William Shakespeare

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El mercader de Venecia

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Un gracioso contrato

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Un gracioso contrato
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Triste en verdad y dolorosa era la situación de los judíos en la Edad Media: odiados y menospreciados de los más, sus hermanos los cristianos hacían a su alrededor un denigrante vacio, les maldecían convirtiéndolos en tristes individuos de una raza precita. Sin embargo, a pesar de los vejámenes y violencias de que eran víctimas en casi todos los pueblos de Europa, sus negocios iban viento en popa, y no eran parte los fuertes tributos que se les imponían, para que dejaran de aumentar sus riquezas. Al judío recurrían los nobles y los grandes comerciantes en caso de apuro, y las sumas enormes que a título de intereses les exigía por las cantidades que les prestaba, venían a aumentar aquel caudal de riqueza que llenaba las áreas de los Israelitas, haciéndoles los reyes del oro.

Uno de los más ricos judíos de Venecia era Shylock; lo cual no quiere decir que viviese con gran fausto, sino antes al contrario, se trataba como un miserable, teniendo por toda servidumbre un joven bufón. Toda su familia se reducía a una niña, llamada Jésica, en nada parecida a su padre, pues así como él era avaro y de carácter melancólico, ella era alegre y pródiga, de temperamento frio, sin respeto ni voluntad alguna hacia su raza y familia, no suspirando en este mundo por otra cosa que por huir de la atmósfera de avaricia de su hogar y gozar de las diversiones y pasatiempos de que se veia privada por la severidad y misantropía de Shylock. No paraba aquí la cosa; habiendo conocido a un apuesto joven veneciano, llamado Lorenzo, le había prometido, en secreto, su mano. No esperaba, pues, sino una ocasión propicia para escaparse con su prometido, abandonando junto con su hogar, la religión de sus padres.

Shylock, a fuer de buen judío, odiaba a los cristianos; pero sentía una particular aversión hacia un opulento mercader llamado Antonio, aversión que se fundaba no solo en el aire de desprecio que observaba en el cristiano, siempre que por razones de negocio tenían que alternar, sino también (y muy principalmente) porque el cristiano prestaba sin interés, y ello naturalmente hacia bajar en Venecia el coste del dinero. Además, varias veces había Antonio rescatado con dinero de su bolsillo a pobres infelices que Shylock hiciera meter en la cárcel por insolvencia, y a menudo en publica plaza de Rialto, en presencia de los negociantes reunidos, no se recataba de censurar la avaricia y rapacidad de los judíos usureros.

Antonio, pues, había herido en lo mas vivo a Shylock: este, en su orgullo de judío (pues Shylock lo era de pura raza), y en su amor al dinero (las dos pasiones que zahiriera Antonio); volvía y revolvía en su ánimo, en los momentos que sus especulaciones le dejaban libres, las ofensas recibidas de aquél y resolvió vengarse cruelmente a la primera ocasión que se le presentase de satisfacer su antiguo rencor.

Amigo de Antonio era Basanio, apuesto y bizarro hidalgo que por su carácter generoso gastaba más de lo que su patrimonio y sus rentas podían soportar. Basanio estaba enamorado de una hermosa dama, llamada Porcia, la cual le había dado a entender, más de una vez, que correspondía a su afecto con mayor interés que al de otros que la pretendían. Animado con esto Basanio, había determinado ir a visitar a Porcia en su palacio de Belmonte, pero en su prodigalidad tenía agotados todos los recursos de que dispusiera, y en aquel momento veíase en la imposibilidad de presentarse como correspondía a un pretendiente de dama tan encopetada.

Pesaroso de no poderse poner a la altura de sus competidores, resolvió acudir, en tan apurado trance, a Antonio su buen amigo, de quien ya en otras ocasiones había recibido el apoyo necesario. Al negociante no podía sucederle cosa más agradable que hacer un favor a su amigo, y no tuvo inconveniente en poner todo lo suyo a su disposición. Desgraciadamente no disponía en aquellas circunstancias, de gran contingente de dinero efectivo, pues todo su capital lo tenía empleado en cargamentos de mercancías que navegaban por su cuenta y riesgo; permitió, sin embargo, a Basanio, que hiciese uso de todo el crédito de que disfrutaba en Venecia para cuanto necesitase y le prometió salir fiador por el hasta el ultimo maravedí, a trueque de ponerle en condiciones de presentar dignamente su demanda en el palacio de Belmonte.

Basanio, pues, fue en busca de un prestamista, y hallólo verdaderamente en la persona de Shylock, uno de los principales usureros de Venecia. Pidióle prestados tres mil ducados: perplejo estuvo al principio Shylock y no parecía muy bien dispuesto a prestárselos.

— ¿Tres mil ducados?...— dice el judío con cara de hombre que reflexiona y pesa seriamente el asunto.

— Sí, señor — responde Basanio;— tres mil ducados para tres meses.

— ¿Para tres meses?

—Sí, para tres meses — repite Basanio, — y de esta suma sale fiador, como ya os dije antes, Antonio.

— ¿Antonio fiador?...— bien,— añade Shylock con el mismo tono de voz.

— Bueno ¿es que puedo contar con vos? ¿Queréis hacerme este favor? ¿podéis darme respuesta?— insiste Basanio, no pudiendo ocultar su impaciencia.

— Tres mil ducados, para tres meses y con la garantía de Antonio...— murmura el judío, haciendo del que pesa las palabras.

— Ea, responded— replica Basanio.

— Verdaderamente la firma de Antonio vale esto— dice Shylock.

— Vaya si lo vale— afirma Basanio;— ¿hay acaso quien crea lo contrario?

— ¡Oh! no, no— responde Shylock. — Confieso que Antonio goza de crédito para esta suma y que su garantía es suficiente. Sin embargo, su fortuna en este momento no está del todo segura. Tiene un barco en camino para Trípoli; otro para las Indias: acabo, además, de saber en Rialto, que tiene un tercer barco en Méjico y que otro, el cuarto, está camino de Inglaterra, sin contar otros que andan esparcidos y diseminados por el mar. Ahora bien, hay que tener en cuenta que un barco es un conjunto de cuatro tablas y que los marineros son hombres de carne y hueso, y que así como hay ratones de tierra y ratones de mar, también hay ladrones marinos, quiero decir piratas: además, hay muchos peligros de vientos, tempestades y escollos. A pesar de todo, Antonio es solvente, y su fianza me parece aceptable.

— Podéis con toda tranquilidad aceptarla— dice Basanio.

— Eso quiero yo precisamente — replica el judío con una especie de gruñido— y por lo mismo deseo que reflexionéis. ¿Podría yo verme con Antonio?

— Aquí le tenéis — responde Basanio, observando que andaba por allí el negociante.

El cual, a su vez, hizo a Shylock la demanda que le hiciera Basanio y urgía al judío a que le respondiese. La hiel que se había ido lentamente depositando en el corazón del judío, reventó por fin en un acceso de ira desenfrenada, y recordando a Antonio el implacable desprecio y los insultos y desmanes de que le había públicamente colmado, díjole con aire de soberano vencedor:

— Ha llegado ya el momento en que necesitáis de mi ayuda: hoy venís a mí y me decís: «Shylock, préstanos dinero.» Vos sois quien me dice esto, vos que cuando no me necesitabais, me dabais del pie como se da a un perro al echarlo a la calle. ¿Ahora necesitáis dinero, eh? ¿qué voy a deciros? Bien podría responderos que los perros no lo tienen, que un perro no puede en manera alguna prestaros tres mil ducados. Esto es lo que debería hacer, si ya no es tanta vuestra soberbia que queráis que os diga, rebajándome como un esclavo y arrastrándome como un vil gusano: «Señor mío, el miércoles pasado me escupisteis a la cara, tal dia me arrojasteis a coces de vuestra casa, otro día me tratasteis como a un perro: por todas estas atenciones voy a prestaros tan gran suma de dinero. »

— Es que no tengo inconveniente en volverte a tratar del mismo modo y sacudirte a coces — exclamó Antonio. — Si quieres prestarme ese dinero, ha de ser no como a amigo, sino mas bien como a enemigo tuyo que soy y como tal, si el día del vencimiento del plazo no cumpliere, podrás exigir la suma estipulada, con mayor audacia.

Al oír esto, cambio Shylock bruscamente de actitud y adoptando un tono suave y meloso, declaro que nada deseaba tanto en este mundo como ganar el corazón de Antonio y hacerle su amigo.

— Voy— dijo, — a satisfacer vuestra actual necesidad y cuenta con que no acepto un céntimo de interés por mi dinero. No exijo más que una condición (y esto en broma), y es que firméis, ante notario, que si el día del vencimiento no se me devuelve el dinero, el desquite será una libra de carne que yo escogeré y que será cortada del cuerpo de Antonio en la parte de él que me plazca.

— Está muy bien, a fe mía— dijo Antonio.— Yo firmare este contrato y además confesare que he hallado por fin un judío desinteresado.

— Guárdete Dios de firmar semejante contrato— saltó Basanio, estremecido de horror ante la idea de tan dura condición.

—No hay para qué temer— amigo mío,— repuso Antonio. No habré de pagar ciertamente el desquite. Dentro de dos meses, o sea un mes antes del vencimiento, he de cobrar el triple de esta suma, con que ya ves si he de preocuparme por lo que pueda exigirme ese judío.

Shylock apoyo la seguridad de Antonio, diciendo:

— Después de todo, si en el día fijado no pudiese tener mi dinero, ¿qué ganaría yo con exigir el desquite? ¿Acaso podría yo sacar de una libra de carne humana el provecho que saco de una libra de carne de buey, de cabra o de carnero?

—Sí, Shylock, sí; voy a firmar este contrato— dijo resueltamente Antonio.

Basanio, por su parte, aunque horrorizado al pensar en lo funesto de aquel trato, comprendiendo que era inútil oponerse a la resolución de su amigo, no dijo una palabra más.

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