"Frankenstein o el moderno Prometeo" Capítulo 11
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Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 4 - 97: Notturno |
Frankenstein |
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Capítulo 11 | ||
Me tumbé en la paja, pero no conseguí dormir. Repasaba los sucesos del día. Lo que más me chocaba eran los modales cariñosos de aquellas gentes. Recordaba muy bien el trato de los salvajes aldeanos la noche anterior, y decidí que, cualquiera que fuese la actitud que adoptara en el futuro, por el momento permanecería en mi cobertizo, observando e intentando descubrir las razones que motivaban sus actos. Mis vecinos se levantaron al día siguiente antes de que amaneciera. La joven arregló la casa, y preparó la comida; el joven salió después del desayuno. El día transcurrió de manera igual al anterior. El muchacho trabajaba fuera de la casa y la chica en diversas tareas domésticas. El anciano, que pronto me di cuenta de que era ciego, pasaba las horas meditando o tañendo su instrumento. Nada podría superar el cariño y respeto que los jóvenes demostraban para con su venerable compañero. Le prestaban todos los servicios con gran dulzura y él los recompensaba con su sonrisa bondadosa. Pero no eran del todo dichosos. El joven y su compañera con frecuencia se retiraban, y parecían llorar. No comprendía la causa de su tristeza; pero me afectaba profundamente. Si seres tan hermosos eran desdichados, no era de extrañar que yo, criatura imperfecta y solitaria, también lo fuera. Pero ¿por qué eran infelices aquellas gentes tan bondadosas? Tenían una agradable casa (pues así me parecía) y todas las comodidades; tenían un fuego para calentarlos del frío y deliciosa comida con que saciar su hambre; vestían buenos trajes, y, lo que es más, disfrutaban de su mutua compañía y conversación, intercambiando a diario miradas de afecto y bondad. ¿Qué significaba su llanto? ¿Expresaban sus lágrimas dolor? No podía, al principio, responderme a estas preguntas, pero el tiempo y una sostenida observación me explicaron muchas cosas que a primera vista parecían enigmáticas. Pasó bastante tiempo antes de que descubriera que la pobreza, que padecían en grado sumo, era uno de los motivos de intranquilidad de esta buena familia. Su sustento sólo consistía en verduras del huerto y leche de su vaca, muy escasa durante el invierno, época en la que sus dueños apenas podían alimentarla. Creo que a menudo pasaban mucha hambre, en especial los jóvenes, pues en varias ocasiones los vi privarse de su propia comida para dársela al anciano. Este gesto de bondad me conmovió mucho. Yo solía, durante la noche, robarles parte de su comida para mi sustento, pero cuando advertí que esto los perjudicaba me abstuve, contentándome con bayas, nueces y raíces que recogía de un bosque cercano. Descubrí también otro medio para ayudarlos. Había observado que el joven dedicaba gran parte del día a recoger leña para el fuego; y, durante la noche, a menudo yo cogía sus herramientas, que pronto aprendí a utilizar, y les traía a casa leña suficiente para varios días. Recuerdo la sorpresa que la joven demostró, la primera vez que hice esto, al abrir la puerta por la mañana y encontrar un montón de leña fuera. Dijo algunas palabras en voz alta, y el joven salió y expresó a su vez su asombro. Observé, con alegría, que aquel día no fue al bosque, y lo pasó reparando la casa y cultivando el jardín. Poco a poco hice un descubrimiento de aún mayor importancia. Me di cuenta de que aquellos seres tenían un modo de comunicarse sus experiencias y sentimientos por medio de sonidos articulados. Observé que las palabras que utilizaban producían en los rostros de los oyentes alegría o dolor, sonrisas o tristeza. Esta sí que era una ciencia sobrehumana y deseaba familiarizarme con ella. Pero todos mis intentos a este respecto eran infructuosos. Hablaban con rapidez y las palabras que decían, al no tener relación aparente con los objetos tangibles, me impedían resolver el misterio de su significado. Sin embargo, a base de grandes esfuerzos, y cuando ya había pasado en mi cobertizo varias lunas, aprendí el nombre de algunos de los objetos más familiares como fuego, leche, pan y leña. También aprendí los nombres de mis vecinos. La joven y su hermano tenían ambos varios nombres, pero el anciano sólo tenía uno, padre. A la muchacha la llamaban hermana o Agatha y al joven Félix, hermano o hijo. No puedo expresar la alegría que sentí cuándo comprendí las ideas correspondientes a estos sonidos y pude pronunciarlos. Distinguía otras palabras, que ni entendía ni podía emplear, tales como bueno, querido, triste. De esta manera transcurrió el invierno. La bondad y hermosura de estas personas me hicieron encariñarme mucho con ellas; cuando se encontraban tristes, yo estaba desanimado; cuando eran felices, yo participaba de su alegría. Veía a pocos seres humanos, aparte de ellos; y si por casualidad alguno iba a la casa, sus toscos modales y brusco caminar hacían resaltar la superioridad de mis amigos. Noté que el anciano a menudo se esforzaba por animar a sus hijos, como a veces les llamaba, para que desecharan su tristeza. Solía entonces hablar en tono alegre, con una expresión de bondad en el rostro que incluso a mí me producía placer. Agatha lo escuchaba con respeto, y con frecuencia se le llenaban los ojos de lágrimas, que intentaba disimular; pero observé que, por lo general, había más animación en su rostro y tono de voz tras haber escuchado a su padre. No así Félix. Siempre era el más triste del grupo; e incluso yo, con mi inexperiencia, me daba cuenta de que parecía haber sufrido más que los otros. Pero si sus facciones reflejaban mayor tristeza, su tono de voz era más alegre que el de su hermana, en especial cuando se dirigía a su padre. Podría dar muchos ejemplos, que, aunque nimios, reflejan la disposición de aquellas buenas gentes. En medio de la pobreza y la necesidad, Félix, satisfecho, le llevó a su hermana la primera florecilla blanca que asomó entre la nieve. Por la mañana temprano, antes de que ella se levantara, limpiaba la nieve que cubría el sendero hasta el establo, sacaba agua del pozo, y le llevaba leña al otro cobertizo, donde, con gran asombro, encontraba las reservas que una mano invisible iba reponiendo. Creo que durante el día trabajaba para un granjero vecino, porque a menudo salía y no regresaba hasta la noche, pero no traía leña. Otras veces trabajaba en el huerto, pero, como en invierno había poco que hacer allí, solía pasar muchos ratos leyéndoles al anciano y a Agatha. Estas lecturas me habían extrañado mucho en un principio, pero poco a poco descubrí que al leer pronunciaba con frecuencia los mismos sonidos que cuando hablaba. Supuse, por tanto, que encontraba en el papel signos de expresión que comprendía. ¡Cómo deseaba yo aprenderlos! Pero ¿cómo iba a hacerlo si ni siquiera entendía los sonidos que representaban? Sin embargo, progresé en esta materia, aunque a pesar de mis esfuerzos aún no podía seguir ninguna conversación. Comprendía claramente que aunque deseaba dirigirme a mis vecinos no debía hacerlo hasta no dominar su lenguaje, conocimiento que me permitiría hacerles olvidar lo deforme de mi aspecto, de lo cual me había hecho consciente a través del contraste. Admiraba las perfectas proporciones de mis vecinos, su gracia, hermosura y delicada tez. ¡Cómo me horroricé al verme reflejado en el estanque transparente! En un principio salté hacia atrás aterrado, incapaz de creer que era mi propia imagen la que aquel espejo me devolvía. Cuando logré convencerme de que realmente era el monstruo que soy, me embargó la más profunda amargura y mortificación. ¡Ay!, desconocía entonces las fatales consecuencias de esta deformación. A medida que el sol empezaba a calentar más, y el día se alargaba, desapareció la nieve, y vi aparecer los árboles desnudos y la oscura tierra. A partir de este momento, Félix estuvo más ocupado, y los angustiosos envites del hambre desaparecieron. Como descubrí más tarde, su alimentación era tosca pero sana y suficiente. Crecieron en el huerto nuevos tipos de plantas, que cocinaban, y estas muestras de bienestar aumentaban día a día así que avanzaba la primavera. Apoyado en su hijo, el anciano solía pasear un poco al mediodía cuando no llovía, pues tal era el nombre que daban al agua que desprendía el firmamento. Estas lluvias eran frecuentes, pero los fuertes vientos pronto secaban la tierra, y el tiempo se hizo mucho más agradable de lo que había sido. En el cobertizo mi ritmo de vida era uniforme. Contemplaba los movimientos de mis vecinos durante la mañana, y dormía cuando sus quehaceres en el exterior les dispersaban. El resto del día lo pasaba de modo similar. Cuando se retiraban a descansar, si había luna o la noche era estrellada, yo salía al bosque en busca de comida para mí y leña para mis vecinos. Cuando se hacía necesario, quitaba la nieve del sendero, y realizaba las tareas que había visto hacer a Félix. Más tarde supe que estas tareas, que llevaba a cabo una mano invisible, les sorprendían grandemente. Incluso en alguna ocasión les oí mencionar a este respecto las palabras espíritu bueno y maravilloso, pero no entendía entonces el significado de estos términos. Mi cerebro se hacía cada día más activo, y deseaba más que nunca descubrir los impulsos y sentimientos de estas hermosas criaturas. Sentía curiosidad por saber el motivo de la congoja de Félix y la pena de Agatha. Pensaba, ¡infeliz de mí!, que estaría en mi mano el devolverles a estas criaturas la felicidad que tanto merecían. Cuando dormía o me ausentaba, se me aparecía la imagen del padre ciego, la dulce Agatha y el buen Félix. Los consideraba seres superiores, árbitros de mi futuro destino. Trataba de imaginarme, de mil maneras distintas, el día en que me presentaría ante ellos y el recibimiento que me harían. Suponía que, tras una primera repulsión, mi buen comportamiento y palabras conciliadoras me ganarían su simpatía, y más tarde su afecto. Estos pensamientos me exaltaban y espoleaban con renovado vigor a aprender el arte de la expresión. Tenía las cuerdas vocales endurecidas pero flexibles, y aunque mi tono de voz distaba mucho de tener la musicalidad del suyo, podía pronunciar con relativa facilidad aquellas palabras que comprendía. Era como el asno y el perrillo faldero; aunque bien merecía el dócil burro, cuyas intenciones eran buenas a pesar de su rudeza, mejor trato que los golpes e insultos que le daban. Las suaves lluvias y el calor de la primavera cambiaron mucho el aspecto del terreno. Los hombres, que parecían haber estado escondidos en cuevas, se dispersaron por doquier y se dedicaban a los más diversos cultivos. Los pájaros trinaban con mayor alegría, y las hojas empezaron a despuntar en las ramas. ¡Gozosa, gozosa tierra!, digna morada de los dioses y que aún ayer aparecía insana, húmeda y desolada. Este resurgimiento de la naturaleza me elevó el espíritu; el pasado se me borró de la memoria, el presente era tranquilo y el futuro me daba esperanza y promesas de alegría. |
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