llevar a cabo grandes cosas. Tengo una naturaleza sensible; pero poseía entonces una serenidad de juicio que me capacitaba para triunfar. Este convencimiento de mi valía me ha sostenido en situaciones en que otros hubieran sucumbido; pues me parecía poco digno malgastar en vanas lamentaciones unos talentos que podían ser de utilidad a mis semejantes. Cuando recuerdo lo que he conseguido, nada menos que la creación de un ser racional y sensible, no me puedo considerar simplemente como uno más entre el conjunto de científicos. Pero esta sensación, que me sostenía al principio de mi carrera, ahora sólo sirve para hundirme más en la miseria. Todas mis esperanzas y proyectos no son nada, y, como el arcángel que aspiraba al poder supremo, me encuentro ahora encadenado en un infierno eterno. Tenía una viva imaginación y a la vez una gran capacidad de análisis y concentración; mediante la estrecha colaboración de estas dos cualidades concebí la idea, y llevé a cabo la creación de un hombre. Incluso ahora no puedo rememorar con serenidad las ilusiones que me invadían mientras no tuve terminado el trabajo. Llegaba con la imaginación hasta las más altas esferas, a veces exultante de júbilo ante mi poder, otras estremecido al pensar en las consecuencias de mi investigación. Desde pequeño había concebido las mayores ambiciones y esperanzas; ¡cómo me he hundido! Amigo mío, si me hubiera conocido antaño, no me reconocería en mi actual estado de denigración. Desconocía casi por completo lo que era el desánimo; parecía estar destinado a un brillante porvenir, hasta que me hundí para siempre.

¿Habré, pues, de perder a tan admirable ser? He añorado la compañía de un amigo; he buscado a alguien que me apreciara y comprendiera. Y he aquí que lo encuentro en estos remotos mares; mas temo que sólo me valga para conocer su valía, justo antes de que muera. Quisiera reconciliarlo con la vida, pero odia esta idea.

––Le agradezco, Walton ––dijo––, las buenas intenciones que demuestra hacia alguien tan miserable como yo; pero, cuando habla usted de nuevos lazos, de nuevos afectos, ¿piensa que hay alguno que pudiera sustituir jamás a aquellos que ya he perdido? ¿Puede otro hombre significar para mí lo mismo que Clerval?; ¿qué mujer podría ser otra Elizabeth? Incluso cuando nuestro amor no viene reforzado por cualidades superiores, los compañeros de niñez siempre ejercen sobre nosotros una influencia que amigos posteriores raras veces suelen tener. Conocen nuestras primeras inclinaciones, que, por mucho que después se modifiquen, jamás se llegan a borrar; y en cuanto a la honestidad de nuestros actos, son los que mejor pueden juzgar nuestros motivos. Un hermano no podrá jamás sospechar que el otro lo engaña o traiciona, salvo que esta inclinación se haya manifestado desde edad muy temprana, mientras que a un amigo, pese a que su afecto sea inmenso, le puede invadir, incluso a pesar suyo, la desconfianza. Pero he tenido amigos a los que he querido no sólo por costumbre o contacto, sino por sus cualidades personales; y donde quiera que me encuentre, la apacible voz de Elizabeth y la conversación de Clerval siempre susurrarán en mis oídos. Ellos han muerto; y en mi soledad sólo hay un objetivo que pueda inducirme a conservar la vida. Si me encontrara realizando una importante empresa que revistiera utilidad para mis semejantes, podría seguir viviendo para concluirla. Pero no es éste mi sino; debo perseguir y destruir al ser que creé; y entonces, sólo entonces habré cumplido mi cometido en la tierra y podré morir.

2 de septiembre

Mi querida hermana:

Te escribo acechado por un grave peligro, e ignoro si el destino me permitirá volver a ver mi querida Inglaterra y a los amigos que allí viven. Me cercan montañas de nieve que impiden la salida y amenazan a cada momento con aplastar el barco. Los valerosos hombres, a quienes convencí de que me acompañaran, vienen a mí en busca de una solución; pero no tengo ninguna que ofrecer. Hay algo terriblemente espantoso en nuestra situación, pero aún conservo la confianza y el valor. Quizá sobrevivamos; y, si no, como Séneca, moriré con buen ánimo.

¿Pero cuáles serán tus pensamientos, Margaret? No sabrás que he muerto, y esperarás ansiosamente mi regreso. Pasarán los años, y vivirás momentos de desesperación, pero siempre te atenazará la tortura de la esperanza. ¡Mi querida hermana!, la horrible desilusión de tus esperanzas me resulta más terrible aún que mi propia muerte. Pero tienes a tu marido y a tus hermosos hijos; y puedes ser feliz. ¡Que el cielo te bendiga, y permita que lo seas!

Mi desdichado huésped me mira con la mayor compasión. Intenta devolverme la esperanza; y habla de la vida como de un tesoro preciado. Me recuerda la frecuencia con que estos accidentes les han ocurrido a otros navegantes que se aventuraron hasta estos mares y, a pesar mío, me contagia la idea de buenas perspectivas. Incluso los marineros notan el poder de su elocuencia; cuando él habla, vuelven a confiar; reaviva sus energías, y, mientras lo escuchan, llegan a creer que estas gigantescas montañas de hielo son pequeños montículos, que desaparecerán bajo la fuerza de la voluntad humana. Estos sentimientos son pasajeros; cada día que transcurre, la frustración de sus esperanzas les llena de espanto, y temo que el miedo les haga amotinarse.

 

5 de septiembre

Acaba de suceder algo tan insólito que, aunque es muy probable que nunca llegues a leer estos papeles, no puedo por menos de narrarlo.

Seguimos rodeados de montañas de nieve, y en inminente peligro de que nos aplasten. El frío es intensísimo, y muchos de mis desafortunados compañeros ya han encontrado su tumba en este paraje desolador. La salud de Frankenstein empeora día a día; le sigue brillando una luz febril en los ojos, pero está extenuado, y si hace el menor esfuerzo, vuelve a caer en la total agonía.

Mencioné en la última carta el temor que tenía a que se produjera un motín. Esta mañana, mientras contemplaba el ceniciento rostro de mi amigo ––los ojos entornados y los miembros inertes—, me interrumpieron media docena de marineros, que querían entrar en el camarote. Les hice pasar; y el que actuaba de portavoz se dirigió a mí. Me dijo que él y sus compañeros habían sido elegidos por el resto de la tripulación para que, a modo de delegación, me comunicaran una petición, a la que en justicia no me podía negar. Estábamos cercados por el hielo, y probablemente no lograríamos escapar; pero temían que, si acaso, como era posible, el hielo cediera, y se abriera un camino, yo fuera lo bastante imprudente como para querer continuar mi viaje, y los condujera a nuevos peligros, después de haber salvado éste felizmente. Pedían, pues, que me comprometiera bajo solemne promesa a que, si el barco quedaba libre, me dirigiría de inmediato al sur.

Esta petición me perturbó. Aún no había perdido las esperanzas; ni siquiera había pensado en regresar, caso de quedar libres del hielo. Sin embargo, ¿podría yo, en justicia, oponerme a ello? ¿tenía siquiera la posibilidad de hacerlo? Pensaba en estas preguntas antes de contestar, cuando Frankenstein, que en un principio había permanecido callado y parecía no tener ni fuerzas para atender, se incorporó; los ojos le brillaban y tenía las mejillas encendidas por un repentino rubor. Dirigiéndose a los hombres, dijo:

¿Qué significa esto? ¿Qué estáis pidiendo a vuestro capitán? ¿Tan pronto os desanimáis? ¿No le llamabais a ésta la expedición gloriosa?, ¿por qué iba a ser gloriosa?, ¿porque la ruta era fácil y apacible como un mar del sur? No; la llamabais así porque estaba llena de peligros y acechamos; porque a cada nueva dificultad debíais renovar vuestro valor y fortaleza; porque os rodeaba el peligro y la muerte y debíais vencer ambas. Por esto la llamabais gloriosa, porque era una empresa digna. La posteridad os aclamaría como bienhechores de la humanidad; se veneraría vuestro nombre, como el de aquellos hombres valerosos que se enfrentaron con honor a la muerte en beneficio de la especie humana. ¡Y mirad ahora!: con la primera impresión de peligro, o, si lo preferís, la primera gran prueba, vuestro valor se desvanece y estáis dispuestos a pasar por hombres que no tuvieron la fuerza suficiente para afrontar el frío y el peligro...; los pobres tenían frío y volvieron junto a sus chimeneas. En verdad que para esto no se hubieran requerido tantos preparativos; no teníais por qué haberos aventurado hasta aquí, ni hacer pasar a vuestro capitán por la vergüenza del fracaso, para demostrar que sois unos cobardes. ¡Sed hombres!, ¡sed más que hombres! Sed fieles a vuestros propósitos, firmes como las rocas. Este hielo no está hecho del mismo material del que podrían estar hechos vuestros corazones; es vulnerable, no puede venceros si os empeñáis en que no lo haga. No volváis a vuestras familias con la frente marcada por el estigma de la vergüenza. Regresad como héroes que lucharon y vencieron y que desconocen lo que es darle la espalda a su enemigo.

A lo largo del discurso, su voz se había ido adaptando tan bien a los distintos sentimientos que expresaba, y sus ojos brillaban tan llenos de heroísmo y sana ambición, que no fue de extrañar que mis hombres se conmovieran. Se miraron unos a otros, sin saber qué decir. Yo me dirigí a ellos, y les rogué que recapacitaran sobre lo que habían oído; añadí que por mi parte no seguiría avanzando hacia el norte en contra de su voluntad, pero que esperaba que, tras considerarlo, recobraran el valor perdido.

Salieron, y me volví hacia mi amigo; pero se hallaba muy abatido y casi privado de aliento.

Ignoro cómo concluirá todo esto; pero preferiría la muerte a regresar, cubierto de vergüenza, sin haber podido alcanzar mis objetivos. Sin embargo, temo que ese sea mi destino; sin el ánimo que les pudiera infundir la idea de la gloria y el honor, mis hombres jamás se avendrán a proseguir sus actuales penurias.

7 de septiembre

¡La suerte está echada!, he accedido a nuestro regreso si los hielos nos lo permiten. Veo truncadas mis esperanzas por la cobardía y la indecisión; regreso desilusionado e ignorante. Necesitaría más tolerancia de la que me ha sido dada para sufrir esta injusticia con paciencia.

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