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San Agustín

"Confesiones"

Libro 5

Capítulo 13

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Confesiones

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Capítulo 13

Cómo fue enviado a Milán por catedrático de retórica, donde fue bien recibido de San Ambrosio

 

22. Así, con la noticia que tuve de que los magistrados de Milán habían escrito a Símaco, prefecto de Roma, para que proveyese a aquella ciudad de un maestro de retórica, dándole también su pasaporte y privilegio de tomar postas, y costeándole el viaje, yo mismo solicité que se me propusiese asunto para un discurso oratorio, y oído y aprobado, me enviase allá el prefecto. Para esta pretensión me valí de los mismos que estaban embriagados con los errores maniqueos, de los cuales iba a librarme en Milán, sin saberlo ellos ni yo.

Llegué, pues, a Milán, y fui a ver al obispo Ambrosio, fiel siervo vuestro, varón celebrado y distinguido entre los mejores del mundo, quien en sus pláticas y sermones ministraba entonces diestra y cuidadosamente a vuestro pueblo vuestra doctrina, que es para las almas aquel pan que las sustenta, aquel óleo que les da alegría y aquel vino que sobria y templadamente las embriaga. Pero Vos erais quien me conducíais y llevabais a él ignorándolo yo, para que después, sabiéndolo, me llevase y condujese él a Vos.

Aquel hombre, todo de Dios, me recibió con un agrado paternal, y todo el tiempo que estuve allí, aunque extranjero, me trató con el amor y caridad que debía esperarse de un obispo. Yo también comencé a amarle, aunque al principio le amaba, no como a doctor y maestro de la verdad (la cual no esperaba yo que se pudiese hallar en vuestra Iglesia), sino como a un hombre que me mostraba benignidad y afición.

Yo le oía cuidadosamente cuando predicaba y enseñaba al pueblo, aunque mi intención no era la que debía ser, pues iba como a explorar su facundia y elocuencia, y a ver si era correspondiente a su fama, o si era mayor o menor de lo que se decía. Yo estaba atento y colgado de sus palabras, pero sin cuidar de las cosas que decía, antes las menospreciaba, me deleitaba con la dulzura y suavidad de sus sermones, que eran más doctos y llenos de erudición que los de Fausto, bien que no tan festivos y halagüeños por lo que toca al modo de decir; en cuanto a lo sustancial de las doctrinas y cosas que decían, no había comparación entre los dos, porque Fausto, caminando por los rodeos, engaños y falacias de los maniqueos, se apartaba de la verdad y Ambrosio, con la doctrina más sana, enseñaba la salud eterna. Pero esta salud está lejos de los pecadores, como entonces era yo, aunque me iba acercando a ella poco a poco, sin saberlo ni advertirlo.

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