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San Agustín

"Confesiones"

Libro 9

Capítulo 7

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Confesiones

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CAPÍTULO 7

Cómo en Milán comenzó la costumbre de cantarse himnos y salmos en la iglesia. Y cómo fueron hallados los cuerpos de los santos mártires Protasio y Gervasio

 

15. No había mucho que la Iglesia de Milán había comenzado a practicar este género de ejercicio piadoso, que es de tanto consuelo y edificación para los fieles, los cuales concurrían a él con gran celo y devoción, cantando juntamente con las voces y con los corazones. Habría un año, o poco más, que la emperatriz Justina, madre del joven emperador Valentiniano, había dado en perseguir a vuestro siervo Ambrosio, por causa de la herejía de los arrianos con que ella estaba inficionada y seducida; pasaban los fieles las noches en la iglesia, determinados y dispuestos a morir por su obispo y siervo vuestro. Mi madre, vuestra fiel sierva, a quien tocaba la mayor parte del cuidado y consternación que padecían los fieles, era la primera en concurrir también a aquellas vigilias que celebraban, de modo que no vivía sino de sus oraciones. Yo, que todavía estaba frío en la devoción y falto de calor y fervor de vuestro espíritu, no dejaba de conmoverme con el susto y turbación que padecía toda la ciudad. Entonces fue cuando se estableció que cantasen los fieles himnos y salmos, según se acostumbraba ya en las iglesias de Oriente, para entretener y divertir el tedio y la tristeza que pudiera acabar de sobrecoger al pueblo, y desde entonces hasta el día de hoy se ha continuado este piadoso ejercicio, que han adoptado ya casi todas las Iglesias del universo, siguiendo el ejemplo de la de Milán.

16. En este mismo tiempo fue cuando en una visión manifestasteis a vuestro santo obispo el lugar donde estaban enterrados los cuerpos de los santos mártires Protasio y Gervasio, que por tantos años habíais conservado incorruptos y escondidos en el secreto de vuestros tesoros, para manifestarlos oportunamente cuando conviniese y reprimir la rabiosa furia de una mujer, que además de eso era emperatriz. Porque habiéndolos descubierto y desenterrado, al tiempo de trasladarlos a la basílica ambrosiana con el honor y pompa que correspondía, no sólo quedaban sanos y salvos los energúmenos a quienes mortificaban antes los espíritus inmundos, confesando vuestro poder los mismos demonios, sino que también un ciudadano que había muchos años que estaba ciego, y era muy conocido en toda la ciudad, preguntando el motivo que tenía el pueblo para aquellas demostraciones que hacía de júbilo y regocijo, e informado bien de todo, saltó de contento y rogó al que lo iba guiando que le llevase al paraje por donde pasaba la procesión. Llevado allá, suplicó que le permitiesen tocar con un pañuelo el féretro donde iban los cuerpos de aquellos santos cuya muerte había sido preciosa en vuestros ojos. Tocó al féretro el pañuelo, se lo aplicó el ciego a los ojos e inmediatamente recobró la vista. Al instante se divulgó por todas partes la fama de este milagro; al instante resonaron por toda la ciudad vuestras alabanzas públicas y fervorosas; y con esto el ánimo de aquella enemiga del santo obispo Ambrosio, ya que no se extendió ni dilató de modo que consiguiese la santidad de la fe, a lo menos se reprimió y estrechó, cesando de perseguirle con tan gran furor.

Infinitas gracias os sean dadas, Dios mío. Pero ¿cómo y hasta dónde habéis ido gobernando mi memoria, para que también os alabase y bendijese por estas cosas, que no obstante ser tan grandes y maravillosas, las había olvidado y omitido? Con todo eso, extendiéndose tanto la fragancia de vuestros olorosos ungüentos y aromas, no os seguía yo entonces todavía, ni corría tras de Vos. He aquí lo que me daba después más motivo de llorar entre los himnos y cánticos de vuestras alabanzas; en otro tiempo, antes de ahora, como quien suspiraba por Vos, pero ahora desahogado y como quien ya respira con tanta libertad como la que tiene el aire en una casa de heno.

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