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Jose María Salaverría

"El vagabundo inapetente"

Capítulo 3

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El vagabundo inapetente

(Del diario de un argentino sentimental)

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III

Al dia siguiente — era una tarde limpia y alegre de invierno — me sorprendió en plena calle la fatal noticia. ¿Cómo fué que me decidí a comprar aquel periódico anodino, siempre olvidado, jamás adscripto a mis gustos y costumbres? Pero el acaso ofrece a cada instante ejemplos de coincidencia desconcertadoras y de impulsos irrefrenables, misteriosos, que parecen sernos dictados por una voluntad invisible.

Con asombro de mi mismo, corrí a comprar el periódico de la tarde, que nunca recordaba haber comprado. Y fue más extraño aún que busqué ansioso en sus páginas algo, un algo que presentía y que no sabía explicarme en qué pudiera consistir.

Allí estaba el suelto, en la sección de gacetillas policiales, parco de expresión, casi puesto de limosna.

«Esta madrugada, en los depósitos del puerto, debajo de una carreta, se encontró el cuerpo inanimado de un hombre desconocido. Probablemente el frío de ayer noche le produjo la congelación. Tal vez se trataba de un alcohólico»...

Cuando terminé la lectura del suelto, sentí un fuerte golpe en mi conciencia. Un hombre acababa de traspasar la puerta de la muerte. Aquel hombre fue un amigo mío. Yo asistí a su postrera correría, y le vi tenderse indefenso bajo la crueldad sañuda de la fría noche. Yo pude haber desviado su funesta suerte. Y eran cómplices como yo todas las gentes, la humanidad entera, aquella muchedumbre animada que había comido y dormido bien, y que se lanzaba briosamente a la conquista del dinero. Pecado de distracción, de egoísmo y de negligencia: tal era nuestra culpa. Por ese pecado antiguo, tan viejo como el hombre, se llenaba el mundo de tragedias.

Pero mi remordimiento no me dejaba descansar. Era necesario reparar mi falta con un movimiento de sacrificio. Ya que no pude socorrerlo en vida, el deber me mandaba acudir a su íumba para tributarle las últimas fúnebres honras de mi dolor.

Monté en un tranvía, seguí la calle adelante. ¡Cómo pasaba, bullía, atareada y afanosa, la muchedumbre! Todo era ruido, animación y entusiasmo la juvenil ciudad. Carros, que conducían cosas pesadas y útiles, cafés que se colmaban de bebedores, damas que ostentaban las grandes plumas de sus sombreros, como penachos infantiles o indianos. Y sin poderlo evitar, pensé: «¿Para qué todo eso? ¿Para que los hombres se mueran de frío?»...

Y gritó el guarda del tranvía :

— ¡Chacarita!

En efecto, allí estaba el cementerio descomunal, enorme, monstruoso, tan. grande como una ciudad. Sobre la masa oscura de los eucaliptus que cerraban el horizonte, el sol multiplicaba su brillantez, en una pompa regia, como un verdadero rey que quiere, al acostarse, dejar sentada la noble equivalencia de su inmenso poder. El viento venía frío, cortante, de la rasa llanura. Y pensé: «Los pobres muertos estarán tiritando de frío.»

— ¿Tiene usted noticia de un cadáver, que ha debido entrar esta madrugada y que fue recogido helado en el puerto?

Pero el conserje del cementerio no me supo contestar. Encogiéndose de hombros, desdeñosamente argüyó:

— ¡Han entrado tantos! ...

— Pero éste que ha entrado era un amigo mío. No podía confundirse con ningún otro. Flaco, distinguido, los ojos melancólicos, muerto de inapetencia y de desgana... ¿No me sabría usted decir en dónde le enterraron?

— ¡Han caído tantos hoy! En estos días de frío vienen a carretadas. Por ahí estará su amigo, en la fosa grande... Por ahí.

Y el hombre, indiferente, con un gesto vago, señaló la inmensidad del cementerio. Para su filosófica indiferencia, era igual uno que cien, éste que aquél, una fosa pequeña lo mismo que una muy grande. Todo el cementerio era un sepulcro. Y para la consideración de la eternidad, ¿qué importaba que los huesos de uno se mezclaran con los huesos de mil? Todos muertos, todos desaparecidos, abismados todos en el máximo anónimo del infinito no existente.

Cuando me alejaba, profundamente desalentado por mi infructuosa tentativa, creí escuchar, al trasponer la puerta del camposanto, una voz detrás de mí:

— ¡Ya soy libre!...

Volvíme rápidamente. Pero no había nadie.

¿Quién pudo hablar de aquel modo? Supuse que fuese mi imaginación la que hablaba. ¿O sería acaso la voz del vagabundo?...

Si eras tú quien hablaste, ¡oh, amigo mío!, de cierto que dijiste la verdad. Ya estabas libre, efectivamente; libre de aquella vida que no supiste usar; de una vida que te venía demasiado ancha; de una vida que te oprimía como una carga angustiosa. Aceptaste la vida en un momento de distracción. La vida no se hizo para ti. Se hizo la vida para la muchedumbre, para los fuertes, para los irreflexivos, para los que tienen hambre y pueden reír, llorar, odiar o envidiar. ¡Bien muerto estás, amigo mío! Que descanses en paz.

 

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Misterio y Terror