William Shakespeare

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La fierecilla domada

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Un escabroso galanteo

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

Un escabroso galanteo
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«La maldita Catalina», tal era el sobrenombre, poco halagüeño por cierto, con que conocian los habitantes de Padua a una joven de aquella ciudad célebre por su mal genio y áspero trato.

Dos eran las hijas de Juan Bautista Minola, ambas hermosas y jóvenes, pero de caracteres opuestos, pues así como Blanca, la más joven, se captaba las simpatías de todos por su dulzura y amabilidad, Catalina se alejaba los corazones y afectos de todos por su carácter impetuoso e intratable.

Blanca tenía muchos pretendientes que aspiraban a obtener su mano, pero Bautista estaba decidido a no colocarla hasta que la mayor no hubiese hallado marido.

— Mientras esto no suceda — afirmo él, — Blanca permanecerá tranquilamente en casa, y como la amo, no quiero que se aburra: ya que la música y la poesía hacen sus delicias, yo le procurare maestros que le enseñen ambas cosas.

Sometióse dócilmente Blanca a la voluntad y determinación, por demás arbitraria y rigurosa, de su padre, pero dos de sus pretendientes, Gremio y Hortensio, indignáronse de verla tan inicuamente recluida. Como el amor los habla rivales, la contrariedad los hizo amigos; convinieron, pues, en buscar un marido a Catalina y labrar, de rechazo, la felicidad de su hermana. Casada Catalina, disputaríanse ambos en noble lid el corazón y la mano de Blanca.

El mismo día en que Bautista les anuncio su resolución, supo Hortensio que habla llegado a Padua uno de sus buenos amigos llamado Petruchio, que vivía en Verona.

— Acabo de perder a mi padre — dice Petruchio a Hortensio, — y como tengo dinero en los bolsillos y bienes en Verona, propóngome correr mundo y casarme en cuanto hallare partido conveniente.

Ocurriósele en seguida a Hortensio que Catalina fuera un gran partido para el recién llegado, y así, medio en serio y medio en broma, le dijo:

— Con gusto te propondría por mujer a una joven fea e intratable, pero rica (y aun me atrevo a decir) muy rica; pero el afecto que te profeso es demasiado sincere para aconsejarte que te cases con ella.

Petruchio era, a su manera, tan extravagante y voluntario so como Catalina, por lo cual respondió con gran aplomo que si la muchacha era rica, no veía él inconveniente alguno en tomarla por mujer, aunque fuese fea, vieja y tan intratable como Jantipa la mujer de Sócrates. Al ver Hortensio la buena disposición de ánimo de su amigo, determinó proponerle formalmente lo que se habla limitado a sugerirle como en broma.

— A fe mía, pues, Petruchio, que lo que puedo procurarte es una mujer joven, de fortuna más que mediana y con una educación propia de una hija de buena familia. Su único defecto (y no pequeño), es un humor tan insoportable y un carácter mezcla de violencia y obstinación tan sin freno, que yo, aunque fuese más pobre de lo que soy, no me casaría con ella, ni aunque me trajese en dote una mina de oro.

Pero Petruchio era un hidalgo denodado y resuelto, y así no le amedrento el retrato que de la intratable Catalina acababa de hacerle su amigo.

— ¿Crees tú que voy a asustarme por un poco de ruido que sienta?,— repuso tranquilamente.— ¿Acaso no estoy acostumbrado al rugido del león? ¿Acaso me ha amedrentado jamás el bramido del mar cuando sus olas agitadas por el viento, parecen querer tragarse la tierra? ¿No sabes tú que he oído más de una vez retumbar el cañón en los campos de batalla, que he presenciado impávido el estallido del trueno en las nubes, (esa artillería del Empíreo), que mis oídos han percibido más de una vez la gritería del combate y el clamor del bélico clarín? ¿Y podrá espantarme una mujer por brava que sea? Ea, no seas inocente; que los fantasmas no infunden miedo sino a los chiquillos.

Si los dos pretendientes de Blanca se felicitaban de haber hallado novio para Catalina, el padre de ella se bañaba en agua de rosas, y aunque no tenía plena confianza en el resultado de los proyectos matrimoniales de Petruchio, procuro, sin embargo, asegurar una respetable dote a su hija.

Petruchio sabia, por intuición, el terreno que pisaba. Convencido estaba de que la amabilidad y las dulces palabras no habían de rendir un carácter como el de Catalina: ésta había tenido siempre a todo el mundo sometido a sus pies, y la dulzura y sumisión de Blanca la exasperaban más y más: resolvió, pues, adoptar una línea de conducta del todo diferente y vencer a Catalina combatiendo con sus mismas armas: en vez de ceder a sus caprichos, tomo el partido de contrariarla en todo.

«Si me injuriare (pensó para sí) le replicaré simplemente que sus reproches me son tan agradables como el melodioso trino del ruiseñor en la enramada: si frunciere el entrecejo, le diré que su cara emula, en pureza y frescura de tinte, con la de la rosa embriagada de amor al beso del aura matinal; si se callare y se obstinare en no abrir la boca, alabare su verbosidad y le repetiré hasta la saciedad que se expresa con una elocuencia digna de Cicerón: si me echare de su presencia, le daré galantemente las más efusivas gracias, ni más ni menos que si me rogara que este a su lado toda una semana: finalmente (pues todo es posible) si se negare a tomarme por marido, le pediré si puedo dar orden que se haga la proclama del matrimonio y que señale el día en que hemos de celebrar la boda.»

Desplegó Petruchio tanta energía en la ejecución de este plan de batalla como había puesto de habilidad y destreza en idearlo y combinarlo. En vano intentó la irascible Catalina intimidarle con la cólera e insolencia o rendirlo con el desprecio y el ridículo. Frío siempre y con un humor inalterable, parecía sordo a las diatribas de la joven, de tal manera que su dominio de sí mismo y sus chanzas la redujeron a un estado de rabiosa desesperación.

Ya desde su primera entrevista tomó por sistema contradecirla en todo: persistió en llamarla Kate, a pesar de advertirle ella que su nombre era Catalina: díjole que se había decidido a pedir su mano por lo mucho que había oído ponderar su dulzura, celebrar sus virtudes y pregonar su belleza. En vano se amoscaba Catalina y montaba en cólera dirigiéndole las más graves injurias. Cuanto más brava se mostraba ella, mas decía el que la hallaba encantadora.

— Sois para mí el colmo de la amabilidad — decíale. — Mucho me habían hablado de que erais arisca, difícil y fastidiosa; pero me he convencido de que todo eran paparruchas e infamias de los celos, pues veo que sois graciosa, jovial y atenta: aunque habláis algo despacio, no sabéis en cambio fruncir el entrecejo, ni mirar al través, ni morderos el labio, como hacen las muchachas mal educadas cuando se amoscan e irritan. Jamás os vi contradecir por gusto, antes, al contrario, hacéis felices a vuestros pretendientes con vuestras conversaciones llenas de amabilidad, de dulzura y de benevolencia.

Nuevo y desusado era este tratamiento para Catalina, a quien costaba trabajo contenerse en vista de tanta audacia. Pero el torrente de frases airadas con que inundó a su intrépido pretendiente no produjo efecto alguno en él: parecía tomar esos furiosos discursos cual vana palabrería sin importancia y, sin perder en nada el equilibrio, manifestó a Catalina que tenía ya el consentimiento de su padre, que estaba ya asignado en cifras concretas el importe de su dote y que se casaría con ella de buen grado o por fuerza. Lo que de primero había sido una ocurrencia del capricho, fue tornándose en simpatía; creció en su corazón el afecto hacia la ardorosa joven, y la perspectiva de domar aquel carácter indisciplinado y dominarlo haciendo suya su voluntad, le causaba mayor placer que si la suerte le hubiese deparado ser esposo de una mujer dócil y amable.

Al volver Bautista al cabo de poco rato, para ver que sesgo había tornado el asunto, participóle Petruchio que Catalina y él se entendían a maravilla, y que de común acuerdo hablan fijado el domingo siguiente para la boda.

— Antes que casado os veré colgado de un árbol — replicó Catalina con rabia. A pesar de lo cual, el domingo siguiente viósela en traje de boda aguardando al excéntrico novio.
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