William Shakespeare

William Shakesperare

Hamlet

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La ratonera

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

La ratonera
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Al día siguiente, según convinieran, el rey y Polonio situáronse detrás del tapiz para acechar a Hamlet y Ofelia en el momento de su entrevista. Hamlet, como de costumbre, estaba sumido en sus profundas meditaciones, cuando se le acercó Ofelia trayendo, para devolvérselos, algunos presentes que le hiciera el príncipe en tiempos más felices.

En la súbita tragedia que absorbiera enteramente toda la persona de Hamlet, su amor hacia Ofelia parecía exteriormente haberse entibiado y aun desaparecido del todo; quedaba, empero, el rescoldo de su antiguo afecto como testimonio de la pasión viva aún en su espíritu. Al ver, pues, a Ofelia, púsose sobre sí mismo y adoptó un aire de fría indiferencia que rasgó el corazón de la joven. Con palabras toscas y vagas en apariencia, aunque realmente preñadas de sentimiento, dióle a entender que no había ya que pensar en su matrimonio, y exhortó a la joven a retirarse a un convento, en seguida, sin dilación ninguna. La vaciedad e hipocresia de cuantos le rodeaban, tenía su espíritu profundamente amargado; pero un nuevo desengaño había de desvanecerle la poca fe que le quedaba en la sinceridad del corazón humano.

Sabía sin duda Ofelia que su padre se hallaba, en aquel
momento, oculto detrás del cortinaje; pero con la excitación que el encuentro con Hamlet debió producir en su espíritu, lo olvidó probablemente; por lo cual, al preguntarle Hamlet:«¿Dónde está tu padre?», ella respondió: «En casa, señor.» Esta respuesta fue la gota que hizo rebosar el vaso de la indignación de Hamlet; pues vió en ella una muestra de doblez de la inocente joven. Él había visto moverse el tapiz, y asomar la canosa cabeza de Polonio, y pensó naturalmente que Ofelia estaba de acuerdo con los demás mortales para espiar sus acciónes y engañarle.

—Pues que atranquen las puertas tras él, para que no salga a hacer el bobo fuera de su casa— dijo con voz clara y vibrante, al oir la respuesta de Ofelia.—¡Adiós!

—¡Oh piadosos cielos! ¡asistidle!—exclamó Ofelia.

No le cabía duda alguna de que el desdichado príncipe había perdido la razón.

—Si te casas—dijo bruscamente Hamlet volviéndose hacia ella,—quiero darte en dote esa espina: aunque seas tan casta como el hielo y tan pura como la nieve, no te escaparás de la maledicencia. Vete, pues, a un convento, vete. Adiós.

—¡Oh poderes celestiales! devolvedle la razón—dijo de
nuevo Ofelia, en tono suplicante.

—Mucho, muchísimo he oído hablar de vuestros afeites y pinturas— siguió increpandola Hamlet, cada vez con mayor violencia.—Dios os dió una cara, y vosotras os la cambiáis: andáis dando saltitos, os contoneáis, habláis ceceando y sacáis motes a las criaturas de Dios... Vete; ya estoy cansado de esto; esto es lo que me ha vuelto loco. Te lo advierto, se acabaron ya los casamientos; los que ya están casados, vivirán todos, todos menos uno (al decir estas últimas palabras miró siniestramente hacia el tapiz, detrás del cual sabía que estaba escondido el rey con Polonio); los demás quedarán como están ahora. Tú, empero, anda, vete al convento.

Y con un gesto de furor despidióse de ella saliendo precipitadamente de la sala.

—¡Oh y qué trastornada esta noble inteligencia!—exclamó Ofelia: — ojo de cortesano, lengua de letrado, espada de guerrero, esperanza y bella ilusión de este próspero reino; espejo de la elegancia, molde de la cortesía, bianco de las afectuosas miradas de todos... ¡perdido, completamente perdido! Y yo, la mas desventurada e infeliz de las mujeres; yo que había saboreado la miel de sus suavísimas protestas de amor, contemplo ahora aquella noble y augusta razón destemplada y fuera de su centro, como el que oye dulces campanas tañidas sin concierto formando un conjunto ingrato al oído. ¡Ah y qué desdicha la mía, haber visto lo que vi y ver ahora lo que estoy viendo!

Sumida estaba aún Ofelia en estas tristes reflexiones, cuando salieron de su escondrijo el rey y Polonio. Al rey no le acababa de convencer Polonio al decirle que la pérdida de la razón de Hamlet había sido causada por el desvío de Ofelia.

—¡Amor!..., no; las afecciones de Hamlet no van por este camino—dijo decididamente el rey.—Ni tampoco su lenguaje, con todo y ser algo desconcertado, parecíase al de la locura. Hay en lo interior de su espíritu, algo que su melancolía esta incubando, y mucho me temo que al fin y al cabo resulte algún hecho lamentable: para evitar posibles contingencias he determinado enviarlo sin pérdida de tiempo a Inglaterra, so pretexto de reclamar nuestros atrasados tributos. Quizá el viaje por mar y el cambio de país, con su novedad, desvanecerán estas preocupaciones de su espíritu, que su cerebro revuelve constantemente y que tanto han cambiado su carácter y modo de ser.

No le pareció a Polonio mala idea, sino muy acertada la de enviar a Hamlet a Inglaterra, por más que insistió en su convencimiento, de que la afección del príncipe traía su origen del desvío amoroso de Ofelia: indicó además la conveniencia de que terminada la representación escénica que iba a darse en palacio, tuviese la reina una entrevista a solas con Hamlet para sonsacarle cuál era la causa de su preocupación. Polonio estaría en sitio desde el que pudiese oir sin ser visto.

—Si la reina no lograse descubrir el secreto de su malestar— añadió Polonio,—mandadlo en buen hora a Inglaterra o recluidle en donde con vuestra prudencia creyéreis más conveniente.

—Así lo haré—afirmó el rey.—La locura de los grandes hombres no ha de quedar sin vigilancia.

La pieza dramática, llamada a dar tanto juego, iba a representarse. Hamlet había intercalado algunos versos de su cosecha, y antes de ponerla en escena, dió a los artistas algunos cuerdos avisos sobre la manera de representarla. Cuando ya todo estaba a punto, habló el príncipe cuatro palabras aparte con Horacio: éste era su mejor amigo, y en la imponente tormenta en que su espíritu estaba envuelto, su alma descansaba en la eonfianza del sincero y leal amigo.

—Dadme un hombre que no sea esclavo de las pasiones, y yo le llevaré en las entretelas de mi corazón; si, en el corazón de mi corazón, allí donde te llevo a ti—dice Hamlet a Horacio.

Confiara ya (como hemos visto) el príncipe a Horacio lo que le había revelado la sombra en su aparición frente al Castillo: ahora, pues, manifestóle que tenía preparada una trampa para cerciorarse de si lo que la sombra le había manifestado, era verdad o no: una escena de gran parecido con las circunstancias de la muerte de su padre. Rogó, pues, a su amigo que al llegar el episodio de la muerte del soberano, observase a su tío Claudio con toda la fuerza de atención de su espíritu. Si en su semblante no se revelase turbación alguna, sería señal de la inocencia del rey, la sombra habría mentido y «mis cavilaciones—dice Hamlet,—serán, en este caso negras y criminales.»

—Atención, pues; obsérvale bien—añade Hamlet;—por mi parte, mis ojos estarán clavados en su rostro, y después uniremos nuestros pareceres para juzgar acerca de lo que su semblante haya revelado.

—Muy bien, señor; me haré todo ojos, y desde luego os doy palabra que si durante la representación me sustrajere él algo que escape a mi atención, yo pagaré lo sustraído—dice Horacio, dando a entender que por poco que se inmutase el rey, no escaparía a su perspicacia, y que salía garante de ello.

—¡Guarda!, ya vienen a presenciar las funciones; deja que vuelva a mi papel de chiflado—dice Hamlet.—Tú, a tu sitio.

A los acordes de la marcha real danesa, con gran sonido de trompetas y acompañados de toda la corte, entraron el rey y la reina en la gran sala del palacio, destinada aquel día a la representación del drama. Actuaba de ordenador, el anciano Polonio andando hacia atrás y haciendo las oportunas reverencias a los soberanos: Ofelia venía detrás de la reina: seguían luego los caballeros, entre los cuales Rosencrantz y Guildenstern, y demás personas de la servidumbre y a ambos lados, los guardias llevando antorchas encendidas para alumbrar la escena. Tomaron los soberanos asiento en los tronos preparados al efecto a un lado de la sala: Ofelia sentóse en un sitial colocado en frente, y detrás de ella Horacio, de manera que, sin ser notado, pudiese observar el semblante del rey. Hamlet, que, ya desde que entrara la comitiva regia, había vuelto a su papel de descentrado, sentóse en el suelo a los pies de Ofelia.

Y empezó la representación. Lo primero fue una escena muda: figuraba un rey y una reina que parecían amarse mutuamente: de pronto tendíose el rey sobre un lecho de flores, y la reina, al ver que se había dormido, retiróse. Apareció en seguida otro personaje, el cual quitó la corona al rey que dormía, besóle, destiló un veneno en su oído y fuese. Volvió la reina y hallando muerto a su esposo, dió, con sus ademanes, señales de gran desesperación. Entró de nuevo el envenenador y aparentó asociarse al sentimiento de la viuda. Llevaron el cadáver del rey fuera de la escena: el envenenador solicitó el amor de la reina obsequiándola con dádivas y aunque al principio parecía ella rechazarle, al fin acabó por aceptar su amor.

A la vista de esta escena dió Claudio señales de secreta intranquilidad, aunque visiblemente no manifestó perturbación alguna, y los demás espectadores estaban demasiado entretenidos y absortos en la representación para darse cuenta de ello. Solo Horacio que estaba en frente y Hamlet, sentado en el suelo, temblando de puro excitado, tenían fijos sus ojos y su atención en el delincuente monarca. En cuanto a la reina y Ofelia, asistian a la representación más bien con aire de indiferencia.

—iQue significa ésto, senor?—preguntó Ofelia al terminarse la escena mímica:

—¡Pardiez! Eso es una perfidia solapada—respondió Hamlet;— es, en buenas palabras, una perrería.

—Esta escena muda envuelve sin duda el argumento del drama...—replicó Ofelia.

En seguida llegaron los verdaderos artistas que habían dedeclamar, y la acción siguió los episodios e incidentes marcados anteriormente en la escena muda; la reina que hacía el papel de tal, deshacíase en palabras afectuosas hacia su marido.

—Señora—dice Hamlet a su madre:—iqué tal os parece esta pieza?

—Paréceme algo afectado el sentimiento de la dama; hace demasiadas protestas de amor.

—¡Ah!, pero guardará su palabra...—replica Hamlet con
mordaz sarcasmo.

—¿Te has enterado del argumento, Hamlet?—pregunta el rey:—¿nada hay en él de ofensivo?

—No; nada de ofensa, señor; todo es pura broma; veneno en broma—responde Hamlet dirigiendo al rey una extraña y maliciosa mirada.

Remordióse interiormente el rey, pero procuró ocultar su contrariedad, y añadió:

—¿Cómo se intitula esta pieza?

—La Ratonera.

—¿Cómo se entiende eso?—pregunta el rey.

—¿Que cómo se entiende eso? Pues en sentido figurado. Este drama representa el asesinato que se cometió en Viena, en la persona de Gonzago. Este es el nombre del príncipe asesinado, y Bautista, el de su esposa: ya lo veréis luego. Es una trama diabólica, pero ¿qué importa eso? A vuestra majestad y a nosotros que tenemos la conciencia tranquila, no puede ello afectarnos. Tire en buena hora coces el rocín que sienta escozor en el pellejo, que nuestras espaldas no padecen daño alguno.

La turbación del rey acentuábase por momentos; echaba miradas desconcertadas al escenario; hizo como que quería levantarse de la silla, pero reprimióse. Al empezar la representación, trabajo le costó a Hamlet disimular su estado de excitación. Tocóles el turno a los versos que intercalara el príncipe; este masculla las palabras como sugiriéndolas a los artistas, y al llegar al incidente del envenenamiento de rey, levántase Hamlet, y con potente voz exclama en el delirio de su frenesí:

—Le envenena en el jardín para usurparle sus dominios. Su nombre es Gonzago; la historia existe y escrita está en excelente lengua italiana. Pronto veréis cómo el asesino se capta el amor de la esposa de Gonzago.

Hamlet, en su delirio, había ido atravesando la sala hasta llegar, sin darse cuenta, al pie mismo del trono. El rey, reconociendo en la representación del drama, la historia de su crimen, levantóse aterrorizado.

—¡El rey se levanta!—exclamó Ofelia.

—¿Qué?, ¿le asusta un fuego ficticio?—replicó Hamlet con amarga ironía,—y dando un salvaje grito de triunfo, saltó al trono que el rey dejaba vacío.

La confusión fue enorme; el rey y la reina retiráronse precipitadamente, siguiéronles los cortesanos e invitados y quedaron solos Horacio y Hamlet en la desierta sala. Hamlet rompió a cantar una intencionada estrofa.

Dejad que huya el ciervo herido,
que gima mientras campea
ileso el cervato; y vea
el que no duerme, al dormido
envuelto en sueño profundo:
ese es el andar del mundo.

—Amigo Horacio, mil libras apostaría yo que la sombra dijo verdad. ¿Has visto...?

—Perfectamente, señor—responde Horacio. —... cuando la escena del envenenamiento?

—Muy bien me fije.

El proceder de Hamlet debió naturalmente dar un atroz golpe, por lo cual fueron a él inmediatamente los dos caballeros Rosencrantz y Guildenstern a pedirle una entrevista con la reina. Dijéronle que el rey encolerizado y furioso, se había retirado a sus habitaciones, y que la reina, extraordinariamente afligida y apesarada, les mandaba a decirde que su conducta había sorprendido grandemente a todos, y que deseaba, antes de acostarse, tener una entrevista con él en su aposento.

Respondió Hamlet que la reina quedaría complacida; pero al intento de los dos cortesanos, que era sondear la causa de la extraña conducta del príncipe, paró el golpe preguntándoles que era lo que pretendían al tratarle de aquella manera, como si quisiesen hacerle caer en un lazo.

—Señor, tened en cuenta que si peco por exceso de celo, es que mi afecto es también muy grande—replicó Guildenstern.

—No entiendo bien lo que decís—dijo Hamlet.—Y a la verdad es muy dudoso que el mismo interlocutor supiese lo que significaban sus necias palabras.

El príncipe, empero, quiso dar una lección a aquellos dos cortesanos y probarles bien a las claras que no era un perturbado, como ellos parecían figurarse. Poco antes que ellos vinieran a hablarle había Hamlet pedido que viniesen los músicos a tocar en su presencia y que se le trajesen ciertos instrumentos. Estos eran a manera de caramillos: al traérselos, pues, el criado, tomó uno y se lo ofreció a Guildenstern diciéndole cortésmente:

—¿Queréis tocar este caramillo?

—Señor, no sé—dice Guildenstern.

—Por favor, tocad—insiste Hamlet.

—Creedme, no sé—replica Guildenstern.

—Ea, dadme ese placer.

—Con gusto lo haría, señor; pero ignoro su manejo—responde el caballero.

—Es la cosa más fácil; tan fácil como el mentir,—replica
Hamlet:—os lo voy a probar; aplicad los dedos a esos agujeros, soplad, y veréis cómo el caramillo toca a las mil maravillas. Mirad, estas son las llaves.

—Pero, ¿no veis que no puedo comunicar al instrumento melodía alguna, pues no tengo arte?—objeta Guildenstern.

—Ved por ahí, qué indigna criatura queréis hacer de mí—dícele Hamlet, cambiando su tono jovial en otro de severa reconvención.—Vosotros queréis tocar conmigo, como con un instrumento; os figuráis conocer mis registros; quisiérais arrancar de mí el secreto de mi misterioso estado de ánimo; pretendéis hacerme dar todas las notas, desde la más grave hasta la más aguda del diapasón, y... (¡cosa rara!) habiendo en este pequeño instrumento tanta música y tan excelente voz, no podéis hacerle hablar. ¿Os figuráis acaso que es cosa tan fácil tocarme a mí como a un caramillo? Tomadme por el instrumento que más os plazca, que aunque podáis manosearme a vuestro antojo, no sacaréis de mí una sola nota.

El caramillo hízose pedazos al arrojarlo Hamlet al suelo con indignación, y los dos cortesanos quedaron amilanados y avergonzados ante el noble escarnio de que fueran objeto.

No era el hijo tímido y compungido el que entraba, aquella noche, en el aposento de la reina. Hamlet tenía el ánimo bastante sereno y el corazón bastante tranquilo para no dejar de hacer lo que consideraba un deber y decir a su madre la verdad. Iba a dar una terrible puñalada a su madre pintándole con vivos colores la repugnante figura del que había tomado por segundo marido. Así, pues, al empezar la reina, según el consejo de Polonio, a censurar su extraña conducta, replicóle él de manera tan peregrina y aun amenazante, que la reina se alarmó y pidió auxilio. Polonio, que estaba oculto detrás del tapiz, acudió al momento; y Hamlet, creyendo que era el rey y que había ya llegado el momento de la venganza, tiró de la espada.

—¿Qué es eso? ¿un raton?.. ¡muerto! ¡Apuesto un ducado, que está muerto! —exclama Hamlet, y atraviesa de una estocada el tapiz.

Oyóse una débil voz que decía: «¡Ay! ¡me han matado!» y el ruido de un cuerpo que se desplomaba.

—¡Desgraciada de míi! ¿qué has hecho, Hamlet?—exclama la reina.

—A fe mía, no lo sé...—murmura el príncipe.

—¡Oh, que acción tan temeraria y sangrienta!—gime la
reina, retorciéndose las manos, de espanto.

—¿Acción sangrienta?—replica Hamlet.—Casi tan inicua, mi buena madre, como matar a un rey y casarse luego con su hermano,—dice Hamlet con énfasis.

—¿Matar a un rey?—repite desconcertada la reina.

—Sí, señora; esto dije.

Levantó entonces Hamlet el tapiz y vió que no era el vil asesino de su padre el que allí yacía muerto y a quien él había pensado atravesar con su espada; sino el entrometido Chambelan, que cayera víctima de su repentino impulso. Pero la venganza no estaba aún cumplida.

—Y tú, infeliz, procaz, necio entrometido, ¡Adiós!—dijo Hamlet, mirando al cadáver con pena:—te había tornado por persona de mayor categoría: ¡sufre tu destino! Ya ves los peligros que tiene el ser oficioso en demasía.

Allí tuvieron su castigo los recursos de espionaje de aquel complaciente cortesano. La falta de resolución de Hamlet tuvo también sus fatales consecuencias; pues, si el hubiese tenido la suficiente presencia de ánimo para llevar adelante lo que él creía ser un deber, no se habría abandonado ciegamente al momentáneo impulso, y no hubiera habido una víctima más, después de todo, inocente.

Pero, cosas harto importantes eran las que quedan por hacer, para que Hamlet gastase el tiempo en inútiles pesares. Dejando caer, de nuevo, el tapiz entre él y el mudo cadáver de aquel charlatán, volvióse Hamlet a su madre. De la manera más enérgica expuso a la reina cuan censurable era su proceder: con muy expresivas palabras hizo un retrato de sus dos maridos, comparando al difunto rey, su padre, con el actual, demostrándole cuan noble y honrado había sido el primero y cuan vil y despreciable el segundo. ¿Qué vergüenza, pues, había de ser para la reina, después de haber conocido a su primer marido, verse en brazos de un ser tan repugnante como Claudio?

—¡Oh Hamlet! no hables ya más—suplicó la reina;—tus
palabras penetran como puñales en mis oídos: basta, querido Hamlet.

—¡Ah! un asesino, un infame—prosiguió Hamlet, exaltándose por momentos,—un esclavo, mil veces más pequeño que vuestro primer esposo; un rey de burlas, un cortabolsas de la soberanía y del poder, que hurtó de un anaquel la preciosa diadema y se la metió en el bolsillo...

—¡Basta ya, Hamlet!—dijo en tono suplicante la reina.

—...¡un rey de retazos y remiendos!...

El torrente de la ira que por tanto tiempo tuviera reprimido Hamlet, se desbordaba por sus labios. Apareció entonces de súbito la sombra de su padre, y miró a Hamlet con ojos de apacible reprensión.

—¡Oh, salvadme y protegedme con vuestras alas, celestes guardianes del Empíreo! —murmuró el príncipe, parpadeando de horror.—¿Qué quereis, amable sombra?

La aparición fue visible solo para Hamlet. En cuanto a la
reina, no vió más que el súbito cambio en el semblante de Hamlet y su extática mirada.

—¡Ah! ¡está loco!—murmuró.

—¡Oh venerada sombra! ¿venis acaso a echar en cara a
vuestro hijo su negligencia?—prosiguió Hamlet en voz baja— porque, malgastando el tiempo y las energias, olvida poner en ejecución el importante encargo que le dísteis? ¡Oh, hablad, padre mío, hablad!

Respondió la sombra que su visita tenía por objeto alentar la desmayada resolución de su hijo. Llamó también su atención hacia el espanto y terror de que daba muestra el semblante de su madre y exhortóle a confortarla con suaves palabras.

—¿Cómo os sentís, señora?—pregúntale entonces sumisamente Hamlet.

—¡Ay de mí!... Y ¿cómo te sientes tú —replica la reina,— que fijas tus miradas en el vacio y parece que conversas con algo incorpóreo e invisible? ¿Qué estás mirando?

—¡A él, a él!... ¡Mirad qué vista tan apagada!... ¿No veis nada allí?

—Nada absolutamente; no veo, sino lo que hay aquí—responde la reina.

—iNo habéis oìdo su voz?—dice Hamlet.

—La tuya y la mía solamente.

—¡Mirad, mirad ahora!—añade Hamlet;—cómo se aleja..., es mi padre, con el mismo traje que llevaba en vida. Ved cómo sale por la puerta...

No vió la reina ni la mas mínima señal de la sombra que se deslizaba fuera de la habitación, y por lo mismo creyó que debía ser todo pura invención de su cerebro enfermo, una especie de ilusión de las que crea tan diestramente la locura.

—¡Locura!...—exclamó Hamlet—mi pulso bate con regularidad lo mismo que el vuestro. No, no es locura lo que me ha sugerido lo que dije, y si queréis hacer la prueba, veréis cómo repito palabra por palabra cuanto dije; cosa que no hace un loco.

Sus razones fueron tan convincentes, que la reina no pudo menos de creerle. Antes de separarse prometióle ella adoptar otra línea de conducta muy distinta de la anterior, absteniéndose de sus frívolas liviandades y no dejarse persuadir por el hábil Claudio de que su hijo no podía proferir sino lo que le inspiraba la locura.

—Tengo que partir a Inglaterra; ¿lo sabíais?—preguntóle Hamlet.

—Sí; pero lo había olvidado: se que así está resuelto—respondióle la reina.

—Hay cartas selladas—añadió Hamlet,—y mis dos compañeros de colegio, que me inspiran tanta confianza como dos víboras, son los portadores del mandato. Pero dejad que obre la malicia de esos bribones, pues será cosa de divertirse ver como salta el minador con su propio hornillo; pero muy mal han de ir las cosas si yo no consigo excavar unos palmos por debajo de su mina y hacerlos volar hasta los cuernos de la luna.

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