William Shakespeare

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Hamlet

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Una aparición a media noche

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Una aparición a media noche
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Grande fue el sentimiento que causó en Dinamarca la súbita y misteriosa muerte del rey Hamlet. El sucesor a la corona, el joven príncipe Hamlet, estaba a la sazón en Alemania, haciendo sus estudios en la universidad de Wittenberg, y antes de que pudiese regresar a la corte, ya su tío Claudio, hermano del difunto rey, había usurpado el trono y llevado tan adelante su audacia, que había convencido a la reina viuda Gertrudis que se casara con él antes de transcurridos dos meses de la muerte de su marido.

Al llegar a Dinamarca, Hamlet ya bastante afligido por la noticia del fallecimiento de su padre, había de sufrir otro golpe no menos fatal con la noticia del precipitado matrimonio de su madre. En su carácter de hombre bien nacido, parecíale increíble un hecho semejante, pues no solo había demostrado siempre la reina Gertrudis gran adhesión a su primer marido, sino que además los dos hermanos eran tan diferentes tanto en sus cualidades físicas como morales, que con dificultad podía creerse que el que conociera al noble rey Hamlet, pudiese apreciar al vil y despreciable Claudio.

Ahora bien, el rey Claudio usurpó todos los derechos de
soberanía y aspiraba a captarse el aura popular adulando y repartiendo favores a cuantos le rodeaban. Hubiera querido borrar todo recuerdo del difunto rey, pero era harto solapado para no hacer alarde de aflicción con fingidas palabras de dolor. Esperaba, sin embargo, en las próximas fiestas de su boda con Gertrudis, prescindir de toda manifestación de luto; pero el joven príncipe Hamlet adoptó otra línea de conducta completamente contraria. En medio del general regocijo de la plebe y la corte, apareció vestido de riguroso luto y con un semblante que revelaba la más profunda tristeza. Gertrudis, su madre, intentó apartar a Hamlet de su estado de ánimo; pero sus reflexiones y cuanto el convencionalismo le sugirió, no sirvieron más que para probar a los ojos del príncipe la sordidez de aquella alma femenina y cuán lejos estaba de comprender lo razonable del sentimiento de su hijo. Rogóle pues la reina que depusiese su melancólica actitud y mirase con amistoso rostro a su tío, diciéndole:

—Ea; no malogres el vigor de tu espíritu buscando sin cesar, con abatidos párpados, a tu noble padre entre el polvo: no ignoras, que es ley inmutable de la nafuraleza; cuanto vive ha de morir; la vida en la tierra no es sino un pasaje para la eternidad.

—Sí, señora; lo sé bien—replica Hamlet.

—Pues, si es así—arguye la reina—¿a qué aparentar tan
particular y extraño sentimiento?

—¿Aparentar, señora? no;—replica Hamlet con noble indignación:— yo no sé de apariencias.—Y empieza a protestar diciendo que no es el negro manto, ni el obligado traje de luto riguroso, ni los profundos suspiros, ni el abundante raudal de las lágrimas, ni el semblante abatido y melancólico, ni todo el conjunto de exteriorizaciones y muestras de dolor, lo que revela fielmente el estado del ánimo.—Apariencias verdaderamente son todas estas cosas, puesto que el hombre las puede fingir; pero lo que yo llevo aquí, dentro de mi pecho, no es comparable a señal alguna de estas, que no son más que atavíos y adornos del dolor.

Tomó entonces la mano el rey e hizo una larga perorata
intentando convencer a Hamlet del deber que le incumbía de velar por sí mismo y por su salud, recordando que la muerte del padre es para un hijo un acontecimiento usual que no ha de afligirle en demasía: todos los padres mueren tarde o temprano; es ley inviolable de la naturaleza, por lo cual comete un crimen contra el cielo y va contra la razón el que se lamenta de lo que por necesidad ha de suceder. Para un hijo como Hamlet que amaba entrañablemente a su padre, este frfo razonamiento era un motivo de atroz tortura, y cuando Claudio le exhortó a sepultar en la tierra su inútil sufrimiento y que le considerase a él como a padre, el joven príncipe horrorizóse al oir semejantes reflexiones. «Porque tú, como ya sabe todo
el mundo, eres la persona mas allegada a nuestro trono», añadió Claudio en tono de solemnidad y paseando una triunfal mirada entre los cortesanos que estaban presentes. Todos asintieron, sin que ninguno se atreviese a insinuar que el hijo de su último rey era su legítimo gobernante.

Al enterarse por menudo Hamlet de cuanto había ocurrido, no quiso quedarse en su país natal, sino que por el contrario, determinó volverse a Wittenberg a continuar sus estudios; pero cediendo a las instancias de su madre y de su tío que le aconsejaban que se quedase en Dinamarca, pensó hacerlo asi.

A pesar de la alegria y regocijo que el nuevo rey intentaba imponer a sus súbditos, respirábase por doquiera un ambiente de intranquilidad. Empezaron a oirse rumores de próxima guerra. El difunto rey había sido un valiente guerrero y tenido victoriosamente a raya la ambición del vecino Estado de Noruega, cuyo rey Fortimbrás había retado en desafío al rey Hamlet, habiendo experimentado la mas vergonzosa derrota y perecido él mismo, cayendo algunas de sus tierras en poder de Dinamarca. A la muerte, pues, de Hamlet, creyendo el joven Fortimbrás llegada la ocasión de tomar el desquite, ya por la posibilidad de que el país anduviese revuelto en divisiones políticas, ya por la menguada opinión que tenía de las cualidades del nuevo soberano; quiso recobrar algunas de las posesiones que su padre perdiera, y a este objeto juntó un ejército de libertinos, dispuestos a cualquier empresa, por arriesgada que fuese y preparóse para invadir el país. Al oir tales noticias hizo también Dinamarca sus preparativos para la defensa; día y noche trabajábase en la construcción de buques y en la fundición de cañones, y ejercíase una severa vigilancia para impedir cualquier asalto o irrupción de los invasores.

No era, empero, el miedo del enemigo exterior lo que traía inquietos a los oficiales de la corte de Dinamarca: un raro y extraño suceso había tenido lugar, y mucho se temían que iba a tener fatales consecuencias para el reino. Estando de guardia los oficiales Marcelo y Bernardo en la explanada delante del alcázar de Elsenor, aparecióles la sombra del difunto rey, en figura idéntica a la que tenía en vida, armado de punta en bianco tal como cuando peleara contra Fortimbrás de Noruega. Por dos noches consecutivas se les apareció la sombra, pasando tres veces por delante de ellos lenta y majestuosamente, y ellos trémulos y anonadados de espanto, quedaron mudos sin osar decirle una palabra. Con gran secreto dieron cuenta del suceso a Horacio, condiscípulo y gran amigo del joven príncipe, y Horacio a la tercera noche quiso hacer la guardia en su compañía para ver si sucedía el fenómeno por tercera vez, y asi fue, pues a la hora de las dos noches anteriores apareció de nuevo la sombra. Dirigiósele Horacio suplicándole que expusiese el motivo de su aparición: al principio la sombra negábase a contestar; después pareció que levantaba la cabeza y que hacía un ademán como disponiéndose a hablar, pero en aquel momento cantó el gallo, y a manera de un reo a quien llama el juez, la sombra estremecida de espanto, desapareció de su vista.

Por consejo de Horacio acordaron dar parte al joven príncipe, de cuanto habían visto, insinuándole que aquel espíritu que permanecía mudo en presencia de ellos, quizá querría hablarle a él. Atónito quedó Hamlet al oir el relato de los oficiales, y resolvió hacer él aquella noche la guardia, con el firme propósito de si la sombra tomaba de nuevo la figura de su difunto padre, hablarla e increparla, aunque todas las potestades infernales le obligasen a callar. Suplicó a los oficiales que guardasen secreto sobre lo que habían visto y lo que pudiese suceder después, y despidióse de ellos hasta entre once y doce de la noche en que iría a verlos en la explanada.

Efectivamente, a la hora dicha estaba Hamlet en su puesto, y pocos minutos después que diera el reloj las doce, apareció la sombra. Grandemente sorprendido, pero no por esto menos deseoso de saber por qué el espíritu de su padre no descansaba tranquilo, y a qué obedecían sus visitas a este mundo, suplicó Hamlet a la sombra que le revelase la causa de todo esto.

—¡Oh espíritu, quienquiera que seas!— dice Hamlet. Dime ¿qué significa esto? ¿a qué razón obedece? ¿qué es lo que quieres de nosotros?

La sombra no contestó, pero hizo una seña a Hamlet que le siguiese, como si deseara hablarle a solas.

—Mirad con que cortés ademán os llama a un sitio más retirado— dice Marcelo;—pero no vayáis allá.

—No, no vayáis con él—dícele Horacio.

—Puesto que no me quiere hablar, no puedo menos de seguirle— replica Hamlet.

—No lo hagáis, señor—insiste Horacio.

—Y ¿por qué no? ¿qué hay que temer?—objeta Hamlet.— Yo no aprecio mi vida en lo que vale un alfiler, y en cuanto a mi alma, ¿qué podrá el contra ella, siendo como él, un espíritu inmortal? Otra vez me convida por señas a seguirle... Voy tras él...

De nuevo hicieron sus compañeros cuanto estuvo en su mano para impedir que le siguiese; llegaron hasta a asir de él, pues temían que el misterioso visitante indujese a Hamlet a atentar contra su vida; pero Hamlet se zafó de ellos, y obstinado en obedecer a la sombra, rogóle que echase a andar, que él la seguiría.

Síguela, pues, y condúcele la sombra al sitio más solitario de los antemuros, decidiéndose por fin a dirigirle la palabra. Dícele que es verdaderamente el alma de su padre, que está condenada, por algún tiempo, a andar errante de noche y sufrir de día varias penas para purgar las culpas que en vida cometiera: dicho esto, intimóle que vengara su muerte, diciéndole:

—¡Si amaste alguna vez a tu padre, toma venganza del aleve y monstruoso asesinato de que ha sido víctima!

—¡Asesinato!...—murmura Hamlet.

—Sí; asesinato y horrible cual lo es siempre, aun en las más disculpables circunstancias; pero en las mías, el mas horrendo, peregrino y monstruoso asesinato—contesta enfáticamente la sombra. —Escucha, Hamlet, escucha (prosigue la sombra); corrió el rumor de que, estando yo dormido en mi jardín, me había mordido una víbora, y así todo el pueblo de Dinamarca cree, groseramente engañado, en el fabuloso relato de mi muerte; sábete, empero tú, noble mancebo, que la serpiente que mordió a tu padre, ciñe actualmente la corona de Dinamarca.

—¡Ah! me lo decía el corazón... ¡Mi tío!—exclama Hamlet.

— ¡Sí!—añade la sombra, y desátase en tremendas invectivas contra el perverso Claudio, quien después de haber dado muerte a un hermano, valióse del prestigio de su ingenio y de pérfidas trazas, y logró cautivar el corazón de la reina viuda.— ¡Oh Hamlet! ¡qué degradación fue la suya!—dice lamentándose la sombra de que hubiese la reina obrado tan injustamente, teniendo en cuenta lo inferiores que eran las prendas naturales de Claudio a las suyas.

—Durmiendo yo, pues, en mi jardín (sigue diciendo la sombra), según era mi costumbre después del mediodia, vino tu tío sigilosamente hacia mí, con un pomo lleno de jugo de beleño y lo destiló en mis oídos. Los efectos de este veneno fueron rapidísimos causándome una horrible muerte; por lo cual, hijo mío, querido Hamlet, véngate del asesino; pero no contamines tu corazón, intentando daño alguno contra tu madre; abandónala al cielo y a las espinas del remordimiento que anidan en su pecho y que la herirán y atormentarán. Ea, pues, adiós: la luciérnaga, con su impotente fuego próximo a amortiguarse, anuncia que se acerca el alba. ¡Adiós, adiós, Hamlet! ¡Acuérdate de mí!

—¡Que me acuerde de ti! — exclama Hamlet. — ¡Ah, sí, alma desventurada; mientras aliente en mi espíritu la memoria, tú estarás en ella!..—Aun estaba hablando Hamlet cuando la visión fue desapareciendo, y allá a lo lejos, en el horizonte que limitaba la recta línea de la superficie del mar, asomó un rayo de luz que partía del Oriente y anunciaba la salida del día.

—¡Que me acuerde de ti!... (prosiguió diciendo Hamlet). Sí; borrar quiero del registro de mi memoria cualquier recuerdo vulgar y liviano que en el anide; todas las sentencias de los- libros, todas las formas, todas las impresiones pasadas que en el han estampado la juventud y la observación. Sólo tu mandamiento quedará grabado en las páginas del libro de mi cerebro, sin mezcla de escoria alguna. Sí, ¡el cielo me es testigo!... ¡Oh tú, infame, infame, risueño y criminal infame!... ¡Ah, mi cuaderno de memorias!... Habré de anotar en él que puede darse el caso de que un malvado sonría y sonría, siendo un criminal redomado; por lo menos, seguro estoy de que puede suceder esto en Dinamarca: así, pues, aquí estás tío (dice apretando con las manos el cuaderno): Ahora, a mi consigna, que es: ¡Adiós, adiós, acuérdate de mí! Lo he jurado.

Llegaron entonces Horacio y Marcelo a toda prisa, alarmados creyendo que algo podía haberle pasado al joven príncipe. Halláronle en una extrana disposición de ánimo. Lo que le confiara la sombra, le hizo tal impresión, que de momento quedó como atontado, y no sabiendo qué hacer, si comunicarlo a sus compañeros o guardar reserva; pero resolvió lo segundo, por lo que respondió con evasivas a sus preguntas y los despidió de buena manera.

—¿Qué ocurre, noble señor? —pregúntale Marcelo.

—Señor ¿qué nuevas hay?—dícele Horacio.

—¡Oh! maravillosas...

—Explicaos, mi buen señor—prosigue Horacio.

—No, que lo divulgaríais—objeta Hamlet.

—Yo, no, señor; os lo juro (dice Horacio). Ni yo tampoco, señor (dice Marcelo).

—¿Qué os parece? ¿Pudiera caber jamás en entendimiento que... Pero ¿guardaréis el secreto?

—Os lo juramos por el cielo, señor—responden a una voz Horacio y Marcelo.

Da entonces Hamlet a su voz un tono de misteriosa solemnidad y prosigue:

—No hay en toda Dinamarca un infame... que no sea un
bribón de marca.

—¿Eso os dijo la sombra, señor? Para decir esa vulgaridad, no hace falta que ningún espectro saiga de la tumba—dícele Horacio molestado por la falta de confianza de Hamlet.

—Sí, síi... es verdad... tienes razón—dice Hamlet.—Así, pues, creo conveniente que, sin más rodeos, nos demos un apretón de manos y partamos cada cual a donde sus quehaceres o su capricho le llamen, porque... ¿quién no tiene sus caprichos?... Por mi parte, pobre de mí, ya lo veis; me voy a rezar.

—Vuestras palabras no concuerdan señor;—dícele Horacio;— me parece que deliráis.

—Siento haberos ofendido con mis palabras; sí, lo siento, me duele en la mitad del alma—dice Hamlet.

—¿Ofensa?... Ninguna, señor—afirma Horacio.

— ¡Oh, sí, por San Patricio! Hay una ofensa, y grave ofensa por cierto...—replica Hamlet, aludiendo (sin entenderlo Horacio) al crimen de su tío.—Por lo que toca a esta sombra, es un espíritu honrado (permitidme que os lo diga): en cuanto a vuestro deseo de saber lo que hemos hablado la sombra y yo, reprimidlo como mejor podáis. Y ahora, queridos amigos, ya que sois tales para mí y además compañeros de estudios y de armas, me haréis un favor: así lo espero de vuestra amistad.

—Decid, señor—dice Horacio.

—No hagáis uso alguno de lo que habéis presenciado esta noche.

—Así lo haremos, señor—responden Horacio y Marcelo,
— no saldrá de aquí.

—Bien está—dice Hamlet,—pero juradlo por mi espada.

Al decir esto, óyese como que saliese de bajo tierra una
cavernosa voz que dice: «¡jurad!»

Por dos veces cambiaron de lugar y cada vez se oyó la misma voz que con acento cavernoso, decía: «Jurad!»

—¡Pardiez, que es prodigiosamente extraño!... —exclama Horacio.

—Pues, por lo mismo que es extraño, dale acogida—dice Hamlet.—Muchas cosas hay en el cielo y en la tierra, Horacio, en las que no soñó siquiera la filosofía.

Hízoles entonces jurar que por más extravagante y raro que fuese su modo de proceder, y aunque en lo sucesivo creyese conveniente adoptar maneras disparatadas; ellos no solo no habían de dar a entender que sabian algo de él, con palabras o signos, pero ni con expresiones ambiguas o sonrisas pretenderían explicar su extrano modo de obrar.

—¡Jurad!—volvió a repetir la sombra debajo tierra.

—¡Ea!, sosiégate, ánima en pena, sosiégate— dice Hamlet.

Y sus compañeros hacen el juramento exigido.—Ahora, amigos mios (prosigue Hamlet), entrégome a vosotros y a vuestra confianza, desde lo más íntimo de mi alma. Desde ahora y con la ayuda de Dios, podéis contar con todo cuanto un hombre tan mísero y desdichado como Hamlet pueda hacer por vosotros para probaros su afecto. Ahora, partamos juntos, y tened siempre, os lo suplico, el dedo en los labios. Nuestro siglo está desconcertado: ¡oh!, maldita suerte la mía, de haber nacido para ponerlo en orden! ¡Ea!, salgamos juntos de aquí.

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