"Frankenstein o el moderno Prometeo" Capítulo 10
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Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 4 - 97: Notturno |
Frankenstein |
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Capítulo 10 | ||
Recuerdo con gran dificultad el primer período de mi existencia; todos los sucesos se me aparecen confusos e indistintos. Una extraña multitud de sensaciones se apoderaron de mí y empecé a ver, sentir, oír y oler, todo a la vez. Tardé mucho tiempo en aprender a distinguir las características de cada sentido. Recuerdo que, poco a poco, una luminosidad cada vez más fuerte oprimía mis nervios y tuve que cerrar los ojos. Me sumergí entonces en la oscuridad, y eso me turbó. Pero apenas había notado esto cuando descubrí que, al abrir los ojos, la luz me volvía a iluminar. Comencé a andar, y creo que bajé unas escaleras, pero de pronto sentí un enorme cambio. Hasta el momento, me habían rodeado cuerpos opacos y oscuros, insensibles a mi tacto o mi vista. Pero ahora descubrí que podía moverme con entera libertad, que no había obstáculos que no pudiera evitar o vencer. La luz se me hacía más y más intolerable; el calor me incomodaba sobremanera, así que caminé buscando un lugar sombreado. Llegué hasta el bosque de Ingolstadt, donde me tumbé a descansar cerca de un riachuelo, hasta que el hambre y la sed me atormentaron y desperté del sopor en que había caído. Comí algunas bayas que encontré en los árboles o esparcidas por el suelo, calmé mi sed en el riachuelo y me volví a dormir. Era de noche cuando me desperté. Sentía frío, y un miedo instintivo al hallarme tan solo. Antes de abandonar tu habitación, como tuviera frío, me había tapado con algunas prendas que eran insuficientes para protegerme de la humedad de la noche. Era una pobre criatura, indefensa y desgraciada, que ni sabía ni entendía nada. Lleno de dolor me senté y comencé a llorar. Poco después, una tenue luz iluminó el cielo, dándome una sensación de bienestar. Me levanté, y vi emerger una brillante esfera de entre los árboles. La observé admirado. Se movía con lentitud, pero su luz alumbraba lo que había alrededor, y volví a salir en busca de bayas. Aún tenía frío, cuando debajo de un árbol encontré una enorme capa, con la que me cubrí, y me senté de nuevo. No tenía ninguna idea clara, todo estaba confuso. Era sensible a la luz, al hambre, a la sed y a la oscuridad; me llegaban incontables sonidos y múltiples olores. Lo único que distinguía con claridad era la brillante luna, en la que fijé mis ojos con agrado. Se sucedieron varios cambios de días y noches, y la esfera nocturna había menguado considerablemente cuando empecé a distinguir mis sensaciones una de la otra. Paulatinamente, comencé a percibir con claridad el cristalino arroyo que me proporcionaba agua, y los árboles que me protegían con su follaje. Me sentí muy contento cuando por primera vez descubrí que el armonioso sonido que con frecuencia regalaba mis oídos procedía de las gargantas de los pequeños animalillos alados que a menudo me habían interceptado la luz. Empecé también a observar, con mayor precisión, las formas que me rodeaban, y a percibir los límites de la brillante bóveda de luz que se extendía sobre mí. A veces intentaba imitar el agradable trino de los pájaros, pero no podía. Otras quería expresar mis sentimientos a mi modo, pero los rudos y extraños ruidos que producía me hacían enmudecer de susto. La luna había desaparecido, y retornado más pequeña, y yo seguía en el bosque. Mis sensaciones eran ya claras, y cada día asimilaba nuevas ideas. Mis ojos se habían acostumbrado a la luz y a distinguir bien los objetos. Diferenciaba un insecto de un tallo de hierba y, poco a poco, las distintas clases de plantas entre sí. Comprobé que los gorriones tenían un trinar áspero, mientras que el canto del mirlo y de los zorzales era grato y atrayente. Un día, en que el frío arreciaba, encontré un fuego que algún vagabundo habría encendido, y experimenté una gran emoción al ver el calor que desprendía. Lleno de júbilo toqué las brasas con la mano, pero la retiré de inmediato con un grito de dolor. ¡Qué raro, pensé, que la misma causa produzca efectos tan contrarios! Examiné la composición de la hoguera y descubrí satisfecho que era leña. Recogí algunas ramas pero estaban húmedas y no prendieron. Esto me turbó y me senté de nuevo a contemplar el fuego. La leña húmeda que había dejado cerca del calor se secó, y empezó a arder. Esto me hizo pensar. Descubrí la razón al tocar las distintas ramas, y me puse de nuevo a reunir una gran cantidad de ellas para ponerlas a secar y tener reservas. Al llegar la noche, y con ella el sueño, mi miedo era que se apagara el fuego. Lo tapé cuidadosamente con hojarasca y ramas secas, poniendo después leña húmeda encima. Luego extendí la capa en el suelo y me eché a dormir. Era ya de día cuando desperté, y mi primer pensamiento fue ver cómo iba el fuego. Lo destapé, y un ligero airecillo lo avivó enseguida. Esto me indujo a construir con ramas una especie de abanico que me permitía encender las brasas cuando parecían a punto de extinguirse. Cuando de nuevo cayó la noche, descubrí gozoso que el fuego, aparte de dar calor, también daba luz. Descubrí que también podía utilizar el fuego para mi alimentación, gracias a los restos de comida que algún viajero dejó abandonados. Vi que éstos estaban asados y que eran más sabrosos que las bayas que recogía. Intenté, pues, hacer lo mismo con mis alimentos y descubrí que, así, las bayas se estropeaban pero que las nueces y raíces tenían un sabor mucho más agradable. Pronto empezaron a escasear los alimentos, y a menudo pasaba un día entero buscando en vano algunas bellotas con las que calmar mi hambre. Entonces resolví abandonar el lugar donde había habitado hasta aquel momento y buscar otro en el cual pudiera satisfacer mis necesidades con mayor facilidad. Lo que más lamentaba de esta emigración era la pérdida del fuego, que tan casualmente había encontrado y que no sabía cómo encender. Pasé varias horas pensando en el problema, pero me vi obligado a abandonar todo intento de reproducirlo. Así que, envuelto en mi capa, empecé a cruzar el bosque en dirección al sol poniente. Anduve durante tres días antes de llegar al campo abierto. La noche anterior había caído una gran nevada, y los campos aparecían uniformemente blancos. El panorama era desconsolador, y noté que la húmeda sustancia fría que cubría el suelo me helaba los pies. Eran cerca de las siete de la mañana, y quería encontrar cobijo y comida. Por fin divisé en un montículo una pequeña cabaña que sin duda era la morada de algún pastor. Esto era nuevo para mí. La examiné con gran curiosidad y, al observar que la puerta se abría, entré. Sentado junto al fuego, en el cual se preparaba el desayuno, se hallaba un anciano. Se volvió al oír el ruido; y, viéndome, salió de la cabaña gritando, y cruzó los campos a una velocidad apenas imaginable en una persona tan debilitada. Me sorprendieron su huida y su aspecto, distinto a todo lo que hasta entonces había visto. Pero estaba encantado con la cabaña: aquí no podía entrar ni la nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco, y me pareció un refugio tan delicioso y exquisito como les debió parecer el Pandemonio a los demonios del infierno después de sus sufrimientos en el lago de fuego. Avidamente devoré los restos del desayuno del pastor: pan, queso, leche y vino, pero éste último no me gustó. Luego, vencido por el cansancio, me tumbé en un montón de paja y me dormí. Era mediodía cuando me desperté; y, atraído por el calor del sol, que hacía brillar la nieve, me decidí a reemprender mi viaje; metí lo que quedaba del desayuno en un zurrón que encontré, y emprendí camino campo a través durante algunas horas, hasta que al anochecer llegué a una aldea. ¡Qué hermosa me pareció! Las cabañas, las casitas más limpias y las haciendas atrajeron por turno mi atención. Las verduras en los huertos, y la leche y queso colocados en las ventanas, me abrieron el apetito. Entré en una de las mejores casas; pero apenas si había puesto el pie en el umbral cuando unos niños empezaron a chillar, y una mujer se desmayó. Todo el pueblo se alborotó; unos huyeron, otros me atacaron hasta que, magullado por las piedras y otros objetos arrojadizos, escapé al campo. Me refugié temerosamente en un cobertizo de techo bajo, vacío, que contrastaba poderosamente con los palacios que había visto en el pueblo. Este cobertizo, sin embargo, estaba adosado a una casa de aspecto bonito y aseado, pero tras mi reciente y desafortunada experiencia no me atreví a entrar en ella. Mi refugio era de madera, pero de techo tan bajo, que apenas podía permanecer sentado sin tener que agachar la cabeza. No había madera en el suelo, que era de tierra, pero estaba seco; y aunque el viento se filtraba por numerosas rendijas, encontré que era un asilo agradable para protegerme de la nieve y la lluvia. Aquí, pues, me metí y me tumbé, contento de haber encontrado un lugar, por pobre que fuera, que me protegía de las inclemencias del tiempo y, sobre todo, de la barbarie del hombre. No bien hubo amanecido, salí de mi cubil para observar la casa adyacente y ver si me era posible seguir en mi refugio recién encontrado. Estaba adosado a la parte posterior de la casa y lo cerraban una pocilga y un estanque de agua clara. El otro lado, por el que había entrado, quedaba abierto. Procedí a tapar con piedras y leña todos los orificios por los cuales pudieran verme, pero de tal forma que me fuera posible apartarlas para salir. La única luz que entraba procedía de la pocilga, pero era suficiente para mí. Tras haber arreglado así mi vivienda, y haberla alfombrado con paja limpia, me oculté, pues divisé en la distancia la figura de un hombre y recordaba demasiado bien el tratamiento recibido la noche anterior como para encomendarme a él. Afortunadamente tenía comida para ese día, pues había robado una hogaza y una taza, que me servía mejor que las manos para beber el agua cristalina que corría cerca de mi refugio. El suelo estaba algo levantado, de manera que permanecía seco y, por encontrarse cerca de la chimenea de la casa, era moderadamente caliente. Así provisto, me dispuse a permanecer en esta choza hasta que ocurriera algo que modificara mi decisión. Comparada con mi anterior morada, el desangelado bosque donde las ramas goteaban lluvia y el suelo estaba mojado, era en verdad un paraíso. Desayuné con fruición, y me disponía a levantar un madero para sacar agua cuando escuché pasos y vi, por una rendija, a una muchacha que, balanceando un cubo en la cabeza, pasaba por delante de mi cobertizo. Era joven y de aspecto dulce, distinta de lo que más tarde he comprobado que son los labriegos y los criados de las granjas. Iba vestida humildemente, con una tosca falda azul y una chaqueta de paño. Sus cabellos rubios estaban trenzados pero no llevaba adornos. Sus facciones revelaban resignación, pero su aspecto era triste. La perdí de vista, pero transcurridos unos quince minutos reapareció con el mismo recipiente, que ahora estaba medio lleno de leche. Mientras andaba, claramente incómoda por el peso, un joven de rostro aún más deprimido se dirigió a su encuentro. Con aire melancólico intercambiaron algunas palabras, y cogiéndole el cubo se lo llevó hasta la casa. Al poco tiempo vi reaparecer al joven con unas herramientas en la mano y cruzar el campo que había detrás de la casa. Asimismo, la joven también estaba ocupada, a veces dentro de la casa y otras en el patio. Explorando mi refugio, descubrí que una de las ventanas de la casa había dado anteriormente al cobertizo, si bien ahora el hueco se encontraba tapado por planchas de madera. Una de estas planchas tenía una diminuta rendija por la cual se podía ver una pequeña habitación, encalada y limpia, pero muy desprovista de muebles. En un rincón, cerca del fuego, estaba sentado un anciano, con la cabeza entre las manos en actitud abatida. La joven estaba ocupada arreglando la estancia. De pronto, sacó algo del cajón que tenía entre las manos y se sentó cerca del anciano, el cual, tomando un instrumento, empezó a tocar y a arrancar de él sones más dulces que el cantar del mirlo o el ruiseñor. Incluso para un desgraciado como yo, que nunca antes había percibido nada hermoso, era un bello cuadro. El cabello plateado y el aspecto bondadoso del anciano ganaron mi respeto, y los modales dulces de la joven despertaron mi amor. Tocó una tonadilla dulce y triste, que conmovió a su dulce acompañante, a quien el hombre parecía haber olvidado hasta que oyó su llanto. Pronunció entonces algunas palabras y la muchacha, dejando su tarea, se arrodilló a sus pies. El la levantó y le sonrió con tal afecto y ternura, que una sensación peculiar y sobrecogedora me recorrió el cuerpo. Era una mezcla de dolor y gozo que hasta entonces no me habían producido ni el hambre ni el frío, ni el calor, ni ningún alimento. Incapaz de soportar por más tiempo esta emoción, me retiré de la ventana. Al poco rato regresó el chico llevando un haz de leña al hombro. La joven lo recibió en la puerta y le ayudó con el fardo, del cual escogió algunas ramas que echó al fuego. Luego, se fueron los dos a una esquina de la habitación, y él mostró un gran pan y un trozo de queso. Ella pareció alegrarse, y salió al jardín en busca de plantas y raíces, las metió en agua y después al fuego. Luego prosiguió su labor, y el joven se fue al jardín, donde se puso diligentemente a cavar y a arrancar raíces. Al cabo de una hora, la muchacha salió a buscarlo, y juntos entraron en la casa. Entretanto, el anciano había estado pensativo; pero, al ver a sus compañeros, adoptó un aire más alegre, y se sentaron a comer. El almuerzo acabó pronto. La joven volvió a ocuparse de las tareas caseras, en tanto que el anciano, apoyado en el brazo del joven, paseaba al sol por delante de la casa. No puede haber nada más bello que el contraste de aquellos dos seres. El uno era muy mayor, con el cabello plateado, y su rostro reflejaba bondad y cariño, el otro era esbelto y muy apuesto y tenía las facciones modeladas con la mayor simetría. Sin embargo, su mirada y actitud denotaban una gran tristeza y depresión. El anciano volvió a la casa y el muchacho se encaminó a los campos, portando herramientas distintas de las de la mañana. Pronto cayó la noche; pero, ante mi gran asombro, vi que los habitantes de aquella casa tenían un modo de prolongar la luz, por medio de bastones de cera, y me alegró que la puesta de sol no pusiera fin al gozo que experimentaba observando a mis vecinos. Durante la velada, la joven y su compañero se dedicaron a diversas ocupaciones que no comprendí; y el anciano volvió a tomar el instrumento que producía aquellos divinos sonidos que tanto me habían complacido por la mañana. En cuanto hubo finalizado, el joven comenzó no a tocar, sino a articular una serie de sonidos monótonos que no se asemejaban ni a la armonía del instrumento del anciano ni al canto de los pájaros. Más tarde supe que leía en voz alta, pero en aquellos momentos nada sabía de la ciencia de las letras ni de las palabras. Tras permanecer así ocupados durante un breve tiempo, la familia apagó las luces y se retiró, presumo que a descansar. |
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