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San Agustín

"Confesiones"

Libro 8

Capítulo 2

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Confesiones

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CAPÍTULO 2

De cómo Victorino, célebre orador romano, se convirtió a la fe de Jesucristo

 

3. Fui, pues, a buscar a Simpliciano, que había sido padre espiritual de Ambrosio (ya entonces obispo), por cuanto en el Bautismo le había conferido vuestra gracia, a quien amaba Ambrosio verdaderamente como a padre. Le hice relación de mis extravíos y de los rodeos y errados caminos por donde había andado. Luego le dije cómo había leído algunos libros de los platónicos, traducidos al latín por Victorino, que en los años anteriores fue profesor de retórica en la ciudad de Roma, y que según había oído murió cristiano; él se alegró mucho y me dio el parabién de que no hubiese ido a dar con las obras de otros filósofos, que están llenas de falsedades y engaños, propios de una ciencia enteramente mundana, pero en estos otros libros a cada paso y de todos modos se insinúa y da a conocer a Dios y su divino Verbo.

Después, para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeñuelos, me propuso el ejemplo de Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente cuando estuvo en Roma; y me refirió de él lo que no pasaré en silencio, porque contiene grandes motivos para alabar vuestra divina gracia, como es justo y debido ejecutarlo.

Contome, pues, cómo aquel doctísimo anciano, y sapientísimo en todas las ciencias y artes liberales, que había leído tantas obras de filósofos y las había criticado e ilustrado, que había sido maestro de tantos nobles senadores, que por la excelencia de su sabiduría y doctrina mereció y obtuvo que se le erigiese una estatua en la plaza pública de Roma (que es lo más glorioso que hay para los ciudadanos de este mundo), que hasta aquella edad tan avanzada había adorado y venerado los ídolos, y concurrido a celebrar las fiestas y sacrificios sacrílegos, con que casi toda la romana nobleza inspiraba ya entonces y enseñaba a todo el pueblo los monstruos de todos los dioses egipcios, y entre ellos también a Anubis con figura de perro, los cuales en alguna ocasión tomaron las armas contra Neptuno, Venus y Minerva, deidades de Roma; y ella suplicaba ahora a aquellos mismos dioses contra quienes había peleado y a quienes había vencido; que finalmente por espacio de tantos años había defendido todas estas idolatrías con su famosa elocuencia; siendo ya anciano, no se avergonzó de humillarse como un párvulo, para ser marcado por siervo de vuestro Hijo Jesucristo, y renacer como nuevo infante en la fuente del Bautismo, doblando su cuello al yugo de la humildad evangélica, y sujetándose a llevar en su frente la señal de la cruz, tenida antes por oprobio.

4. ¡Oh Señor, Señor, que inclinasteis los cielos y bajasteis a nosotros, que tocasteis los montes y exhalaron humo, con qué modos o de qué manera os insinuasteis en aquel pecho!

Leía él, según me contó Simpliciano, la Sagrada Escritura y buscaba con grandísimo cuidado todas las obras que trataban de la religión cristiana, instruyéndose en ellas; y decía a Simpliciano, aunque no públicamente, sino en secreto y en confianza de amigo: Sábete que yo ya soy cristiano; a lo que Simpliciano respondía: Yo no lo creeré ni te contaré entre los cristianos, hasta que te vea en la iglesia de Cristo. Pero él, como burlándose, decía: Pues qué, ¿son las paredes las que hacen cristianos a los hombres? Y esto lo repetía muchas veces, diciendo que él ya era cristiano, y otras tantas le respondía Simpliciano lo mismo que antes, pero él volvía a burlarse, con decir que eso no lo hacen las paredes.

Temía Victorino disgustar a sus amigos, soberbios idólatras que adoraban al demonio, que por ser muy poderosos y hallarse constituidos en la cumbre de las mayores dignidades que hay en la Babilonia de este mundo, y eran como elevados cedros del Líbano, que aún no había el Señor derribado y deshecho, juzgaba que habían de caer sobre él con más ímpetu y fuerza sus odios y enemistades.

Pero después que con su estudio y lección continua adquirió más fortaleza, temió que Cristo no le había de reconocer por suyo en presencia de los santos ángeles, si él temía confesarle ahora delante de los hombres; y conociendo que se hacía reo de un delito muy grave en avergonzarse de recibir los Sacramentos que nuestro Verbo humano había instituido, no habiéndose avergonzado de cooperar a los sacrílegos sacrificios y cultos inventados por la soberbia de los demonios, a quienes él, soberbio, también había imitado, recibiendo las sacrílegas órdenes con que se dedicaban los hombres y destinaban al culto y sacrificios de los ídolos, perdió la vergüenza, que le era nociva y le hacía perseverar en la vanidad mundana, trocándola en provechosa vergüenza de no seguir la verdad que conoció, repentinamente se resolvió, y sin más pensar en ello, dijo a Simpliciano, según este mismo contaba: Ea, vamos a la iglesia, que quiero hacerme cristiano.

Entonces, Simpliciano, no cabiendo en sí de alegría, marchó con él a la iglesia. Luego que se le catequizó y recibió toda la instrucción necesaria en los principales misterios de nuestra fe, de allí a poco dio su nombre para que se le escribiese en el catálogo de los que pedían ser reengendrados por el santo Bautismo, maravillándose Roma, y alegrándose la Iglesia. Veían esto los soberbios, y se enojaban y enfurecían, rechinaban sus dientes de cólera y se consumían de rabia, pero vuestro siervo tenía puesta su esperanza en Vos, y no atendía a la vanidad de las doctrinas pasadas, ni a las locuras tan falsas y engañosas.

5. Finalmente, cuando llegó la hora de hacer la profesión de la fe (que en Roma es costumbre hacerla en presencia de todos los fieles que concurren, con ciertas y determinadas palabras aprendidas de memoria y pronunciadas desde un lugar eminente por los mismos que han de recibir en el Bautismo vuestra gracia), le propusieron a Victorino los sacerdotes, según contaba Simpliciano, que hiciese aquella profesión de fe secretamente, como se solía conceder también a algunos de quienes se juzgaba que por vergüenza se retraían de hacerlo en público, pero que él prefirió hacer la profesión de la fe y de la doctrina de su salud públicamente y a presencia de aquella multitud de fieles, conociendo que su salvación no estaba en la retórica, que enseñaba, ni en los errores que hasta entonces había profesado públicamente en Roma. Y a la verdad, ¡cuánto menos tenía que temer al manso rebaño vuestro al decir y pronunciar vuestras palabras el que usando de las suyas propias no había temido ni respetado ni tropas enteras de locos!

Así, luego que subió al sitio determinado para hacer la profesión de la fe, todos los que allí estaban, según que cada uno le iba conociendo, mutuamente unos a otros le iban nombrando con ruidosa aclamación de enhorabuenas. Pero ¿quién había allí que no le conociese? Así entre todos formaban una voz y murmullo, con que alegres y festivos, decían ¡Victorino, Victorino! Tan presto como se levantó aquel murmullo con la alegría que causó a todos el verle, tan presto cesó repentinamente con el deseo de oírle. Pronunció él con noble y excelente confianza su protestación de la fe verdadera, y todos querían arrebatarle y meterle dentro de sus corazones, y efectivamente lo conseguían con el amor y el gozo que mostraban: estos afectos eran las manos que le arrebataban y metían dentro de las almas.

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