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San Agustín

"Confesiones"

Libro 10

Capítulo 20

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Confesiones

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CAPÍTULO 20

Para desear la bienaventuranza, como todos los hombres la desean, es necesario que la conozcan

 

29. Supuesto lo que acabo de decir, ¿de qué medios me valgo para buscaros, Señor? Porque buscaros, Dios mío, es buscar mi felicidad y bienaventuranza: debo buscaros para que mi alma viva, porque Vos sois la vida de mi alma, así como ella es la que da vida a mi cuerpo. ¿Cómo, pues, busco la vida bienaventurada? Porque ésta no la puedo conseguir hasta que me halle en tal estado que pueda y deba decir con verdad mi corazón: Esto me basta. Pues ¿cómo la busco? Acaso por medio de reminiscencia, que es lo mismo que volviéndome a acordar de ella, como cosa que tenía olvidada, pero acordándome todavía de que la había olvidado, o ¿es por medio de un deseo y apetito de saber una cosa para mí desconocida e ignorada, ya por no haberla sabido nunca, ya por haberla olvidado absolutamente? Pero esa vida bienaventurada, ¿no es la que todos quieren y que ninguno hay que absolutamente no la quiera? Pues, ¿dónde la han conocido para que así la quieran? ¿Dónde la han visto, pues, para amarla tanto?

Es que la tenemos dentro de nosotros mismos, aunque ignoramos cómo. También hay un cierto modo de tenerla, que hace verdaderamente bienaventurado a cualquiera que la tiene de aquel modo: otros hay que son bienaventurados por la esperanza de serlo. Es verdad que este modo de tener la bienaventuranza es muy inferior al otro con que la poseen los que real y verdaderamente son bienaventurados, pero no obstante, están mejor que aquellos otros primeros, que ni en la realidad ni en la esperanza son bienaventurados, los cuales no lo son de alguno de esos modos; de lo contrario no desearan tanto el ser bienaventurados como es certísimo que lo desean.

No sé cómo han llegado a conocer la bienaventuranza, de la cual tienen no sé qué noticia, que deseo averiguar si reside en la memoria, pues si residiese en ella, se inferiría de esto que en algún tiempo ya habíamos sido todos bienaventurados. No trato ni examino ahora si esto se debe entender de todos los hombres, y de cada uno en particular, o si la dicha bienaventuranza la tuvimos solamente en aquel  hombre que pecó el primero, en el cual todos pecamos y morimos, y de quien todos nacimos cargados de miserias. Solamente quiero averiguar ahora si la idea y noticia que tenemos de bienaventuranza reside en nuestra memoria, porque no la amaríamos si no la conociéramos.

Oímos este nombre bienaventuranza y todos confesamos que amamos y apetecemos lo que aquella palabra significa, porque lo que nos deleita y enamora, no es el material sonido de aquella palabra, pues si un griego la oye nombrar en latín, no le mueve ni deleita aquella voz, porque suponemos que no entiende lo que significa, pero nosotros, que la entendemos, nos deleitamos y aficionamos a ella, como el griego también se aficionaría si la oyera nombrar en su propio idioma: la cosa significada en dicho nombre no es griega ni latina, pero griegos y latinos, y todos los hombres del mundo, de cualquiera nación que sean, suspiran por ella y desean alcanzarla. Luego de todos los hombres es conocida y a todos les es notoria, de modo que si pudiera preguntarse a todos de una vez, y con una misma voz, si querían ser bienaventurados, sin detenerse a pensarlo y sin dudar en ello, todos responderían que sí; esto no sucedería si no estuviera en su memoria la cosa que corresponde por significado a este nombre bienaventuranza.

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