La boda y lo que sucedió después |
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Biografía de William Shakespeare en Wikipedia |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
La boda y lo que sucedió después |
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La novia estaba a punto, los convidados reunidos, no faltaba nada para la boda; pero el novio no llegaba. Era que Petruchio quería dar una severa lección a Catalina. Ésta no había jamás tenido la mas mínima atención para nadie; todo el mundo se había visto obligado a rendir pleito homenaje a su orgullo y arrogancia, y con la violencia de su carácter había ahogado en los que la rodeaban toda idea de discusión, todo lo que pareciese conato de no estar absolutamente conformes con su parecer. Hora era pues de que hallase quien le diese lecciones, y efectivamente hallo su maestro en Petruchio: éste se había impuesto la tarea de humillarla hasta lo más hondo de la nada y de hacerle comprender cuán enojoso es para los demás vivir al lado de una persona que se divierte en encolerizarse. La tardanza de su novio fue la primera humillación que tuvo que sufrir Catalina, pero no la mayor; lo que más la mortifico fue el aderezo de la persona de Petruchio, o sea la indumentaria que éste juzgó oportuno adoptar. Llevaba sombrero nuevo, es verdad, pero el justillo o jubón se caía de viejo y el pantalón había sufrido tres vueltas: calzaba zapatos desapareados, pues uno de ellos iba atado con cinta y el otro con hebilla: la espada la había comprado, sin duda, a un ropavejero según estaba de mohosa y llena de orín y con la guarnición estropeada. Iba caballero en un caballo que apenas podía andar de puro viejo y cuyos arreos, picados de la polilla, estaban remendados con bramante. No era mejor el equipo de su escudero Grumio; su vestido, más que tal era un conjunto de retazos y cosidos; en la una pierna llevaba media de hilo y en la otra, de lana, que recogía por medio de ligas de orillo rojo y azul; un viejo sombrero con un cacho de pluma desbarbada; en suma, un verdadero espantajo más bien que un escudero cristiano o lacayo de un hidalgo. Ya iba Catalina camino de la iglesia, cuando Petruchio llegó jadeante a la morada de Bautista y reclamó la novia. No creyó conveniente dar razón alguna de su tardanza y negóse rotundamente a volver a su casa a cambiarse de vestido, según le indicaban y aun suplicaban Bautista y los otros gentileshombres presentes, alegando que no era decente vestir de aquella manera en ceremonia tan solemne. — Conmigo se casa Catalina, no con mis vestidos; a mí pues me ha de querer, sean ellos cuales fueren — dijo crudamente Petruchio y se largó, tomando el camino de la iglesia. Llegado a ella, su modo de proceder escandalizó a todos los invitados y se puede decir que aterrorizó a su futura esposa: al ministro que oficiaba le asesto un puñetazo; pidió un vaso de vino, y después de rociar el suelo echó el resto a la cara de un viejo sacristán so pretexto que tenía semblante de hombre triste y hambriento. Peor fue lo que pasó a su regreso en casa de la novia: Bautista había preparado un magnífico banquete de boda, pero Petruchio no quiso tomar parte en él, manifestando que tenía prisa y había de marchar en seguida: en vano le rogaron que se quedara; aun la misma Catalina recibió un desaire al unir su instancia a las de los demás. — Pues bien — exclamo ella indignada, — obrad como se os antoje, que yo no partiré ni hoy ni mañana, sino cuando me conviniere. La puerta está abierta, señor; por ella se va a la calle: os aconsejo que os pongáis en camino antes que vuestro calzado se canse de serviros. Yo no pienso partir hasta que me venga en gana. Si así comenzáis vuestra vida de casado, ¡pardiez! que vais a ser un marido a pedir de boca. — ¡Oh Kate, cálmate: no te incomodes! — ¿No? pues quiero enfadarme. Papa, estad tranquilo; no ha de hacer lo que se le antoje. Señores, ea, a la mesa; ¡ya veo lo que ha de hacer para burlarse de un hombre una mujer de carácter! — Irán efectivamente a la mesa, según has ordenado. Así pues, obedeced a la novia, todos los que formáis su acompañamiento; id al festín, banquetead, haced cuantas locuras podáis y divertíos... o, si queréis, echaos la soga al cuello. Por lo que respecta a mi hermosa Kate, irá conmigo. No, no te encarames, ni tengas pataleta, no me pongas cara, ni te encolerices; quiero ser dueño de lo que me pertenece. Ella es mi bien, mi posesión, mi todo; hela aquí y ¡guay del que se atreva a tocarla! Tu no temas; que nadie te va a tocar, Kate. Y haciendo como si se viese acosado de ladrones, llamo en su auxilio al criado Grumio que le ayudase a rescatar a su ama, y se llevó a Catalina a pesar de resistirse ella. El viaje de boda pasóse muy poco divertido: el caballo en que montaba Catalina dio consigo y con la carga en un charco de agua y Petruchio no la ayudó a levantarse, ocupado como estaba en apalear al mozo porque había consentido que el caballo cayera. Catalina vióse obligada a chapotear por el charco implorando piedad en favor de Grumio, a quien Petruchio no cesaba de apalear. Llegados a la casa de campo, llamó Petruchio a todos los colonos y los reprendió ásperamente por no haber hecho nada de lo que él les había ordenado. Fue preciso que Catalina intercediese por ellos, convenciendo a su marido de que no tenían culpa alguna; pero Petruchio mostróse implacable. Trájose la cena: Petruchio púsose como una fiera diciendo que la vianda era quemada y tiró los guisados a la calle, prohibiendo severamente a su mujer que probase bocado. Ella sentía verdadera hambre, y con gusto la hubiera saciado con los manjares que él tan lastimosamente tiraba; pero Petruchio quería que le apretase más el hambre antes de probar comida alguna. Estaba, además, rendida de cansancio del viaje, pero apenas se preocupó el de dejarla descansar; entraba y salía del cuarto, cambiando de sitio los muebles y en todo hallaba motivo de censura. Todo esto, naturalmente, so pretexto de cuidar con la mayor ternura y cariño, de la felicidad y bienestar de su esposa. El día siguiente, Catalina se hallaba extenuada y medio muerta de hambre, por lo cual dijo a Grumio: — Ea ve por algo que comer, que por poca cosa que sea, ello bastará para saciar mi apetito. Púsose entonces el criado a enumerarle una serie de platos y guisados a cual mas apetitoso, con objeto de excitar su ira (cuando no su hambre, que habla ya llegado a su colmo),. y acabo por decirle que le serviría una ración de mostaza sin nada de carne. En aquel mismo instante entró Petruchio llevando un plato de carne guisada por él mismo. — Me parece, Kate, que una tan amable atención merece agradecimiento... ¿Y no me dices una palabra? ¿Acaso este plato no es de tu gusto y habré yo trabajado en vano? — Ea, pues — añadió;— llevaos este plato. — No — replico Catalina, — dejadlo aquí. — De ninguna manera, no queda aquí, a menos que me des las gracias por mi empeño en complacerte; el más insignificante servicio se paga siempre con gracias. — Gracias, señor — murmura rezongando la brava hembra, que vencida por el hambre, no tolera que desaparezca aquel manjar sin llevarlo a la boca. — Ahora, ángel mío — prosigue Petruchio, prodigo de tiernas palabras y aparentando siempre no hacer nada que no sea por afecto a su nueva esposa; — volvámonos a casa de tu padre, peripuestos y ataviados con lo mejor de nuestro ajuar, a guisa de personas de importancia. Así, pues, a toda prisa, sin dar apenas tiempo a Catalina de comer algunos bocados, manda que entren el sastre y el tendero de modas. Entran los dos industriales con gran variedad de elegantes vestidos; pero Petruchio, como de costumbre, no halla ninguno de su gusto. — He aquí el sombrero que vuestra merced encargo, — dícele el tendero de modas. — ¡Quitad allá ese mamarracho! — exclama Petruchio en tono de disgusto. — ¿Acaso os ha servido de molde una escudilla? Esto más bien que sombrero, parece un plato forrado de terciopelo. ¿Adónde vais con ese cascaron de nuez? Ea, hacedme otro mayor. — No, todo lo contrario — objeta Catalina; — bien está de grande, esta es la moda y lo que traen las señoras de calidad. — Cuando seas prudente, te compraré uno tal como dices — replica Petruchio en tono expresivo. Reproche fue éste que no pudo tolerar Catalina, y sintiendo renacer su antiguo orgullo y altanería, irguióse como una víbora; pero Petruchio no paró mientes en su lenguaje iracundo, fingiendo más bien creer que ella estaba de acuerdo con él en censurar el sombrero. Luego ordenó al sastre que le trajese el vestido. — ¡Cielos, y que tela tan ridícula habéis escogido! — exclama, tan mohino como con el sombrero. — ¿Qué es esto?, ¿una manga? Parece ni más ni menos que un tubo de chimenea: y cortada en zig-zag como si fuese una tortilla de patatas, tan recortada, tijereteada y acuchillada como una bacía de barbero. Dime por Dios, sastre amigo, ¿qué nombre daremos a eso? —Señor— respondió compungido el oficial — vos me encargásteis un vestido bien hecho y con arte y arreglado a la moda presente... — Es verdad— replica Petruchio;— pero si tienes memoria, recordarás que no te dije que lo chafallaras a la moda del día. Ea vete, que no lo quiero; ya te las compondrás para darle salida. — A decir verdad-repuso Catalina,-yo no he visto en mi vida vestido más propio, más elegante, que siente mejor y de mejor gusto. Paréceme que estáis puesto a hacerme bailar como un títere. —Sí; un verdadero títere parecerías con este vestido; no hubiera yo hallado calificativo más propio -exclama Petruchio, como dando a entender que el reproche de Catalina va contra el sastre. — No— objeta éste;-es que dice que vuestra merced parece querer hacerla bailar como un títere. Pero Petruchio hace el desentendido y despide al sastre de la manera más perentoria, comunicándole, empero, por el criado, que se le pagará religiosamente y rogándole que no se ofenda del brusco lenguaje que al tratarle empleó el dueño de la casa. —Ven, Kate— dícele entonces Petruchio;— volvámonos a casa de tu padre en nuestro habitual modo de vestir honesto y sencillo. Después de todo, ¿de qué sirven los ricos vestidos? ¿Acaso es mis estimado el grajo con todo su plumaje, que la sencilla alondra? No, buena Kate; no vales tí ciertamente menos con tu sencillo vestido; y si te sintieres por eso humillada, dame a mí la culpa. Alégrate, pues y regocíjate; que se acerca ya el momento de abrazar a papá, y allí, en nuestra casa nos divertiremos y gozaremos: vamos allá, que ya son casi las siete, y así llegaremos a casa en buena hora, o sea para la comida de mediodía. Catalina echa a su marido una mirada de extrañeza y no sin razón, pues había ya transcurrido la mitad de aquel día, y así le dice. —No dudéis— señor, de que son ya cerca de las dos, por lo cual no hay que esperar en llegar allá antes de cenar. — Las siete serán antes que haya yo oprimido los lomos a mi caballo — dijo Petruchio. — Por aquí verás como me contradices siempre por sistema; basta que yo haga o diga una cosa para tu hacerme la contra. No voy yo a partir hoy, pero cuando parta, será la hora que yo diré que es. La implacable energía de Petruchio acabo por imponerse y obtener victoria. Catalina comprendió que era del todo inútil hacerle resistencia. Poco después, camino de Padua, Ocurriósele a Petruchio admirar la luna brillando en el firmamento, y Catalina no tuvo más remedio que admitir que era la luna lo que brillaba, mientras todo el mundo veía sin vacilar que era el sol. Además, cuando un momento después su marido dijo que era el sol bienhechor, tuvo que cambiar de criterio y afirmar que era el sol. Por fin, cansada ya de tan extraños caprichos, dijo: — Bueno, llamadle pues con el nombre que queráis, y no tendrá empeño Catalina en decir lo contrario. — ¡Petruchio! — exclamó su amigo Hortensio, que los acompañaba; — sigue tu camino, que has triunfado en toda la línea.. Efectivamente, en el punto en que estaban las cosas, no había ciertamente que temer que volviese Catalina a las antiguas intemperancias de su imperioso carácter. Recuérdese que al mandar el padre de Catalina a Blanca que no abandonase el hogar paterno sin que su hermana mayor estuviese casada, procuróle dos maestros o preceptores encargados de dirigir sus estudios y ayudarle a pasar el tiempo durante el día. Dos de sus pretendientes lograron entrar en la casa so pretexto de servirle de preceptores, el uno de música y el otro de poesía: llegado, pues, el momento de elegir, Blanca se inclino a Lucencio, y el otro, que era Hortensio, se consoló tomando la mano de una rica viuda. Petruchio y Catalina, y Hortensio y su mujer asistieron a la boda de Blanca y Lucencio, en la cual hubo gran número de convidados. Durante la comida promovióse un vivo debate sobre la sumisión de algunas de las señoras que estaban presentes. Petruchio hizo observar que su amigo Hortensio le tenía miedo a su mujer: éste a su vez, insinuó que era más bien Petruchio quien temblaba en presencia de la suya, por aquella opinión común, que «al que se le va la cabeza le parece que todo da vueltas». Tales palabras indignaron a Catalina, y aun la amable Blanca, con todo y su dulzura, hubo de acentuar el debate con alguna palabra picante. Al retirarse las señoras, continuaron el debate los caballeros. — La chanza — dijo Petruchio a sus amigos — ha repercutido de mi a vosotros, y apostaría a que os ha zaherido. — Hablando con formalidad, yerno mío — dice entonces Bautista, — tu mujer es a mi juicio, la más intratable y de mas áspero carácter. — No estoy conforme — repuso Petruchio; — y si no, a la prueba me remito. Que llame cada uno a su mujer, y aquel cuya mujer sea la más pronta en obedecer este mandato, será el que ganara la apuesta que señalemos. — Hecho —dice Hortensio. — Me parece bien y van veinte escudos — añade Lucencio. — ¿Veinte escudos?.. — exclama Petruchio: — ya no apostaría yo menos para mi halcón o mi perro: para mi mujer apuesto lo menos ciento. — Sean pues cien — dijo Lucencio. — Entendido — responde Petruchio. — ¿Quién será el primero? - pregunta Hortensio. — Yo — dice Lucencio. La primera en ser llamada fue Blanca: dio por respuesta, que estaba ocupada y no podía ir. — ¿Cómo? — exclama Petruchio en tono zumbón: — ¿está ocupada y no puede venir? ¡Galana respuesta!.. — Si, señor, y aun amable respuesta es — observa uno de los convidados. — Cuidad que vuestra esposa no la de peor. — Mejor respuesta espero de ella — replica Petruchio. — Signor Biondello — dice Hortensio a su criado; — ruegue a mi señora que venga en seguida. — ¡Rogar!, ¡rogar! — repite riéndose Petruchio. — ¡Naturalmente no podrá menos de venir rogándoselo! — Pues mucho me temo — señor Petruchio, — que por mucho que roguéis a la vuestra, será majar en hierro frio. De nuevo compareció el mensajero. — Bueno, y ¿dónde está mi mujer? — pregunta a Biondello. — Dice que sin duda vais a hacer alguna farsa, y que por lo mismo no vale la pena de venir; que vayáis, si queréis, por e!la. — ¡La cosa se va poniendo bien! — murmura Petruchio. Vamos..., que no viene. Y esto es imperdonable. — Ea, Grumio, ve a tu señora y dile que le mando que venga. — Por anticipado os diría la respuesta- dice Hortensio. — ¿Cual es esta? — pregunta Petruchio. — Que no viene. — Aun no había dicho la palabra viene, cuando llego Catalina, diciendo: — A vuestras ordenes señor; ¿para qué me llamáis? — ¿Dónde están tu hermana y la mujer de Hortensio? — pregunta Petruchio. — En la sala, sentadas a la lumbre. — Ve pues por ellas, y si no quisieren venir, tráelas a empujones, pues sus maridos las llaman. Anda, tráelas en seguida. Catalina cumplió al pie de la letra la orden. — ¡Gran milagro, si es que los hay!— exclama Hortensio. — ¡Pardiez, que es así! — responde Petruchio;— y que ello me presagia la paz, el amor, la vida tranquila, todo en fin, lo que hay de dulce y sabroso en el mundo. — ¡Ea, felicidades, Petruchio! — exclama Bautista. — Tu has ganado la apuesta, y a ella añado yo veinte mil escudos, nueva dote para mi nueva hija, pues Catalina esta tan cambiada, que parece otra de la que era. — Antes — replica Petruchio, — quiero ganar más brillantemente mi apuesta y daros pruebas más convincentes de su sumisión y obediencia. Hela aquí a vuestra hija y esposa mía trayendo a las otras dos recalcitrantes, cautivas de su femenil elocuencia. Catalina — prosigue, al ver entrar a su mujer acompañada de Blanca y de la mujer de Hortensio; — esta toca no te sienta bien; quítate este pelendengue y pisotéalo. Con gran disgusto de sus compañeras, Catalina obedeció puntualmente. — ¡Cielos!, ¿podría jamás caberme a mi tal desventura que me viese en tan menguada situación? — exclama la mujer de Hortensio. Y la dulce Blanca añade desdeñosamente: — ¡Vaya!, ¿quE nombre merece una tan insensata sumisión? — ¡Ya no quisiera yo sino que la tuya lo fuese! — responded su marido. — Sabe, hermosa Blanca, que la prudencia de tu sumisión me ha costado cien escudos después de terminada la cena. — ¡Locura grande la vuestra, hacer apuestas sobre mi obediencia! — replica Blanca en tono de enfado. — Catalina — dice entonces Petruchio; — mándote que expliques a estas mujeres indóciles cuales son los deberes para con sus maridos. Hízolo al momento Catalina, en un discurso tan lleno de gracia y deferencia, que dejó estupefactos a todos sus oyentes. En cuanto a Petruchio, estaba entusiasmado del éxito de su empresa de educar a su cara mitad, aunque lo hiciera con alguna rudeza. — Vámonos, Kate — dijo. — ¡Buenas noches tengan ustedes! Y se retiró triunfalmente, acompañado de aquella mujer, que de indócil y recalcitrante fierecilla, se habla convertido en amante y rendida esposa. |
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