William Shakespeare

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El mercader de Venecia

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Los tres cofrecitos

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

Los tres cofrecitos
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Porcia, la dama a cuya mano aspiraba Basanio, era heredera de una inmensa fortuna, pero el testamento de su padre encerraba una rara cláusula. La heredera no era libre de escoger marido. El testador había ordenado que, llegado para la joven el tiempo de contraer matrimonio, se preparasen tres cofrecitos, uno de oro, otro de plata y el tercero de plomo: en uno de los tres había que encerrar el retrato de Porcia, y el pretendiente había de escoger: el que tuviese la fortuna de dar con el cofrecito que encerraba dicho retrato, obtendría la mano de la joven.

Tanto se había propagado la fama de este excelente partido, que venían pretendientes de lejanas tierras y en gran número, pero veían sus ilusiones fallidas ante aquella extraña condición, que se convertía en grillete para la desdichada Porcia. Su doncella Nerisa procuraba consolarla, recordándole la bondad y prudencia de que el difunto había dado siempre testimonio.

—Las personas virtuosas— decíale,— tienen a menudo, en sus últimos momentos, felices inspiraciones. Estad tranquila y confiada; que el pretendiente que sepa escoger, será sin duda el que sabrá amar y haceros feliz en vuestro estado.

Escuchaba Porcia las razones de su doncella, por más que no la convencían del todo; templaba, empero, algo su disgusto y daba fuerza a lo que le decía la doncella, el ver que entre todos los pretendientes, no había uno siquiera que interesase su corazón; todos le parecían ridículos y despreciables. Así se lo dió a entender a su consejera cuando, diciéndole que los pretendientes se aprestaban a regresar a sus respectivos países, replico ella:

— Muy bien harán en partir y yo me huelgo de ello, pues no he de lamentar la ausencia de ninguno de ellos. ¡Deles, pues, el Cielo un feliz regreso!

— ¿Tenéis acaso memoria, señora— añadió Nerisa, — de un veneciano, hombre de letras y de armas, que estuvo aquí en vida de vuestro padre, en compañía del marqués de Monferrato?

— Sí, sí— respondió Porcia con viveza; — era Basanio.

Y para disimular su interés, añadió en tono de indiferencia:

— Creo que este era su nombre...

— Si, señora, este mismo. Pues, paréceme que, entre todos los hombres que yo he visto en mi vida, es quizá el más digno de la mano de una mujer de valía.

— Si, ahora lo recuerdo bien, y tengo presente que más de una vez te oí alabar sus cualidades — dijo Porcia.

Mientras esto decían entró un criado:

— Señora— dijo, — hay cuatro caballeros extranjeros que desean despedirse de vuestra merced: además acaba de recibirse un mensajero del príncipe de Marruecos diciendo que su señor llega esta misma noche.

— Vamos allá, Nerisa — dijo Porcia con un gesto de burlona. desconfianza: — mucho menudean los pretendientes; apenas pasado el cerrojo despidiendo a uno, viene otro a llamar a la puerta.

En efecto, pusiéronse en hilera los tres cofrecitos, e invitóse al príncipe de Marruecos a que escogiese.

El cofre de oro llevaba esta leyenda:

El que me elija,  ganará lo que muchos desean.

Encima del cofre de plata se leía:

El que me elija, obtendrá lo que se merece.

El tercero era de plomo, y en el se leía, claro, este aviso:

El que me elija, lo da y aventura todo.

Perplejo estuvo largo rato el príncipe de Marruecos, intentando descubrir el oculto sentido de aquellas misteriosas leyendas. Atraíale sobremanera el de oro, no solo por la riqueza del metal, en la que veía el una prenda del acierto, sino por el significado que le parecían tener las palabras.

— El que me elija, tendrá lo que muchos desean... Esto es, será el privilegiado, pues tal es ella, que todo el mundo la desea, de todas partes vienen a contemplar a la bella Porcia. Además, uno de estos tres cofres guarda su retrato: ¿quién va a pensar, pues, que no ha de ser el de oro el que sirva de estuche a tan rica joya? ¿Acaso será el de plomo, ese vulgar metal?, ¿o el de plata que vale diez veces menos que el oro?

Así discurría el noble pretendiente, y decidióse al fin por el de oro, diciendo: «este escojo, dadme la llave.»

— Hela aquí — dijo Porcia, — vuestra soy, si en él hallareis mi retrato.

Abre el príncipe de Marruecos el cofrecito y ¡ah!, ¡cual no fue su sorpresa al hallar, en vez de las encantadoras facciones de la bella Porcia, un repugnante cráneo que parecía hacer mofa de su mala ventura! De una de sus vacías órbitas salía la punta de un rollo de papel, que tomó el príncipe en sus manes y en el que leyó:

Harto sabido tendrás
Que no es oro cuanto luce,
Que a la perdición conduce
Mirarme a veces no más.
En aurea tumba verás
Hormiguear el gusano.
Si en cuerpo joven, de anciano,
El juicio tuvieses, sano,
Tu elección fuera acertada;
Ahora para baldón
Tu esperanza quedo helada.

— ¡Helada, verdaderamente helada y mi ilusión desvanecida!... ¡adiós calor!.. ¡bienvenido sea el frio!..— suspiro el príncipe, reconociendo que no le quedaba ya más que hacer, sino retirarse con dignidad.

Pronto hizo su entrada el príncipe de Aragón, cuya fortuna no fue ciertamente mejor que la del de Marruecos: decidióse por el cofrecito de plata, pero no halló en el el retrato de Porcia, sino un mamarracho con ojos parpadeantes.

Aun se estaba felicitando Porcia de verle partir, cuando llego un mensajero anunciando la llegada de un joven Veneciano: por un secreto instinto comprendió Porcia quién era el que iba a entrar, y no le engañó el corazón. Era, en efecto, el sénior Basanio.

Porcia presenció las perplejidades del nuevo pretendiente muy de otra manera que las de los anteriores: esta vez sentía extrañas emociones, y en su interés por Basanio, le rogó que aplazase uno o dos días su decisión porque, de no ser afortunado, se vería privada de su amable presencia.

—No, señora;— replicó Basanio— insoportable me fuera tal tortura; — dejadme escoger sin pérdida de tiempo.

Gran fe tenía Basanio en el éxito de su empresa; solo le quedaba el temor de la indiferencia de Porcia; pero ésta le tranquilizó asegurándole que, aun en el caso de no conseguir el triunfo, tendría el consuelo de saber que para él era el afecto de su corazón.

Al ver, pues, la impaciencia de Basanio, dió Porcia orden que se retirasen todos y que se tocase la música mientras Basanio hacía la elección.

Perplejo estuvo Basanio, ni más ni menos que lo habían estado el príncipe de Marruecos y el de Aragón; largo rato contempló también aquellos tres cofres; pero fue más afortunado que sus dos rivales: sabiendo perfectamente que a menudo las apariencias engañan, pospuso el oro y la plata, y se inclino al opaco y bajo metal que más que promesas parecía contener amenazas.

— ¡Ah vil y despreciable plomo!— dijo, con acento de hombre convencido; — tu falta de brillo me conmueve más que todos los discursos. Este es para mí el cofrecillo de la fortuna y éste escojo; ¡que sea para mi felicidad!

Dicho esto, abrió Basanio el cofre de plomo y vió dentro de él, el retrato de la bella Porcia, con su frente rodeada de un marco de cabellos de oro y cuya apacible mirada parecía darle la bienvenida. Al pie del retrato había un rollo de papel con estas pocas líneas, que leyó el ávidamente:

Al que por falsa apariencia
No se deja seducir,
Cábele siempre elegir
Con arreglo a la prudencia.
Ya que es de tu pertenencia
El tesoro a que aspiraste,
No busques un más allá.
Y si te alegra el suceso,
Y tu dicha ves en eso,
 Vuélvete a tu dama ya
Y ofrécele amante beso.

— ¡Oh precioso pliego! — exclamó fuera de sí, Basanio. — Ahora, bella señora, permitidme que cumpliendo lo prescrito en estas líneas, de lo que en ellas se me encarga y reciba lo que se me otorga.

Loco de contento, no se atreve apenas a creer en la realidad de lo que ve, y no creyendo que sea un hecho, necesita la confirmación de su señora. Esta lo hace muy a gusto, no dejándole asomo alguno de duda. Ella, por su parte, con el corazón rebosante de amor y alegría, hace entrega de sí, y todos sus bienes a aquel que ella llama de allí en adelante «su señor, su dueño, su rey.»

— ¡Ved ahí esta casa, esta servidumbre, esta mujer dichosa que os está hablando— le dice; — todo es vuestro, señor, disponed de todo ello a vuestro antojo; de todo os hago donación junto con esta sortija. Guardaos de separaros de ella, de perderla o de enajenarla, pues sería el presagio de la ruina de nuestro amor.

Basanio no halla palabras para expresar la alegría que inunda su espíritu; protesta que no abandonara jamás aquella prenda del amor de Porcia; mientras dure su vida, la llevará consigo.

Su fortuna no había de limitarse a labrar la dicha para él solo, había de hacer felices a otros: al poco rato vióse venir una pareja a reclamar el permiso para casarse el mismo día que lo hiciesen el señor y su dama: el novio era Graciano, uno de los compañeros de Basanio, joven alegre, atolondrado y decidor, que le habla acompañado a Belmonte y prendándose de Nerisa, la doncella de Porcia. La suerte de los dos enamorados había dependido también de los cofrecitos, pues Nerisa habíase prometido a Graciano si Basanio obtenía la mano de su señora. A invitación de Porcia, regaló Nerisa una sortija a su novio, y, como Basanio, juró Graciano no soltarla jamás de la mano.

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