"Frankenstein o el moderno Prometeo" Capítulo 23 (3)
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Frankenstein |
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Capítulo 23 (3) | ||
12 de septiembre Todo ha concluido; vuelvo a Inglaterra. He perdido mis esperanzas de gloria y mi ansia de servir a la humanidad; y he perdido a mi amigo. Pero trataré, querida hermana, de contarte con detalle estos tristes sucesos; no quiero navegar rumbo a Inglaterra, y hacia ti, lleno de pesadumbre. El nueve de septiembre el hielo empezó a ceder, y en la distancia escuchamos atronadores crujidos, así que las islas de hielo se resquebrajaban en todas las direcciones. Corríamos enorme peligro; pero, puesto que nada podíamos hacer, todo mi interés se centraba en mi infeliz huésped, cuya salud había declinado hasta el punto de no poder levantarse de la cama. El hielo se rompió a nuestras espaldas y fue empujado con rapidez en dirección norte; del oeste comenzó a soplar una brisa y el día once el camino hacia el sur quedaba despejado. Cuando los marineros vieron esto, y comprendieron que quedaba asegurado su regreso a su país natal, prorrumpieron en continuos gritos de loca alegría. Frankenstein, que se había adormilado, despertó, y preguntó la causa del alboroto. ––Gritan ––contesté––, porque pronto regresarán a Inglaterra. ––¿Regresa usted entonces? ––Sí ––respondí—, no puedo oponerme a sus peticiones. No puedo conducirlos hacia nuevos peligros contra su voluntad, y debo volver. ––Hágalo si quiere. Yo me quedo. Usted puede abandonar su objetivo; pero el mío me lo fió el cielo, y no puedo renunciar. Estoy débil; pero confío en que los espíritus que me ayudan en mi venganza me prestarán las fuerzas necesarias. Al decir esto intentó saltar de la cama, pero el esfuerzo fue demasiado grande; cayó y perdió el sentido. Tardó mucho en volver en sí, y a menudo me pareció que había muerto. Finalmente abrió los ojos; respiraba con dificultad, y no podía hablar. El médico le dio un brebaje reconstituyente, y nos ordenó que no lo molestáramos. A mí me advirtió que a mi amigo le restaban pocas horas de vida. Se había pronunciado su sentencia, y a mí ya sólo me quedaba lamentarme y tener paciencia. Permanecí sentado a la cabecera de su lecho, mirándolo; tenía los ojos cerrados, y pensé que dormía. De pronto, con voz apagada, me llamó, indicándome que me acercara, y dijo: ––Me abandonan las fueras en las que confiaba. Presiento que pronto habré de morir, y él, mi enemigo y verdugo, está aún con vida. No piense, Walton, que en mis últimos instantes mi alma rezuma todavía el punzante odio y la sed de venganza que días pasados le manifesté, pero creo que estoy justificado al desear la muerte de mi adversario. Durante estos días he meditado sobre mis acciones pasadas y no hallo en ellas nada reprensible; en un ataque de loco entusiasmo creé una criatura racional, y tenía para con él el deber de asegurarle toda la felicidad y bienestar que me fuera posible darle. Esta era mi obligación, pero había otra superior. Mis obligaciones para con mis semejantes debían tener prioridad, puesto que suponían una mayor proporción de felicidad o desgracia. Impulsado por esta creencia, me negué, e hice bien, a crearle una compañera al primer ser. Dio pruebas entonces de una maldad y un egoísmo sin precedentes: asesinó a mis seres más queridos; se consagró a la destrucción de personas llenas de delicadeza, sabiduría y bondad; e ignoro dónde terminará esta sed de venganza. Desgraciado como es, debe morir a fin de que no pueda hacer desgraciados a los demás. La tarea de su destrucción me había sido encomendada a mí, pero he fracasado. Empujado por motivos egoístas e insanos, le pedí a usted que completara mi labor; ahora, empujado únicamente por la razón y la virtud, se lo reitero. »Sin embargo no puedo pedirle que renuncie a su país y a sus amigos para llevar a cabo esta labor; y ahora, que regresa a Inglaterra, tendrá pocas ocasiones de encontrarse con él. Pero dejo en sus manos el reflexionar sobre estos puntos, y el determinar lo que usted considere que es su deber. La proximidad de la muerte turba mis pensamientos y mi razón, y no me atrevo a pedirle que haga lo que yo considero justo, pues puedo estar cegado por la Pasión. »Me inquieta el que siga con vida y sea un instrumento de maldad; y sin embargo, esta hora, en la que aguardo que cada instante me traiga la liberación, es la única en la que durante muchos años he sido feliz. Pasan ante mí los espíritus de aquellos a los que tanto quise, y corro hacia ellos. ¡Adiós, Walton! Busque la felicidad en la paz y, evite la ambición, aun aquella, inofensiva en apariencia, de distinguirse por sus descubrimientos científicos. ¿Mas por qué hablo así?; yo he visto truncadas mis esperanzas, pero otro puede triunfar. La voz se le iba apagando a medida que hablaba; yfinalmente, vencido por el esfuerzo, se acalló del todo. Media hora más tarde intentó volver a hablar pero no pudo; oprimió mi mano débilmente, y sus ojos se cerraron para siempre, mientras sus labios esbozaron una débil sonrisa. Margaret, ¿qué puedo decir sobre la prematura muerte de esta magnífica persona? ¿Qué puedo decir para que entiendas lo profundo de mi pesar? Todo lo que dijera sería pobre e inadecuado. Las lágrimas abrasan mis mejillas; y una nube de desilusión nubla mi mente. Pero navego rumbo a Inglaterra, y allí quizá encuentre un consuelo. Me interrumpen. ¿Qué significan estos ruidos? Es medianoche; la brisa sopla suavemente y, en cubierta, los hombres de guardia no se mueven. De nuevo el ruido; parece la voy de un hombre, pero mucho más ronca; viene del camarote donde reposan los restos de Frankenstein. Debo levantarme a ver qué sucede. Buenas noches, hermana mía. ¡Dios mío!, ¡qué escena acaba de tener lugar! Todavía estoy aturdido con el recuerdo. Apenas sé si tendré fueras para contarla; mas el relato que he anotado quedaría incompleto sin referir esta última y soberbia catástrofe. Entré en el camarote donde yacían los restos de mi malhadado y admirable amigo. Sobre él se inclinaba un ser para cuya descripción no tengo palabras; era de estatura gigantesca, pero de constitución deforme y tosca. Agachado sobre el ataúd, tenía el rostro oculto por largos mechones de pelo enmarañado; tenía extendida una inmensa mano, del color y la textura de una momia. Cuando me oyó entrar, dejó de proferir exclamaciones de pena y horror, y saltó hacia la ventana. Jamás he visto nada tan horrendo como su rostro, de una fealdad repugnante y terrible. Involuntariamente cerré los ojos e intenté recordar mis obligaciones acerca de este destructivo ser. Le ordené que se quedara. Se detuvo, y me miró sorprendido; y, volviéndose de nuevo hacia el cadáver de su creador, pareció olvidar mi presencia; sus facciones y sus gestos parecían animados por la furia de una pasión incontrolable. ––Esa es también mi víctima ––exclamó––; con su muerte consumo mis crímenes. El horrible drama de mi existencia llega a su fin. ¡Frankenstein!, ¡hombre generoso y abnegado!, ¿de qué sirve que ahora implore tu perdón? A ti, a quien destruí despiadadamente, arrebatándote todo lo que amabas. ¡Está frío!; no puede contestarme. Su voz se ahogaba; y mis primeros impulsos, que me inducían a la obligación de cumplir el último deseo de mi amigo, y destrozar a aquel ser, se vieron frenados por una mezcla de curiosidad y compasión. Me acerqué a esta extraña criatura; no me atrevía a mirarlo, pues había algo demasiado pavoroso e inhumano en su fealdad. Traté de hablar, pero las palabras se me quedaron en los labios. El monstruo seguía profiriendo exaltadas y confusas recriminaciones. Por fin logré dominarme y, aprovechando una pausa en su agitado monólogo, dije: ––Tu arrepentimiento es ya superfluo. Si hubieras escuchado la voz, de la conciencia, y atendido a los dardos del remordimiento, antes de llevar tu diabólica sed de venganza hasta este extremo, Frankenstein seguiría vivo. ––¿Imagina ––respondió la infernal criatura–– que era insensible al dolor y al remordimiento? El–– continuó, señalando el cadáver—, él no ha sufrido nada con la consumación del hecho; no ha sufrido ni la milésima parte de angustia que yo durante el distendido proceso. Me impulsaba un terrible egoísmo, a la par que el remordimiento me torturaba el corazón. ¿Piensa que los estertores de Clerval eran música para mí? Tenía el corazón sensible al amor y la ternura; y cuando mis desgracias me empujaron hacia el odio y la maldad, no soporté la violencia del cambio sin sufrir lo que usted jamás podrá imaginar. »Tras la muerte de Clerval regresé a Suiza con el corazón destrozado. Sentía compasión por Frankenstein, y mi piedad se fue tornando en horror, hasta tal punto que me aborrecía a mí mismo. Pero al descubrir que él, el autor de mi existencia a la vez que de mis atroces desdichas, se atrevía a esperar la felicidad; que, mientras por su culpa se acumulaban sobre mí tormentos y aflicciones, él buscaba la satisfacción de sus sentimientos y pasiones, satisfacción que a mí me estaba vedada, una envidia incontrolable y una punzante indignación me atenazaron con la insaciable sed de la venganza. Recordé mi amenaza y decidí llevarla a cabo. Sabía que yo mismo me estaba preparando una terrible tortura; pero me encontraba esclavo, no dueño, de un impulso que detestaba, pero no podía desobedecer. Mas cuando ella murió, no experimenté ningún pesar. En lo inmenso de mi desesperación, había conseguido desechar todos mis sentimientos y ahogar todos mis escrúpulos. A partir de ahí, el mal se convirtió para mí en el bien. Llegado a este punto ya no tenía elección; adapté mi naturaleza al estado que había escogido voluntariamente. El cumplimiento de mi diabólico proyecto se convirtió en una pasión dominante. Y ahora se ha terminado, ¡ahí yace mi última víctima! Al principio la narración de sus sufrimientos me conmovió, pero cuando recordé lo que Frankenstein me había dicho respecto de su elocuencia y poder de persuasión, y vi ante mí el cuerpo inanimado de mi amigo, sentí cómo revivía en mí la indignación. ––¡Miserable! ––grité––, ¿ahora vienes a lamentarte de la desolación que has creado? Lanzas una antorcha encendida en medio de los edificios y, cuando han ardido, te sientas a llorar entre las ruinas. ¡Engendro hipócrita!, si aún viviera éste a quien lloras, volvería a ser el objeto de tu maldita venganza. ¡No es pena lo que sientes!; sólo gimes porque la víctima de tu maldad escapó ya a tu poder. ––No; no es así ––me interrumpió el engendro—. Aunque esa debe ser la impresión que le causan mis actos. No intento despertar su simpatía; jamás encontraré comprensión. Cuando primero traté de hallarla, quise compartir el amor por la virtud, el sentimiento de felicidad y ternura que me llenaba el corazón. Pero ahora que esa virtud es tan sólo un recuerdo, y la felicidad y ternura se han convertido en amarga y odiosa desesperación, ¿dónde debo buscar comprensión? Me avengo a sufrir en soledad, mientras duren mis desgracias; y acepto que, cuando muera, el odio y el oprobio acompañen mi recuerdo. Tiempo atrás mi imaginación se colmaba de sueños de virtud, fama y placer. Antaño esperé ingenuamente encontrarme con seres que, obviando mi aspecto externo, me quisieran por las excelentes cualidades que llevaba dentro de mí. Me nutría de elevados pensamientos de honor y devoción. Pero ahora la maldad me ha degradado, y soy peor que las más despreciables alimañas. No hay crimen, maldad, perversidad, comparables a los míos. Cuando repaso la horrenda sucesión de mis crímenes, no puedo creer que soy el mismo cuyos pensamientos estaban antes llenos de imágenes sublimes y trascendentales, que hablaban de la hermosura y la magnificencia del bien. Pero es así; el ángel caído se convierte en pérfido demonio. Pero incluso ese enemigo de Dios y de los hombres tenía amigos y compañeros en su desolación; yo estoy completamente solo. »Usted, que llama a Frankenstein su amigo, parece tener conocimiento de mis crímenes y sus desventuras. Pero, por muchos detalles que de ellos le diera, no pudo contarle las horas y meses de miseria que he soportado, consumiéndome bajo pasiones impotentes. Pues, aunque destruía sus esperanzas, no por ello satisfacía mis propios deseos, que seguían ardientes e insatisfechos. Seguía necesitando amor y compañía y continuaban rechazándome. ¿No era esto injusto? ¿Soy yo el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Félix, que arrojó de su casa, asqueado, a su amigo? ¿Por qué no maldice al campesino que intentó matar a quien acababa de salvar a su hija? Pero estos son seres virtuosos y puros. Yo, el infeliz, el proscrito, soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen, lo rechacen. Incluso ahora me arde la sangre bajo el recuerdo de esta injusticia. »Pero es cierto que soy despreciable. He asesinado lo hermoso y lo indefenso; he estrangulado a inocentes mientras dormían, y he oprimido con mis manos la garganta de alguien que jamás me había dañado, ni a mí ni a ningún otro ser. He llevado a la desgracia a mi creador, ejemplo escogido de todo cuanto hay digno de amor y admiración entre los hombres; lo he perseguido hasta convertirlo en esta ruina. Ahí yace, pálido y entumecido por la muerte. Usted me odia; pero su repulsión no puede igualar la que yo siento por mí mismo. Contemplo las manos con las que he llevado esto a cabo; pienso en el corazón que concibió su ruina, y ansío que llegue el momento en que pueda mirarme a mí mismo, y mis remordimientos no torturen más mi corazón. »No tema, no volveré a cometer más crímenes. Mi tarea casi ha concluido. No se necesita su muerte ni la de ningún otro hombre para consumar el drama de mi vida, y cumplir aquello que debe cumplirse; sólo se requiere la mía. No piense que tardaré en llevar a cabo el sacrificio. Me alejaré de su bajel en la balsa que me trajo hasta él y buscaré el punto más alejado y septentrional del hemisferio; haré una pira funeraria, donde reduciré a cenizas este cuerpo miserable, para que mis restos no le sugieran a algún curioso y desgraciado infeliz la idea de crear un ser semejante a mí. Moriré. Dejaré de padecer la angustia que ahora me consume, y de ser la presa de sentimientos insatisfechos e insaciables. Ha muerto aquel que me creó; y, cuando yo deje de existir, el recuerdo de ambos desaparecerá pronto. Jamás volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni a sentir el viento acariciarme las mejillas. Desaparecerán la luz, las sensaciones, los sentimientos; y entonces encontraré la felicidad. Hace algunos años, cuando por primera vez se abrieron ante mí las imágenes que este mundo ofrece, cuando notaba la alegre calidez del verano, y oía el murmullo de las hojas yel trinar de los pájaros, cosas que lo fueron todo para mí, hubiera llorado de pensar en morir; ahora es mi único consuelo. Infectado por mis crímenes, y destrozado por el remordimiento, ¿dónde sino en la muerte puedo hallar reposo? »¡Adiós! Lo abandono. Usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Adiós, Frankenstein! Si aún estuvieras vivo, y mantuvieras el deseo de satisfacer en mí tu venganza, mejor la satisfarías dejándome vivir que dándome muerte. Pero no fue así; buscaste mi aniquilación para que no pudiera cometer más atrocidades; mas si, de forma desconocida para mí, aún no has dejado del todo de pensar y de sentir, sabe que para aumentar mi desgracia no debieras desear mi muerte. Destrozado como te hallabas, mis sufrimientos eran superiores a los tuyos, pues el zarpazo del remordimiento no dejará de hurgar en mis heridas hasta que la muerte las cierre para siempre. »Pero pronto ––exclamó, con solemne y triste entusiasmo–– moriré, y lo que ahora siento ya no durará mucho. Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré triunfante a mi pira funeraria, y exultaré de júbilo en la agonía de las llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y el viento esparcirá mis cenizas por el mar. Mi espíritu descansará en paz; o, si es que puede seguir pensando, no lo hará de esta manera. Adiós. Con estas palabras saltó por la ventana del camarote a la balsa que flotaba junto al barco. Pronto las olas lo alejaron, y se perdió en la distancia y en la oscuridad. FIN |
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