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Mary Shelley

"Frankenstein o el moderno Prometeo"

Capítulo 23 (1)

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Frankenstein
o el moderno Prometeo

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Capítulo 23 (1)
 

Mi estado era tal que no lograba controlar voluntariamente el pensamiento. Me inundaba la ira, y sólo el deseo de venganza me proporcionaba fuerza y comedimiento, reprimía mis sentimientos y me permitía estar sereno y calculador en momentos en que, de otro ––modo, me hubiera abandonado al delirio y a la muerte. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre; mis desgracias hicieron que aborreciese la patria que tan intensamente había amado cuando era feliz y querido. Me hice con una importante cantidad de dinero, y algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.

Y aquí empezó una peregrinación que sólo con mi muerte terminará. He recorrido una inmensa parte del mundo, y he sufrido todas las penurias que suelen tener que afrontar los viajeros en los desiertos y en las tierras salvajes. Apenas sé cómo he sobrevivido; con frecuencia me he tendido desfallecido sobre la arena, rogando que me sobreviniera la muerte. Pero las ansias de venganza me mantenían vivo; no me atrevía a morir si mi enemigo continuaba con vida.

Al abandonar Ginebra, mi primer quehacer fue encontrar algún indicio que me permitiera seguir los pasos de mi infame enemigo. Pero estaba desorientado, y anduve por la ciudad durante muchas horas dudando sobre qué dirección tomar. Cuando empezaba a anochecer, me encontré en el cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré, y me acerqué a sus tumbas. Reinaba el silencio, turbado tan sólo por el murmullo de las hojas que el viento agitaba suavemente; era ya casi de noche, y la escena hubiera resultado solemne y conmove;dora incluso para un observador ajeno a ella. Los espíritus de mis difuntos parecían rodearme, proyectando una sombra invisible pero palpable en torno a mi cabeza.

La honda tristeza que en un principio esta escena me había provocado pronto dio paso a la ira y a la desesperación. Ellos estaban muertos, y sin embargo yo vivía; también vivía su asesino, y para aniquilarlo debía yo continuar mi tediosa existen;cia. Arrodillado en la hierba, besé la tierra y, con labios temblorosos, grité:

––Por la sagrada tierra en la que estoy postrado, por los espíritus que me rodean, por el profundo y eterno dolor que siento, por ti, oh Noche, y por los fantasmas que te pueblan, juro perseguir a ese demonio, que ocasionó estas desgracias, hasta que uno de los dos sucumba en un combate a muerte. A este fin preservaré mi vida; para ejecutar esta cara venganza volveré a ver el sol y pisar la verde hierba, de todo lo cual, de otro modo, prescindiría para siempre. Y yo os conjuro, espíritus de los muertos, y a vosotros, errantes administradores de venganza, a que me ayudéis y orientéis en mi tarea. ¡Que el maldito e infernal monstruo beba de la copa de la angustia y sienta la misma desesperación que ahora me atormenta!

Había comenzado el juramento en tono solemne, y con un fervor, que me hizo pensar que los espíritus de mis familiares asesinados escuchaban y aprobaban mi devoción; pero así que concluí, las Furias se apoderaron de mí, y la ira ahogaba mis palabras.

Desde la profunda quietud de la noche, me llegó entonces una estruendosa y diabólica carcajada. Resonó en mis oídos larga y dolorosamente; los montes me devolvieron su eco, y sentí que el infierno me rodeaba burlándose y riéndose de mí. En aquel momento, de no ser porque aquello significaba que mi juramento había sido escuchado y que me aguardaba la venganza, me hubiera dejado dominar por el frenesí y hubiera acabado con mi existencia miserable. La carcajada se fue extinguiendo, y una voz, familiar y aborrecida, me susurró con claridad, cerca del oído:

––¡Estoy satisfecho, miserable criatura! Has decidido vivir, y eso me satisface.

Corrí hacia el lugar de donde procedía el sonido, pero aquel demonio me eludió. De pronto salió la luna, iluminando su horrenda y deforme silueta, que se alejaba con velocidad sobrena;tural.

Lo perseguí; y desde hace varios meses ese es mi objetivo. Siguiendo una vaga pista, recorrí el curso del Ródano, pero en vano; hasta llegar a las azules aguas del Mediterráneo. Casualmen;te, una noche vi cómo el infame ser abordaba y se escondía en un bajel con destino al Mar Negro. Zarpé en el mismo barco; pero escapó, ignoro cómo.

Aunque continuaba esquivándome, seguí sus pasos por las estepas de Tartaria y de Rusia. A veces, campesinos, atemorizados por su horrenda aparición, me informaban de la dirección que había tomado; otras, él mismo, temeroso de que si perdía toda esperanza me desesperara y muriera, dejaba tras de sí algún indicio para que me guiara. Cuando cayeron las nieves, hallé en la llanura la huella de su gigantesco pie. Para usted, que se encuentra comenzando la vida, que desconoce el sufrimiento y el dolor, es imposible saber lo que he padecido y aún padezco. El frío, el hambre y la fatiga eran los males menores que hube de aguantar; me maldijo un demonio, y llevo un infierno dentro de mí; sin embargo, algún espíritu bueno siguió y dirigió mis pasos, y me libraba de pronto de dificultades aparentemente insalvables. A veces, cuando vencido por el hambre me encontraba ya exhausto, encontraba en el desierto una comida reparadora que me devolvía las energías y me prestaba de nuevo aliento; eran alimentos toscos, del tipo que tomaban los campesinos de la región, pero no dudo de que los había depositado allí el espíritu que había invocado en mi ayuda. Muchas veces, cuando todo estaba seco, el cielo despejado y yo me encontraba sediento, aparecía una pequeña nube en el firmamento que, tras dejar caer algunas gotas para reavivarme, desaparecía.

Cuando podía, seguía el curso de los ríos; pero el infame engendro solía evitarlos por ser los lugares más poblados por los habitantes del país. En los lugares donde encontraba pocos seres humanos me alimentaba de los animales salvajes que se cruzaban en mi camino. Tenía dinero, y me, ganaba las simpatías de los campesinos distribuyéndolo, o repartiendo, entre aquellos que me habían permitido el uso de su fuego y utensilios de cocina, la caza que, tras separar la porción que destinaba a mi alimento, me sobraba.

Esta vida me asqueaba, y únicamente mientras dormía saboreaba algo de alegría. ¡Bendito sueño! A menudo, encontrán;dome en el límite de mi angustia, me tendía a dormir, y los sueños me proporcionaban la ilusión de felicidad. Los espíritus que velaban por mí me deparaban estos momentos, mejor dicho, estas horas de felicidad, a fin de que pudiera retener las fuerzas suficientes para proseguir mi peregrinación. De no ser por este respiro, hubiera sucumbido bajo mis angustias. Durante el día, me mantenía y animaba la perspectiva de la noche, pues en mis sueños veía a mis familiares, a mi esposa y a mi amado país; veía de nuevo la bondadosa faz de mi padre, oía la cristalina voz de Elizabeth y encontraba a Clerval rebosante de salud y juventud.

Muchas veces, extenuado por una caminata agotadora, inten;taba convencerme mientras andaba de que estaba soñando y que cuando llegara la noche despertaría a la realidad en brazos de los míos. ¡Qué punzante cariño sentía hacia ellos!; ¡cómo me aferraba a sus queridas siluetas, cuando a veces me visitaban, incluso estando despierto, e intentaba convencerme de que aún estaban con vida! En aquellos momentos, la venganza que me corroía el corazón se aplacaba, y continuaba mi camino hacia la destrucción de aquel demonio más como un deber impuesto por el cielo, como el impulso mecánico de un poder del cual era inconsciente, que como el ardiente deseo de mi espíritu.

Desconozco los sentimientos de aquel a quien perseguía. A veces dejaba cosas escritas en los troncos de los árboles o talladas en la piedra, que me guiaban o avivaban mi cólera. «Mi reinado aún no ha acabado ––estas eran las palabras que se leían en una de las inscripciones––; sigues viviendo y mi poder es total. Sígueme; voy hacia el norte en busca de las nieves eternas, donde padecerás el tormento del frío y el hielo al que yo soy insensible. Si me sigues de cerca, encontrarás no lejos de aquí una liebre muerta; come y recupérate. ¡Adelante, enemigo!; aún nos queda luchar por nuestra vida; pero hasta entonces te esperan largas horas de sufrimiento.»

¡Demonio burlón! De nuevo juro vengarme; de nuevo te condeno, miserable criatura, a atormentarte hasta la muerte. Nunca abandonaré mi persecución hasta que uno de los dos muera; y entonces, ¡con qué júbilo me reuniré con Elizabeth y aquellos que ya me preparan la recompensa por mis fatigas y sombrío peregrinaje!

A medida que avanzaba hacia el norte, la nieve aumentaba, y el frío era tan intenso que apenas si podía soportarse. Los campesinos permanecían encerrados en sus chozas, y sólo algunos de los más fornidos se aventuraban en busca de los animales que el hambre forzaba a salir de sus guaridas. Los ríos se habían helado y al no poder pescar me encontré privado de mi principal alimento.

La victoria de mi enemigo se consolidaba, así que aumentaban mis dificultades. Otra inscripción que me dejó decía: «¡Prepárate!: tus sufrimientos no han hecho más que empezar. Abrígate con pieles, y aprovisiónate, pues pronto iniciaremos una etapa en la que tus desgracias satisfarán mi odio eterno.»

Estas burlonas palabras reavivaron mi valor y perseverancia. Decidí no fallar en mi resolución; e, invocando la ayuda de los cielos, continué con infatigable ahínco cruzando aquella desértica región hasta que, en la lejanía, apareció el océano, último límite en el horizonte. ¡Qué distinto de los azules mares del sur! Cubierto de hielo, sólo se diferenciaba de la tierra por una mayor desolación y desigualdad. Los griegos lloraron de emoción al ver el Mediterráneo desde las colinas de Asia, y celebraron con entusiasmo el fin de sus vicisitudes. Yo no lloré; pero me arrodillé y, con el corazón rebosante, agradecí a mis espíritus el que me hubieran guiado sano y salvo hasta el lugar donde esperaba, pese a las burlas de mi enemigo, poder enfrentarme con él.

Hacía algunas semanas que me había procurado un trineo y unos perros, lo que me permitía cruzar la nieve a gran velocidad. Ignoraba si aquel infame ser disfrutaba de la misma ventaja que yo; pero vi que, así como antes había ido perdiendo terreno, ahora me iba acercando más a él; tanto es así, que cuando divisé el océano sólo me llevaba un día de ventaja y esperaba poder alcanzarlo antes de llegar a la orilla. Con renovado valor proseguí mi carrera, y al cabo de dos días llegué a una miserable aldea de la costa. Pregunté a los habitantes por aquel villano y me dieron datos precisos. Un gigantesco monstruo, dijeron, había llegado la noche anterior, armado con una escopeta y varias pistolas, haciendo huir, atemorizados ante su espantoso aspecto, a los habitantes de una solitaria cabaña. Les había robado sus provisio;nes para el invierno, y las había puesto en un trineo, al cual ató varios perros amaestrados que asimismo robó. Esa misma noche, y ante el alivio de aquellas asustadas personas, había reanudado su viaje sobre el helado océano en dirección a un punto donde no había tierra alguna; suponían que pronto sería destruido por alguna de las grietas que con frecuencia se abrían en el hielo, o que moriría de frío.

Al oír esto, sufrí un ataque momentáneo de desesperación. Había conseguido escapar de mí; y yo debía ahora emprender un viaje peligroso e interminable a través de las montañas de hielo del océano, bajo los rigores de un frío que pocos indígenas podían soportar, y que yo, nativo de una tierra cálida y soleada, no resistiría. Pero, ante la idea de que aquel engendro viviera y venciera, se me avivó de nuevo la ira y el ansia de venganza y, cual poderoso alud, barrieron mis otros sentimientos. Tras un breve descanso, durante el cual me visitaron los espíritus de mis difuntos y me animaron a la venganza, me preparé para el viaje.

Cambié el trineo de tierra por uno adecuado a las irregularida;des del océano helado; y, después de comprar una buena cantidad de provisiones, abandoné tierra firme tras de mí.

No puedo calcular los días que han pasado desde entonces; pero he padecido torturas que, de no ser por el eterno sentimien;to de una justa retribución que me inflama el corazón, nada hubiera podido hacerme padecer. Con frecuencia inmensas y escarpadas montañas de hielo me cerraban el camino, y muchas veces oía rugir, amenazante, una mar gruesa. Pero las constantes heladas garantizaban la solidez de las sendas del mar.

A juzgar por la cantidad de provisiones consumidas, debían haber transcurrido tres semanas. Más de una vez, la continua demora en alcanzar lo que tanto deseo, esperanza que me acompaña siempre, me arrancaba lágrimas de dolor. En una ocasión la desesperación casi se adueñó de mí, y estuve a punto de sucumbir; los pobres animales que me arrastraban habían alcanza;do con esfuerzo increíble la cima de una montaña, muriendo uno de ellos de fatiga, y yo contemplaba con angustia la inmensidad del hielo ante mí, cuando de pronto divisé un minúsculo punto oscuro en la distancia. Agudicé la vista para adivinar lo que era, y prorrumpí en una jubilosa exclamación al distinguir un trineo y las deformes proporciones de aquella figura tan conocida. ¡Con qué ardor volvió la esperanza a mi corazón! Cálidas lágrimas brotaron de mis ojos, aunque las enjuagué con rapidez para que no me hicieran perder de vista aquella infame criatura; pero las ardientes gotas seguían nublándome la visión y, finalmente, bajo la emoción que me embargaba, prorrumpí en llanto.

No era éste momento para entretenerme; desaté los arneses del perro muerto, di de comer a los restantes en abundancia y, tras descansar una hora, lo cual era imprescindible, aunque estaba inquieto por continuar, proseguí mi camino. Aún veía el trineo en la lejanía; no volví a perderlo de vista, excepto cuando algún saliente de las rocas de hielo lo ocultaba. Iba ganándole terreno; y cuando, al cabo de dos días, me encontré a menos de una milla de mi enemigo, temí que el corazón me estallara de alegría.

Pero, justo entonces, cuando estaba a punto de darle alcance, mis esperanzas se vieron de pronto truncadas, y perdí todo rastro de él. Empecé a oír el bramido del mar; las olas se abatían furiosamente bajo la capa de hielo, y notaba cómo se henchían y se hacían más amenazadoras y terribles. En vano intenté prose;guir. El viento se levantó; el mar rugía; y, como con la tremenda sacudida de un terremoto, se abrió el hielo con un ruido atronador. Pronto concluyó todo; en pocos minutos, un agitado mar me separó de mi enemigo, y me hallé flotando sobre un témpano de hielo, que menguaba por momentos y me preparaba una horrenda muerte.

Así pasaron horas terribles; murieron varios de mis perros; y yo estaba a punto de sucumbir, cuando divisé su navío, que navegaba sujeto por el ancla y me devolvió la esperanza de vivir. Ignoraba que los barcos se aventuraran tan al norte y me sorprendió verlo; rápidamente destruí una parte de mi trineo para hacer con él unos remos y así pude, con enorme esfuerzo, acercar mi improvisada balsa hacia el barco. Había decidido que, caso de que ustedes se dirigieran hacia el sur, me encomendaría a la clemencia de los mares antes que desistir de mi propósito. Esperaba poder convencerlo de que me diera un bote con el cual pudiera aún perseguir a mi enemigo. Pero iban hacia el norte. Me subieron a bordo cuando mis fuerzas estaban ya agotadas, y cuando mis múltiples desgracias me arrastraban hacia una muerte que aún no deseo, pues mi tarea está inconclusa.

¿Cuándo me permitirán gozar del descanso que tanto anhelo los espíritus que me guían hacia el infame ser?; ¿o es que yo debo morir y él sobrevivirme? Si así fuere, júreme Walton, que no lo dejará escapar; júreme que usted lo acosará, y llevará a cabo mi venganza dándole muerte. ¿Pero puedo pedirle que asuma mi peregrinación, que sufra las penurias que yo he pasado? No; no soy tan egoísta. Pero, cuando yo haya muerto, si él apareciese, si los dioses de la venganza lo condujeran ante usted, júreme que no vivirá; júreme que no triunfará sobre mis desgracias, y que no podrá hacer a otro tan desgraciado como me hizo a mí. Es elocuente y persuasivo; incluso una vez logró enternecerme el corazón; pero desconfíe de él. Tiene el alma tan inmunda como las facciones, y repleta de maldad y traición. No lo escuche; invoque a William, Justine, Clerval, Elizabeth, mi padre y al infeliz Víctor, y húndale la espada en el corazón. Yo me encontraré a su lado para dirigir el acero.

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