"Frankenstein o el moderno Prometeo" Capítulo 5
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Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 4 - 97: Notturno |
Frankenstein |
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Capítulo 5 | ||
Clerval me puso entonces la siguiente carta entre las manos. A V. FRANKENSTEIN. Mi querido primo: No puedo describirte la inquietud que hemos sentido por tu salud. No podemos evitar pensar que tu amigo Clerval nos oculta la magnitud de tu enfermedad, pues hace ya varios meses que no vemos tu propia letra. Todo este tiempo te has visto obligado a dictarle las cartas a Henry, lo cual indica, Víctor, que debes haber estado muy enfermo. Esto nos entristece casi tanto como la muerte de tu querida madre. Tan convencido estaba mi tío de tu gravedad, que nos costó mucho disuadirlo de su idea de viajar a Ingolstadt. Clerval nos asegura constantemente que mejoras; espero sinceramente que pronto nos demuestres lo cierto de esta afirmación mediante una carta de tu puño y letra, pues nos tienes a todos, Víctor, muy preocupados. Tranquilízanos a este respecto, y seremos los seres más dichosos del mundo. Tu padre está tan bien de salud, que parece haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest ha cambiado tanto que apenas lo conocerías; va a cumplir los dieciséis y ha perdido el aspecto enfermizo que tenía hace algunos años; tiene una vitalidad desbordante. Mi tío y yo hablamos durante largo rato anoche acerca de la profesión que Ernest debía elegir. Las continuas enfermedades de su niñez le han impedido crear hábitos de estudio. Ahora que goza de buena salud, suele pasar el día al aire libre, escalando montañas o remando en el lago. Yo sugiero que se haga granjero; ya sabes, primo, que esto ha sido un sueño que siempre he acariciado. La vida del granjero es sana y feliz y es la profesión menos dañina, mejor dicho, más beneficiosa de todas. Mi tío pensaba en la abogacía para que, con su influencia, pudiera luego hacerse juez. Pero, aparte de que no está capacitado para ello en absoluto, creo que es más honroso cultivar la tierra para sustento de la humanidad que ser el confidente e incluso el cómplice de sus vicios, que es la tarea del abogado. De que la labor de un granjero próspero, si no más honrosa, sí al menos era más grata que la de un juez, cuya triste suerte es la de andar siempre inmiscuido en la parte más sórdida de la naturaleza humana. Ante esto, mi tío esbozó una sonrisa, comentando que yo era la que debía ser abogado, lo que puso fin a la conversación. Y ahora te contaré una pequeña historia que te gustará e incluso quizá te entretenga un rato. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Probablemente no, así que te resumiré su vida en pocas palabras. Su madre, la señora Moritz se quedó viuda con cuatro hijos, de los cuales Justine era la tercera. Había sido siempre la preferida de su padre, pero, incomprensiblemente, su madre la aborrecía y, tras la muerte del señor Moritz, la maltrataba. Mi tía, tu madre, se dio cuenta, y cuando Justine tuvo doce años convenció a su madre para que la dejara vivir con nosotros. Las instituciones republicanas de nuestro país han permitido costumbres más sencillas y felices que las que suelen imperar en las grandes monarquías que lo circundan. Por ende hay menos diferencias entre las distintas clases sociales de sus habitantes, y los miembros de las más humildes, al no ser ni tan pobres ni estar tan despreciados, tienen modales más refinados y morales. Un criado en Ginebra no es igual que un criado en Francia o Inglaterra. Así pues, en nuestra familia Justine aprendió las obligaciones de una sirvienta, condición que en nuestro afortunado país no conlleva la ignorancia ni el sacrificar la dignidad del ser humano. Después de recordarte esto supongo que adivinarás quién es la heroína de mi pequeña historia, porque tú apreciabas mucho a Justine. Incluso me acuerdo que una vez comentaste que cuando estabas de mal humor se te pasaba con que Justine te mirase, por la misma razón que esgrime Ariosto al hablar de la hermosura de Angélica: desprendía alegría y franquea. Mi tía se encariñó mucho con ella, lo cual la indujo a darle una educación más esmerada de lo que en principio pensaba. Esto se vio pronto recompensado; la pequeña Justine era la criatura más agradecida del mundo. No quiero decir que lo manifestara abiertamente, jamás la oí expresar su gratitud, pero sus ojos delataban la adoración que sentía por su protectora. Aunque era de carácter juguetón e incluso en ocasiones distraída, estaba pendiente del menor gesto de mi tía, que era para ella modelo de perfección. Se esforzaba por imitar sus ademanes y manera de hablar, de forma que incluso ahora a menudo me la recuerda. Cuando murió mi querida tía, todos estábamos demasiado llenos de nuestro propio dolor para reparar en la pobre Justine, que a lo largo de su enfermedad la había atendido con el más solícito afecto. La pobre Justine estaba muy enferma, pero le aguardaban otras muchas pruebas. Uno tras otro, murieron sus hermanos y hermanas, y su madre se quedó sin más hijos que aquella a la que había desatendido desde pequeña. La mujer sintió remordimiento y empezó a pensar que la muerte de sus preferidos era el castigo que por su parcialidad le enviaba el cielo. Era católica, y creo que su confesor coincidía con ella en esa idea. Tanto es así que, a los pocos meses de partir tú hacia Ingolstadt, la arrepentida madre de Justine la hizo volver a su casa. ¡Pobrecilla! ¡Cómo lloraba al abandonar nuestra casa! Estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía; la pena le había dado una dulzura y seductora docilidad que contrastaban con la tremenda vivacidad de antaño. Tampoco era la casa de su madre el lugar más adecuado para que recuperara su alegría. La pobre mujer era muy titubeante en su arrepentimiento. A veces le suplicaba a Justine que perdonara su maldad, pero con mayor frecuencia la culpaba de la muerte de sus hermanos y hermana. La obsesión constante acabó enfermando a la señora Moritz, lo cual agravó su irascibilidad. Ahora ya descansa en paz. Murió a principios de este invierno, al llegar los primeros fríos. Justine está de nuevo con nosotros, y te aseguro que la amo tiernamente. Es muy inteligente y dulce, y muy bonita. Como te dije antes, sus gestos y expresión me recuerdan con frecuencia a mi querida tía. También quiero contarte algo, querido primo, del pequeño William. Me gustaría que lo vieras. Es muy alto para su edad; tiene los ojos azules, dulces y sonrientes, las pestañas oscuras y el pelo rizado. Cuando se ríe, le aparecen dos hoyuelos en las mejillas sonrosadas. Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita, una bonita criatura de cinco años. Y ahora, querido Víctor, supongo que te gustarán algunos cotilleos sobre las buenas gentes de Ginebra. La agraciada señorita Mansfield ya ha recibido varias visitas de felicitación por su próximo enlace con un joven inglés, John Melbourne. Su fea hermana, Manon, se casó el otoño pasado con el señor Duvillard, el rico banquero. A tu compañero predilecto de colegio, Louis Manoir, le han acaecido varios infortunios desde que Clerval salió de Ginebra. Pero ya se ha recuperado, y se dice que está apunto de casarse con madame Tavarnier, una joven francesa muy animada. Es viuda y mucho mayor que Manoir; pero es muy admirada y agrada a todos. Escribiéndote me he animado mucho, querido primo. Pero no puedo terminar sin volver a preguntarte por tu salud. Querido Víctor, si no estás muy enfermo, escribe tú mismo y hamos felices a tu padre y a todos los demás. Si no..., lloro sólo de pensar en la otra posibilidad. Adiós mi queridísimo primo. ELIZABETH LAVENZA Ginebra, 18 de marzo de 17... ––Querida, queridísima Elizabeth, exclamé al terminar su carta––, escribiré de inmediato para aliviar la ansiedad que deben sentir. Escribí, pero me fatigué mucho. Sin embargo, había comenzado mi convalecencia y mejoraba con rapidez. Al cabo de dos semanas pude abandonar mi habitación. Una de mis primeras obligaciones tras mi recuperación era presentar a Clerval a los distintos profesores de la universidad. Al hacerlo, pasé muy malos ratos, poco convenientes a las heridas que había sufrido mi mente. Desde aquella noche fatídica, final de mi labor y principio de mis desgracias, sentía un violento rechazo por el mero nombre de filosofía natural. Incluso cuando me hube restablecido por completo, la sola visión de un instrumento químico reavivaba mis síntomas nerviosos. Henry lo había notado, y retiró todos los aparatos. Cambió el aspecto de mi habitación, pues observó que sentía repugnancia por el cuarto que había sido mi laboratorio. Pero estos cuidados de Clerval no sirvieron de nada cuando visité a mis profesores. El señor Waldman me hirió aceradamente al alabar, con ardor y amabilidad, los asombrosos adelantos que había hecho en las ciencias. Pronto observó que me disgustaba el tema, pero, desconociendo la verdadera razón, lo atribuyó a mi modestia y pasó de mis progresos a centrarse en la ciencia misma, con la intención de interesarme. ¿Qué podía yo hacer? Con su afán de ayudarme, sólo me atormentaba. Era como si hubiera colocado ante mí, uno a uno y con mucho cuidado, aquellos instrumentos que posteriormente se utilizarían para proporcionarme una muerte lenta y cruel. Me torturaban sus palabras, mas no osaba manifestar el dolor que sentía. Clerval, cuyos ojos y sensibilidad estaban siempre prontos para intuir las sensaciones de los demás, desvió el tema, alegando como excusa su absoluta ignorancia, y la conversación tomó un rumbo más general. De corazón le agradecí esto a mi amigo, pero no tomé parte en la charla. Vi claramente que estaba sorprendido, pero nunca trató de extraerme el secreto. Aunque lo quería con una mezcla de afecto y respeto ilimitados, no me atrevía a confesarle aquello que tan a menudo me volvía a la memoria, pues temía que, al revelárselo a otro, se me grabaría todavía más. El señor Krempe no fue tan delicado. En el estado de hipersensibilidad en el que estaba, sus alabanzas claras y rudas me hicieron más que la benévola aprobación del señor Waldman. ¡Maldito chico! ––exclamó––. Le aseguro, señor Clerval, que nos ha superado a todos. Piense lo que quiera, pero así es. Este chiquillo, que hace poco creía en Cornelius Agrippa como en los evangelios, se ha puesto a la cabeza de la universidad. Y si no lo echamos pronto, nos dejará en ridículo a todos... ¡Vaya, vaya!––continuó al observar el sufrimiento que reflejaba mi rostro––, el señor Frankenstein es modesto, excelente virtud en un joven. Todos los jóvenes debieran desconfiar de sí mismos, ¿no cree, señor Clerval? A mí, de muchacho, me ocurría, pero eso pronto se pasa. El señor Krempe se lanzó entonces a un elogio de su persona, lo que felizmente desvió la conversación del tema que tanto me desagradaba. Clerval no era un científico vocacional. Tenía una imaginación demasiado viva para aguantar la minuciosidad que requieren las ciencias. Le interesaban las lenguas, y pensaba adquirir en la universidad la base elemental que le permitiera continuar sus estudios por su cuenta una vez volviera a Ginebra. Tras dominar el griego y el latín perfectamente, el persa, árabe y hebreo atrajeron su atención. A mí, personalmente, siempre me había disgustado la inactividad; y ahora que quería escapar de mis recuerdos y odiaba mi anterior dedicación me confortaba el compartir con mi amigo sus estudios, encontrando no sólo formación sino consuelo en los trabajos de los orientalistas. Su melancolía es relajante, y su alegría anima hasta puntos nunca antes experimentados al estudiar autores de otros países. En sus escritos la vida parece hecha de cálido sol y jardines de rosas, de sonrisas y censuras de una dulce enemiga y del fuego que consume el corazón. ¡Qué distinto de la poesía heroica y viril de Grecia y Roma! Así se me pasó el verano, y fijé mi regreso a Ginebra para finales de otoño. Varios incidentes me detuvieron. Llegó el invierno, y con él la nieve, que hizo inaccesibles las carreteras y retrasé mi viaje hasta la primavera. Sentí mucho esta demora, pues ardía en deseos de volver a mi ciudad natal y a mis seres queridos. Mi retraso obedecía a cierto reparo por mi parte por dejar a Clerval en un lugar desconocido para él, antes de que se hubiera relacionado con alguien. No obstante, pasamos el invierno agradablemente, y cuando llegó la primavera, si bien tardía, compensó su tardanza con su esplendor. Entrado mayo, y cuando a diario esperaba la carta que fijaría el día de mi partida, Henry propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt, con el fin de que me despidiera del lugar en el cual había pasado tanto tiempo. Acepté con gusto su sugerencia. Me gustaba el ejercicio, y Clerval había sido siempre mi compañero preferido en este tipo de paseos, que acostumbrá;bamos a dar en mi ciudad natal. La excursión duró quince días. Hacía tiempo que había recobrado el ánimo y la salud, y ambas se vieron reforzadas por el aire sano, los incidentes normales del camino y la animación de mi amigo. Los estudios me habían alejado de mis compañeros y me había ido convirtiendo en un ser insociable, pero Clerval supo hacer renacer en mí mis mejores sentimientos. De nuevo me inculcó el amor por la naturaleza y por los alegres rostros de los niños. ¡Qué gran amigo! Cuán sinceramente me amaba y se esforzaba por elevar mi espíritu hasta el nivel del suyo. Un objetivo egoísta me había disminuido y empequeñecido hasta que su bondad y cariño reavivaron mis sentidos. Volví a ser la misma criatura feliz que, unos años atrás, amando a todos y querido por todos, no conocía ni el dolor ni la preocupación. Cuando me sentía contento, la naturaleza tenía la virtud de proporcionarme las más exquisitas sensaciones. Un cielo apacible y verdes prados me llenaban de emoción. Aquella primavera fue verdaderamente hermosa; las flores de primavera brotaban en los campos anunciando las del verano que empezaban ya a despuntar. No me importunaban los pensamientos que, a pesar de mis intentos, me habían oprimido el año anterior con un peso invencible. Henry disfrutaba con mi alegría y compartía mis sentimientos. Se esforzaba por distraerme mientras me comunicaba sus impresiones. En esta ocasión, sus recursos fueron verdaderamente asombrosos; su conversación era animadísima y a menudo inventaba cuentos de una fantasía y pasión maravillosas, imitando los de los escritores árabes y persas. Otras veces repetía mis poemas favoritos, o me inducía a temas polémicos argumentando con ingenio. Regresamos a la universidad un domingo por la noche. Los campesinos bailaban y las gentes con las que nos cruzábamos parecían contentas y felices. Yo mismo me sentía muy animado y caminaba con paso jovial, lleno de desenfado y júbilo. |
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